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Liana63 escribió el día 03/01/2010 a las 21:53
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En el texto de la patente de corso exisen algunos errores
...que he tratado de enmendar y corregir a la vista del artículo impreso.Espero haber capturado todos los gazapos,aunque ya nos dice Arturo que uno gordo y rrollizo va a aparecer seguro-¡Salva!,¡Salva!, ¡socorro! ¡Ay,Dios mío que responsabilidad! ¡Arregla esto,porfi!


Mis disculpas.


El texto coregido(no me atrevo a decir que definitivo)

NOTAS DE VIDA Y LETRAS

En un par de meses habré terminado otra novela. Estoy en la fase final de galeradas y correcciones: la más desagradable. Ya no hay sorpresas ni descubrimientos, excepto confirmar mi habilidad para pifiarla diez veces en cada página. El despiste y el adjetivo impropio acechan en cada folio, y tengo la certeza de que, por mucho que vuelva una y otra vez a machacar el texto, el día que abra el libro recién impreso me saltará a la cara, lustroso y triunfante como siempre, el gazapo sobre el que pasé cuarenta veces sin reparar en él. Por eso, en esta etapa lastimosa, cualquier escritor está harto del texto maldito que le reventó la vista y los riñones, reniega de él y sólo aspira a quitárselo de encima, como sea. Alguien dijo una vez –puede que fuera yo mismo- que acabar una novela se parece a convivir con una mujer a la que amaste mucho pero que ya te amarga la vida. Por eso estás deseando que se olvide de ti y haga felices a otros.

En la espera de que otra historia atractiva diga ojos verdes tienes -hay un par de candidatas rondando, y ésa es la parte positiva-, vacío los estantes que cercan mi mesa. Apilados sobre la alfombra hay tres centenares de libros que me acompañaron en los últimos veintidós meses; amigos íntimos a los que debo mucho: ajedrez, taxidermia, comercio marítimo, técnicas de tortura, viajes, botánica, balística, topografía, física, geometría, moda femenina, zoología salinera, memorias decimonónicas, medicina forense, cartografía... También hay carpetas con páginas manuscritas, fotografías, mapas y otros documentos que son resultado de mucho trabajo, visitas, conversaciones y viajes, y que nunca me decido a destruir. Como quien se despide de viejos amigos en tiempos inciertos, lo guardo todo en archivadores que probablemente no vuelva a abrir jamás.

Entre estos últimos papeles hay notas tomadas de cualquier manera, en diversos lugares. Escritas con la infame, casi ilegible hasta para mí, letra picuda y rápida del reportero apresurado que fui en otro tiempo y otra vida. A veces se trata sólo de una palabra o un nombre. Otras anotaciones son más complejas, con una reflexión o la descripción de un personaje o unas frases de diálogo. Están escritas de cualquier manera, en servilletas de bar, envés de tarjetas de visita, tarjetas de embarque de aeropuerto, billetes de tren, facturas de restaurante, recibos de tarjeta de crédito y cualquier otro soporte improvisado. Esas notas suelo tirarlas a la papelera una vez pasadas a limpio en libretas o archivos del ordenador, pero algunas sobreviven por azar, usadas como marcapáginas o perdidas entre papeles. Ahora las retiro con cuidado, pues detesto dejar en los libros huellas evidentes de mi paso por ellos. Sus diversos soportes me recuerdan el momento exacto en que escribí algunas: fecha, lugar, hasta lo que comí o compré ese día. Encuentro, entre otras, una anotación hecha en el restaurante Belinghausen de México sobre la risa de un individuo al que ya no recuerdo, una reflexión sobre azar y probabilidades en un tarjeta de mi compadre José Manuel Sánchez Ron, una cita lúcida y fría del barón Holbach detrás de una lista de películas compradas en el Corte Inglés -la magnífica Incidente en Ox Bow es una de ellas-, el ademán tranquilo de una mujer al recogerse el pelo en la nuca mientras lee un libro, anotado en un billete de tren Turín-Roma, y una descripción en seis palabras mediocres, pero aceptable en su conjunto, de la luz del amanecer con viento de poniente en la bahía de Cádiz.

Ésa es, concluyo, la verdadera historia de cada novela. Los papeles sueltos, rotos, arrugados que la jalonan. Brega estrecha y continua con la vida. No sólo importan la reflexión y la calma del estudio, los libros que leyó el autor y la vida que marcó su territorio narrativo. Ni siquiera el trabajo agotador de estructura formal y tecleo diario es tan decisivo como estas humildes servilletas o facturas garabateadas al dorso: súbitos relámpagos, intuición de personajes, atisbo de historias posibles o imposibles. Ellas diferencian a un novelista vivo de un pedazo de carne con dedos para teclear. Son la prueba de que su instinto depredador sigue despierto, y cuanto ve, oye, lee, come, sueña, odia o ama sirve -todavía, siempre- para contar una buena historia. O intentarlo.

Por mucha teoría académica que se le eche, una novela es un estado de ánimo: el que reflejan esas notas improvisadas. Una simple palabra, un par de líneas que no parecen significar gran cosa, pero que tejidas entre sí, día tras día, configuran tramas complejas. Las novelas que algunos intentamos escribir deben mucho a esas notas. Esos rápidos garabatos son la prueba de hidalguía del novelista que se mueve como un cazador al acecho, con la escopeta y el zurrón listos. Certifican la soledad fértil de quien mira el mundo y lo cuenta proyectando en él los libros que ha leído, los odios, los afectos, los triunfos y fracasos ajenos y propios. La vida que posee y la muerte que lo aguarda.


Arturo Pérez-Reverte








P.D.Despues de releer el artículo me ha venido a la memoria este otro







FANTASMAS ENTRE LAS PÁGINAS




No tengo ex libris, y nunca quise tenerlo. El ex libris, como saben ustedes, es una etiqueta o pegatina impresa que se adhiere a una de las guardas interiores de los libros de una biblioteca, para identificar a su propietario. «Soy de Fulano de Tal», suele decir la leyenda, o recoge algún lema –«Nunca estoy menos solo que cuando estoy solo» por ejemplo– que a menudo viene acompañado de una ilustración, motivo o escudo. Es costumbre bonita y antigua, y algunos ex libris son tan hermosos que hay quien los colecciona. Alguna vez un amigo artista se ofreció a hacerme uno, pero nunca acepté. Tengo mis ideas sobre la propiedad de libros y bibliotecas, y están relacionadas con lo efímero del asunto. He visto muchos libros arder, biblioteca de Sarajevo incluida, y comprado demasiados libros viejos como para hacerme ilusiones al respecto. Si es cierto que todo en esta vida lo poseemos sólo a título de depósito temporal, los libros son un recordatorio constante de esa evidencia. Creo que pretender amarrarlos a la propia existencia, al tiempo limitado de que dispone cada uno de nosotros, es un esfuerzo inútil. Y triste.

Quizá sea ésa, la palabra ‘tristeza’, la que mejor define el asunto. Como comprador y poseedor contumaz de libros usados, cazador de ojo adiestrado y dedos polvorientos en librerías de viejo y anticuarios, nunca puedo evitar que, junto al placer feroz de dar con el libro que busco o con la sorpresa inesperada, al goce de pasar las páginas de un viejo libro recién adquirido, lo acompañe una singular melancolía cuando reconozco las huellas, evidentes a veces, leves otras, de manos y vidas por las que ese libro pasó antes de entregarse a las mías. Como un hombre que, incluso contra su voluntad, detecte en la mujer a la que ama el eco de antiguos amantes, nunca puedo evitar –aunque me gustaría evitarlo– que el rastro de esas vidas anteriores llegue hasta mí en forma de huella en un margen, de mancha de tinta o de café, de esquina de página doblada, anotada o intonsa, de objeto que, abandonado a modo de marcador entre las hojas, señala una lectura interrumpida, quizá para siempre.

Y en efecto, ‘tristeza’ es la palabra. Melancolía absorta en las vidas anteriores a las que el libro que ahora tengo en las manos dio compañía, conocimiento, diversión, lucidez, felicidad, y de las que ya no queda más que ese rastro, unas veces obvio y otras apenas perceptible: un nombre escrito con tinta o la huella de una lágrima. Vidas lejanas a cuyos fantasmas me uniré cuando mis libros, si tienen la suerte de sobrevivir al azar y a los peligros de su frágil naturaleza, salgan de mis manos o de las de mis seres queridos para volver de nuevo a librerías de viejo y anticuarios, para viajar a otras inteligencias y proseguir, de ese modo, su dilatado, mágico, extraordinario vagar.

Por eso, como digo, no tengo ex libris. Rindo culto a los fantasmas, pero no deseo ser uno de ellos. Las estirpes se acaban, los mundos se extinguen, y tarde o temprano llega siempre el tiempo de los ropavejeros y los bárbaros. No quiero que mi nombre, mi lema, mi frágil vanidad de propietario sean causa de que, pasado el tiempo, alguien abra un libro polvoriento o chamuscado y descubra allí mi nombre como en la lápida de una tumba; donde por cierto, tampoco deseo figurar, jamás: «Soy –fui– de Fulano de Tal». Por eso, del mismo modo que conservo con celo ritual cualquier reliquia de anteriores propietarios, dejando allí donde la encuentro la hoja o el pétalo seco de flor, la carta doblada, el dibujo, la tarjeta postal, en lo que a mí se refiere procuro, como quien borra con cuidado las huellas de un asesinato, eliminar todo rastro. Por desgracia, alguno es indeleble: dedicatorias de amigos, subrayados y cosas así. Pero el resto de evidencias procuro eliminarlas con impecable eficacia. Situándome con paranoia de asesino minucioso ante cada libro que abandono en un estante para cierto tiempo –tal vez para siempre–, reviso antes sus páginas retirando cuanto allí dejé durante la lectura: cartas, tarjetas de embarque, notas, facturas, tarjetas de visita. Sin embargo, cuando tras la última ojeada considero limpia la escena del crimen y estoy a punto de cerrar la puerta a la manera de un Rogelio Ackroyd dispuesto a enfrentarse al detective, no puedo evitar una sonrisa contrariada y cómplice. Sé que, pese a mis esfuerzos, un buen rastreador, un lector adiestrado como Dios manda, cualquiera de los nuestros, como diría el buen y viejo abuelo Conrad, sabrá reconocer en pistas sutiles –una nota escrita a lápiz y borrada luego, una mancha de lluvia o agua salada, una marca de tinta, sangre o vida– la huella de mis manos. El eco de mi existencia anónima en esas páginas que amé, y que me recuerdan.



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"Saber,Poder,Atreverse y Callar"


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