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La Derrota escribió el día 02/09/2009 a las 08:40
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ANEXO al 06.09.09 ~ Madres, muertos y guerra ~

El artículo que motiva el de hoy relataba un hecho finísimo y lo dejaba todo bien clarito. Era un ejemplo perfecto. «Parece que para usted todos los muertos de esa guerra sean iguales».





4 de enero de 2009 ~ Treinta y seis aguafiestas
«Lo bonito del putiferio en el que, poco a poco, nos instalamos con toda naturalidad, es que las películas de Berlanga empiezan a ser, comparadas con el paisaje actual, versiones sosas de lo nuestro. Eso está bien, pues con algo hay que disfrutar antes de palmarla. Y los periódicos, y los telediarios, y tender la oreja al runrún de cada día, deparan momentos sublimes de juerga moruna. Dirán algunos que de ciertas cosas no hay que reírse, pues nada tan virtuoso como la indignación ante la injusticia o la estupidez. Pero uno acaba por asumir lo evidente. En España, la justicia, las virtudes y la indignación ajena importan un huevo de pato. Derechas, izquierdas, nacionalistas y demás oportunistas, ciudadanos de infantería incluidos, cada cual va a lo suyo. Impasible mientras no le toque. El héroe nacional no es don Quijote, sino don Tancredo. De manera que, como analgésico, a veces resulta útil atrincherarse en la risa. Reír, según la manera, es también un modo de ciscarse en su puta madre. En la de ellos –rellenen ustedes con nombres la línea de puntos– y en la de los incautos e imbéciles que los engordan.

La última es finísima. Buscando los restos de doce republicanos asesinados en el pueblo turolense de Singra, una asociación para la recuperación de la llamada memoria histórica desenterró hace más de un año, por error, treinta y seis cadáveres de soldados muertos durante la Guerra Civil, en la batalla de Teruel. Examinados los restos por un equipo de arqueólogos y forenses, y tras comprobar que allí nadie había sido fusilado, sino que todos eran hombres –muchos muy jóvenes– muertos en combate, los bienintencionados desenterradores no supieron qué hacer con tanto fiambre fuera de programa. De haber sido los doce republicanos asesinados, la historia habría salido redonda: homenaje a las víctimas, malvados nacionales y demás parafernalia. Incluso con soldados leales a la República, el asunto habría tenido por dónde agarrarse. Pero se daba la incómoda circunstancia de que los muertos, enterrados en fosa común en el mismo campo de batalla, pertenecían tanto al ejército nacional como al republicano. Eran de los dos bandos, mezclados en la barbarie de la guerra y la tragedia de la muerte. Españoles sepultados juntos, como debía y debe ser. Como lección y homenaje, deliberado o casual, de sus enemigos y compañeros. Así que imaginen el papelón. Nuestro gozo en un pozo, colega. Esto no hay quien lo venda al telediario. Treinta y seis aguafiestas jodiendo el invento.

Pero lo más fino es la solución. Tan de aquí, oigan. Tan española. Disimula, Manolo, y silba mirando para otro lado. Unas cajas de cartón, el alijo dentro, y los treinta y seis juegos de huesos depositados en las antiguas escuelas del pueblo. Guarden esto aquí un momento, háganme el favor, que vamos a comprar tabaco. Hasta hoy. Y mientras escribo esta página, los despojos llevan trece meses muertos de risa, metidos en las mismas cajas, sin que nadie se haga responsable. El alcalde de Singra, que es socialista, anda un poquito mosqueado, diciendo que no está bien tener ahí los huesos de cualquier manera; que cualquier día entran unos perros y se ponen ciegos mascando fémures de ex combatientes, y que los de la asociación desenterradora tendrían que hacerse cargo del asunto, comprar féretros y sepultar aquel circo como Dios manda. Y los otros, por su parte, llamándose a andana. Diciendo que, como no son los familiares que buscaban, pues que tampoco hay prisa, buen hombre. Ni se acaba el mundo ni nos corren moros, que decían los clásicos. La asociación es modesta, no está para muchos gastos, y ya se hará cargo cuando buenamente pueda. Si puede.

Y claro. Uno piensa que, por azares de la vida y de la Historia, quien pudo acabar en esa fosa tan alegremente abierta pudo ser mi tío paterno, el sargento republicano de diecinueve años Lorenzo Pérez-Reverte; o el alférez nacional Antonio Mingote Barrachina, que es la bondad en persona, con quien me siento cada jueves en la RAE; o el padre de mi compadre Juan Eslava Galán, que hizo media guerra en un bando y media guerra en otro. Y los imagino a todos ellos, o a otros como ellos, descansando tranquilos y a gusto desde hace setenta años en su fosa común de Singra o de donde sea, bien juntos y revueltos unos con otros, rojos y nacionales, tras haberse batido el cobre con saña cainita y mucho coraje, como Dios manda. Y en eso llega una panda de irresponsables, les pone los huesos al aire y los deja en cajas de cartón, porque en realidad buscaban a otros. Y las quejas, al maestro armero. E imagino sus chirigotas y carcajadas de caja a caja y de hueso a hueso. Fíjate, compañero. Memoria histórica, la llaman. Hay que joderse. ¿Sabrá un burro lo que es un pictolín? Triste y estúpida España, la nuestra. La de entonces y la de ahora. Por esta peña de subnormales no valía la pena matarnos, como nos matamos.»


El ANEXO correspondiente lo dedicamos a don Tancredo:
http://www.icorso.com/foro/mensaje.php?a=24970&b=24

El asunto se resolvió al fin con el entierro de los restos:
http://www.soitu.es/soitu/2008/12/23/info/1230046128_732499.html




Guerra Civil española 1936-1939. Participación de la familia Pérez-Reverte



«… A ver si lo dice alguien de una puñetera vez. Esas dos películas, saludadas por la crítica como dos joyas sobre la guerra civil española, son maniqueas, indocumentadas, llenas de lugares comunes y manipulaciones fáciles, poco creíbles, poco probables, y suponen un insulto a la inteligencia y a la memoria. Además, están mal interpretadas. En algún caso, porque los actores son tan infames que cuando te largan un discurso libertario, camaradas, solidaridad y muerte al fascismo, suena tan falso que no se lo creen ni ellos. También porque los mismos guiones cantan a postizo, a pastel, desde la primera página. Ni Ken Loach ha visto, ni es capaz de imaginar a un anarquista español ni por el forro, ni Vicente Aranda -con todo el respeto que me merece el veterano maestro- puede creerse a sus putas redimidas por la revolución, a Miguel Bosé en plan Durruti, ni todo ese libertarismo chungo, elemental, que nos endilgan en el filme; que a mí lo que me parece es un insulto descarado a las mujeres que de verdad dieron la cara entre el 36 y el 39.
   Puestos a ser falsos, en ambas películas son falsos los diálogos, las situaciones, y hasta los gestos y la indumentaria, recién salida de la máquina de coser del sastre, botas en vez de alpargatas, camisas limpias en las trincheras, de colores, en vez del mono azul o las camisas caquis, o blancas de toda la vida. Y sobre todo, esa división absurda de los buenos, y los malos tan obvia sobre todo en la pelicula de Ken Loach: el prisionero que no se arrepiente de ser un militar canalla opresor del pueblo; los rojos que no fusilan a nadie, más tiernos que el día de la Madre; los soldados nacionales que salen de la iglesia usando como escudos humanos a las pobres mujeres campesinas; o la interminable escena de la colectivización de las tierras liberadas: un docudrama que aburre a las ovejas, y que sin embargo ha sido glosado como el no va más del cinema-verité.
   Después de aguantar cuarenta años la maquinaria de propaganda del Invicto reiterándonos lo malvados que eran los rojos, y después de los veinte años largos de democracia que llevamos entre pecho y espalda, que a estas alturas se pretenda contarnos la guerra civil limitándose a cambiar de bando al malo, supone un insulto a la inteligencia de cualquier espectador. Allá cada cual si nadie lo ha puesto por escrito, pero la guerra de Ken Loach y la de Vicente Aranda son más falsas que un billete de Mortadelo. Y ya está bien de que nos tomen por gilipollas.»
Nacionales malos, rojos buenos - 16 de julio de 1996



"… Esa guerra civil no la viví; pero he vivido otras y sé que siempre son la misma. Esa guerra civil no la presencié, pero me la contaron cuando niño, mientras aún estaban frescas las heridas, la huella de la metralla en los muros de los edificios; cuando todavía había hombres y mujeres en las cárceles, y en el exilio, y cuando el general Franco aún firmaba sentencias de muerte. De las veladas alrededor de la mesa de camilla de mi abuelo recuerdo historias de bombardeos, y de ejecuciones públicas para después, ante los cadáveres, hacer desfilar a las tropas a fin de que tomasen buena cuenta de ello. De héroes y de gentuza, mezclados unos con otros; indiferenciados bajo el mono azul de miliciano, la boina de requeté o la camisa azul de Falange. Relatos escalofriantes de amigos, vecinos y parientes detenidos de madrugada. Sacados de su casa en pijama mientras la mujer y los hijos imploraban en la escalera: juzgados en tribunales sumarísimos, fusilados ante un paredón bajo la bendición de un cura con el yugo y las flechas bordado en la sotana, o asesinados a la luz de los faros de un camión en cualquier carretera. Esas viejas carreteras españolas -las monótonas autovías también nos borraron esa memoria- donde muchos años después aún me estremecía al ver los pequeños monumentos conmemorativos de lugares donde hombres de toda condición e ideología fueron asesinados con las luces del alba, un nombre, una fecha, a veces una cruz y a veces, unas flores secas.
Cada uno de nosotros tiene una, veinte historias familiares. Estúpidos aquellos jóvenes que no acuden a sus mayores a que se las cuenten, antes de que éstas historias se extingan con ellos y duerman en el silencio sin aportar nada a las generaciones que no vivieron aquello, haciendo imposibles La lucidez, y la experiencia. Mis mayores han muerto, o están muriendo poco a poco; pero el niño curioso que fui logró arrancar un puñado de esas historias al olvido, y ahora lamento que no hubieran sido más. Lamento las horas perdidas sin preguntar a aquellos que ya no están conmigo. Eran -son- las historias de cada uno de nosotros: de nuestros padres y nuestras madres y nuestros abuelos. Así pude saber -así sé- del tío Lorenzo, que cruzó el Ebro con diecisiete años y el agua por la cintura, con dos cojones, un máuser en las manos y los dientes apretados, que recibió un balazo y volvió a casa de sargento republicano con dieciocho años, y que nunca cumplió los veinte. Así pude saber de cuando mi abuelo Arturo pasó cuatro horas bajo un bombardeo, pegado a la pared de un polvorín; o de cuando una noche unos milicianos quisieron llevárselo a dar un paseo porque había cenado a la luz de una vela y eso, decían, eran señales para la aviación nacional. O de cuando sus antiguos compañeros de la Armada quisieron fusilarlo por haber permanecido fiel a la República. Así supe de mi madre con doce años llevándole comida a la cárcel a Pencho, mi otro abuelo, y cómo siempre pedía a los carceleros darle la fiambrera en persona, para así verlo un instante entre las rejas de un portillo y contarle a mi abuela que seguía vivo. O de mi tío Antonio que todavía, con setenta tacos largos, llora cuando recuerda el día que le llevó, teniendo trece años, en bicicleta, una tortilla de patatas hecha por su madre a su hermano, cuya brigada pasó un día a treinta kilómetros de Cartagena. O de mi abuela María Cristina paralizada en mitad de la calle en mitad de un bombardeo alemán. O de mi tío Peque, que aprovechaba los ataques aéreos para ir corriendo por las calles desiertas, llenas de cristales rotos, y ponerse el primero en la cola del pan, antes de que la gente saliera de los refugios. O de mi padre, caminando en una de las filas de soldados a uno y otro lado de la carretera, la manta al hombro y el fusil a la espalda, camino del matadero, salvado de casualidad porque un comisario se detuvo junto a él y preguntó quién de aquella fila tenía estudios y sabia escribir a máquina. O del tío de mi madre fusilado porque un vecino era militar, y los del piquete, que eran analfabetos, se equivocaron de piso. O la cajita de lata que siempre conservó, hasta su fallecimiento, mi abuela Juana, con las cartas escritas desde el frente por su hijo muerto, la bala que le sacaron en su primera herida, y el trozo de madera que, a falta de anestesia, apretó entre los dientes mientras le arreglaban el agujero que le hicieron en Belchite.
Cuántos muertos, y cuánto horror, y cuántos sueños, y cuánto heroísmo, y cuánta sangre, y cuánta mierda acumulados en sólo tres años. Curas santificando balas y justificando ejecuciones o siendo torturados como animales, hasta morir. Generales, comandantes, soldados; heroicos y abyectos, y a menudo ambas cusas a la vez. Épica y barbarie, la mejor infantería del mundo contra la mejor infantería del mundo; Caín en plena forma, lo más hermoso y lo más miserable de nuestra tierra y nuestra raza maldita. Chusma acuchillando a los desvalidos, miserables aprovechándose del río revuelto, cambiando de chaqueta, congraciándose con el poderoso. Hombres honrados poniéndose en pie para pelear. Ojos de miedo y desesperación, balazos y bayonetas, casa por casa en Teruel, en La Ciudad Universitaria, monte arriba en Somosierra, Arriba España entre los escombros del Alcázar de Toledo, Viva la República en el Valle del Jarama. Moros, legionarios, milicianos, héroes y cobardes, vivos y muertos. El patio del Cuartel de la Montaña en esa foto terrible, el suelo lleno de cadáveres, España eterna que se repite a sí misma en el ritual de la muerte y la tragedia. Plaza de toros de Badajoz, barcos prisión, españoles fusilados por comisarios húngaros o franceses, o por legionarios alemanes o fascistas italianos, por hijos de puta que ni siquiera sabían hablar castellano y vinieron aquí a mojar en la sangre y en la muerte que sólo era de nuestra incumbencia, sin que a ellos les hubiera dado nadie maldita vela en nuestro entierro. Mujeres rapadas al cero, hombres humillados ante sus familias y sus vecinos, pidiendo clemencia o escupiendo a la cara de sus verdugos. Y esa foto que tanto me impresiona, la del español bajito y moreno con camisa blanca, que acaba de rendirse y al que llevan a fusilar, y que levanta los brazos resignado, fatalista, con una colilla en la boca. Esa colilla, ya lo escribí una vez, qua siempre tenemos en la boca los españoles cuando nos llevan al paredón. Dios. Cómo amo y cómo detesto a este país nuestro, cada vez que miro esas fotos. Cómo me enternecen esos rostros que son el rostro de nuestra tragedia, de nuestra desgracia. Pobre gente y pobre España. Qué guerra tan atroz, y tan española, o tan española por atroz, o tan atroz por española. Una guerra civil como Dios manda, guerra civil de la buena, la que enfrenta a hermano contra hermano, a hijo contra padre, a vecino contra vecino. En ninguna guerra como en ésa -la que tuvimos, las que tuvimos antes, y las que a unos cuantos desalmados e irresponsables no les importaría que volviésemos a tener- aflora toda la ruindad que albergan los rincones oscuros del corazón del hombre. Los viejos rencores, la envidia, el odio vecinal tan propios de la condición humana y tan nuestros; tan españoles. Tú me quitaste la novia, tú desviaste el agua de la acequia, tú mataste un conejo en mis tierras, tú me negaste el pan, tú publicaste aquel libro, tú fuiste feliz y yo no. Delaciones, chivatazos, ajustes de cuentas, canallas que medran con el dolor, y el sufrimiento de los otros, desgraciados que se humillan para comer, o para sobrevivir. Cárceles, campos de batalla, cementerios, exiliados, Machado muriéndose enfermo de pena en el extranjero, Max Aub, Sender, tantos pobres hombres, mujeres y niños anónimos, perdidos. Españoles detenidos en Rusia y enviados a Siberia, niños de la guerra que luego morirán peleando en Stalingrado, franceses miserables que humillan a los vencidos, a los fugitivos, en la frontera, y que después los entregarán atados de pies y manos a los carniceros nazis. Cielo santo. Cómo nos dio bien por el saco todo Dios, todo el mundo, toda Europa. Cómo se cebaron y nos descuartizaron entre todos, humillando, estrangulando a este pobre, entrañable, desgraciado y viejo país. A esta pobre, entrañable, desgraciada y vieja gente nuestra. …»
14 de julio de 1996 La guerra que todos perdimos



«… Los he visto a todos ellos muchas veces en demasiados sitios. Los veo todavía, y no hay que ir a guerras lejanas para topárselos. Los veo aquí mismo, en las historias de la guerra civil que contaban mis abuelos, o en la memoria de mi amigo el pintor Pepe Díaz, en cuyo pueblo fusilaron a su padre por rojo en el año 39, y a su madre la obligaron a barrer las calles después de raparle la cabeza; y Pepe, que es un buenazo, ha dejado que le pongan ahora su nombre a una calle, en vez de pegarle fuego al puto pueblo hasta los cimientos, como habrían -habríamos- hecho otros. Sigo viendo a los de la tijera de rapar y la risa por todas partes, oportunistas, viles, esperando la ocasión de acompañar el cortejo con una carcajada grande y estruendosa, propia de buenos ciudadanos libres de toda sospecha. Porque todos esos canallas que se ríen de la pobre mujer de la foto siguen entre nosotros. Algunos de verdad, físicamente, venerables ancianitos respetados por sus nietos y sus vecinos, supongo. Otros sólo aguardan una oportunidad: son los cobardes que miran hacia otro lado y agachan la cabeza cuando el soldado alemán, o el heroico gudari, o el político de turno, o el jefe de personal, o el vecino del tercero izquierda, les escupe en la cara. Y sólo cuando éste se declare vencido, o lo maten, o pierda poder, o se vaya, saldrán del agujero para buscar a su mujer y su hijo, arrastrarlos por las calles y salir riéndose en la foto. »
La risa de las ratas - El Semanal 30 de septiembre de 2001





PATENTE DE CORSO 15.10.2006 - La guerra civil que perdió Bambi
« En mi familia perdieron la guerra. Mi padre hizo poco para ganarla, pues la pasó en artillería antiaérea, jugando al ajedrez entre bombardeo y bombardeo. Pero mi tío Lorenzo, que se alistó con dieciséis años y volvió de sargento y con agujero de bala a los diecinueve, se comió el Ebro y Belchite. Quiero decir con eso que, por nacer doce años después de la guerra, tuve información oral fresca: combates, represión, cárceles, paseos a manos de milicianos o falangistas, y cosas así. Soy de Cartagena, donde la cosa estuvo cruda. Tuve además, como casi todos los españoles, a parientes en ambos bandos; y allí lucharon y también fueron fusilados por unos y otros, en aquella macabra lotería que fue España.
Poseo, por tanto, elementos casi de primera mano sobre esa parte de la memoria que ahora tanto agitan. Y nunca me tragué lo de buenos y malos: ni cuando niño las hordas rojas, ni de mayor los fascistas de fijador, brillantina y correaje. Tuvimos de unos y otros, naturalmente. Y a la guerra siguió una dictadura infame, ajena a la caridad. Pero hay un par de puntualizaciones necesarias. Una es que, españoles todos, llenos de los rencores, las envidias y la mala baba de la estirpe, canallas y asesinos lo fuimos en los dos bandos. Otra, que casi todos se vieron envueltos en aquello muy a su pesar; y que, entusiastas y héroes aparte –a ambos lados los hubo con igual coraje y motivos–, la mayor parte estuvo en las trincheras de modo aleatorio, según donde tocó. La prueba es que hubo más deserciones –pasarse, decían– por volver al pueblo con la familia, que por ideología nacional o republicana.

Por eso estoy hasta los cojones de que me vendan burros teñidos de azabache. Si de pequeño no creí lo de la Cruzada y la espada más limpia de Occidente, no pretenderán que me trague ahora lo del pueblo en armas en plan Bambi: aquí la buena gente proletaria, y allí espadones y señoritos. Mi padre y mi tío, verbigracia, eran chicos de buena familia, pero defendían a la República. Entre otras cosas, porque el pueblo eran muchos pueblos y muchos hijos de vecino, y cada cual, según le iba o donde caía, era de su padre y de su madre. Por mucho que, a falta de argumentos actuales, de inteligencia política, de cultura, de ideas claras y de otra cosa que no sea el hoy trinco votos y mañana veremos, ciertos habituales de los telediarios estén empeñados en ganar por la cara, setenta años después, las guerras que perdieron sus abuelos, o los míos. Y no sé hasta qué punto la demagogia y el fraude calarán en jóvenes a quienes eso queda muy lejos; pero ya empiezo a estar harto de tanto bocazas y tanto cuento chino. Una cosa es que aquellos a cuyos parientes fusilaron por rojos puedan, al fin, hacer lo que hicieron otros en los años cuarenta: honrar los huesos de sus muertos. Otra, que se falsee la Historia para reventar al adversario político de ahora mismo, suplantando la realidad con camelos como aquel grotesco Libertarias que rodó hace años Vicente Aranda, poblado de angelicales milicianos. Por ejemplo.

Así que ya está bien de mezclar churras con merinas. Tengo verdaderas ganas de oír, en boca de estos cantamañanas aficionados no a desenterrar muertos, sino rencores, que el franquismo sometió a España a una represión brutal, cierto; pero que, de haber ganado la República, sus fosas comunes también habrían sido numerosas. Que ya lo fueron, por cierto, aunque ahora se cargue todo en la ambigua cuenta de los incontrolados. Y no digamos si hubieran vencido los tipos duros del partido comunista, entonces férreamente sujeto al padrecito Stalin; pregúntenselo a don Santiago Carrillo, que de ajustes de cuentas con derechas e izquierdas sabe un rato. Y en cuanto a los nacionalismos radicales –esos miserables paletos que tanta manteca han sacado de la guerra civil, y la siguen sacado–, sería útil recordarles que al presidente Companys, por ejemplo, cualquier gobierno izquierdista fuerte y consecuente lo habría fusilado también, acabada la guerra, por traidor a la República, a la Constitución y al Estatuto. Y del pueblo vasco que acudió a defender la libertad, curas incluidos, como un solo gudari y como una sola gudara, podemos hablar despacio otro día, porque hoy se me acaba la página. Incluidos los tercios de requetés donde se alistaron de abuelos a nietos apellidados Iturriaga, Onaindía, Beascoechea, Elejabeitia, Orueta o Zubiría; a quienes ni siquiera Javier Arzalluz –la jubilación más aplaudida de la historia reciente de España– podría llamar españoles maketos de mierda. »








Gracias Arturo y Salva.


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