Foro sobre Arturo Pérez-Reverte
Un lugar de encuentro donde "discutir" sobre la obra del escritor Arturo Pérez Reverte

Burnel escribió el día 15/11/2010 a las 14:13
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Siempre hubo clases y clases: sobre la enanita del jardín, el Sahara y twitter
¿Por qué Maria Antonia dijo lo que dijo en la Noria sobre Territorio?

APR: Porque no le gustó nada el libro. Estaba muy mal acostumbrada. No le complacían los gamberretes incontrolados.

:-)))))


Gamberrete incontrolado: una buena y educada autodefinición para no caer en la misma miserable demagogia de la propia enanita del bosque. Ponerse a su altura (poquísima altura, por cierto), no hubiera sido digno de él.

¡¡Un petisú pal Maestro!!!


Otra perla:



Don Arturo, que pensaria su amigo Gil Galindo si viese la bochornosa actuacion del Gobierno en el Sahara?

APR: Lloraría con lágrimas nobles. Yo lo vi llorar (escribí sobre eso) la Nochebuena de 1975, en El Aaiún.



Será bonito recordarlo, ¿verdad...?, con la que está cayendo




UNA FOTO EN LA FRONTERA

Guardo entre mis papeles una vieja portada del diario ABC. Se trata de una foto hecha en el Sáhara el 5 de noviembre de 1975, víspera de la Marcha Verde. En la foto, tomada a través de las alambradas de la frontera norte, cerca de Tah, se ve un Land Rover con varios soldados encima. «Miembros de la Policía Territorial del Ejército español patrullan la zona fronteriza», dice el pie. La imagen es un poco borrosa por el efecto del sol en el desierto, y la distancia. En la parte trasera del vehículo, un territorial salta fusil en mano y otro mira a lo lejos, hacia el fotógrafo que, desde el lado marroquí, toma aquella foto con teleobjetivo. Esa portada la conservo porque el soldado que mira hacia las alambradas no es un soldado: soy yo con veintitrés años, vestido con el uniforme que mis amigos de la Territorial me prestaban para que pudiera acompañarlos camuflado en sus patrullas, sin que el cuartel general de El Aaiún, que tenía prohibido a los reporteros el acceso a esa parte de la frontera, se enterase de nada. Pronto supimos que el control de periodistas no era simple rutina. Por órdenes del Gobierno –a Franco le quedaban dos semanas de vida– se había montado aquel paripé fronterizo, los campos de minas y demás, para justificar la entrega del Sáhara a Marruecos. No querían testigos rondando cerca. Algunos lo hicimos, pese a todo, contándolo todo lo mejor que pudimos y nos dejaron. Gracias, entre otras cosas, a aquel uniforme prestado por los territoriales, cuyo elzam –el turbante de tela color arena– todavía conservo treinta y dos años después, cuidadosamente doblado en un cajón.

Hoy quiero hablarles de un tipo corpulento que aparece de espaldas en esa portada del ABC, sentado junto al conductor del Land Rover. Se llamaba Diego Gil Galindo y era capitán de la Policía Territorial del Sáhara. También era uno de mis héroes. Después de algunos problemas que tuve con las autoridades militares locales, que no podían expulsarme pero sí quitarme el alojamiento oficial y otras facilidades operativas, él y sus compañeros me habían adoptado como quien se hace cargo de un perro abandonado. Por ese tiempo vivía clandestinamente en su cuartel, salía de patrulla con ellos y trasmitía mis crónicas a hurtadillas, por el teléfono del bar de oficiales. Todos cuidaron de mí hasta el final, correspondiendo generosos a una estrecha relación fraguada desde el primer día en que, joven reportero del diario Pueblo, aterricé en El Aaiún. Durante nueve meses ellos fueron mis amigos, mis padres y mis hermanos; y a su lealtad debo exclusivas en primera página, experiencias intensas y episodios singulares; alguno de los cuales, fiel a las reglas, no publiqué jamás. Eso incluyó desde incursiones clandestinas en Marruecos –esas playas con marea baja a la luz de la luna– a historias personales, como la noche en que el teniente Albaladejo, un tipo duro de los de toda la vida, le partió la cara a un canario borracho cuando éste quiso apuñalarme en el cabaret El Oasis mientras yo me defendía torpemente, acorralado contra la pared, con una cazadora enrollada en el brazo izquierdo. También incluyó las lágrimas del capitán Gil Galindo –aquel hombretón de casi dos metros lloraba desconsolado, como una criatura– la última vez que recorrimos El Aaiún, entregado a las tropas marroquíes, mientras él repetía, una y otra vez: «Qué vergüenza, gollete –siempre me llamaba gollete, niño, en hassanía–... Qué vergüenza».

Diego Gil Galindo murió hace unos días. Me llamó su hija para decírmelo. Estando en las últimas quiso que telefonearan a sus amigos para desearles Feliz Navidad. Entre ellos incluyó mi nombre, aunque en treinta y dos años sólo habíamos vuelto a vernos una vez, durante apenas cinco minutos de agridulce nostalgia de aquel Sáhara que tanto amamos y que ya no existe. Cuando hace unos días recibí el mensaje, el antiguo capitán de la Territorial ya había muerto. Me contó su hija que supo irse como había vivido: mirando el último salto cara a cara, estoico, sereno, con los redaños donde siempre los tuvo: en su sitio. Que un cura fue a verlo, y al terminar Diego le dijo: «¿Ya estoy listo para irme, padre?», y luego fue a Dios callado y humilde, como buen soldado. Él creía en esas cosas, así que deseo que haya llegado a donde quería: a esa orilla donde sólo llegan los hombres valientes. Espero que ahora esté en el bar de oficiales de allí, apoyado en la barra con los viejos camaradas: López Huertas, Fernando Labajos y los otros. Los muertos y los que morirán. Y que, cuando todos se hayan reunido de nuevo, salgan a nomadear por la Eternidad, bajo la Cruz del Sur, recorriendo los grandes desiertos sin fronteras. Ojalá también esta vez me reserven un elzam, una manta y un sitio en el Land Rover.

El Semanal 13 de enero de 2008



AQUELLA NAVIDAD DEL 75

Estaba el arriba firmante el otro dia en Sevilla, presentando un libro, cuando en mitad del trajín se acercó a la mesa un tipo grande, cincuentón largo, con una portada de ABC vieja de veinte años. -¿Sabes quienes son éstos?
Miré la foto. Un Land Rover en el desierto, junto a una alambrada. Soldados con turbantes y cetmes. Un militar fornido, en quién reconocí a mi interlocutor. A su lado, un joven flaco con el pelo muy corto, gafas siroqueras, ropa civil y cámaras fotográficas colgadas al cuello. El titular decía: «Tropas españolas patrullan la frontera del Sahara Occidental». Cuando terminó el acto y fui en busca de mi visitante, éste se había ido. Lamenté no poder darle un abrazo. No sé qué graduación tendrá ahora, pero en aquella foto era capitán. Se llamaba Diego Gil Galindo, y durante casi un año compartimos tabaco, arena del desierto y copas en el cabaret de Pepe el Bolígrafo, en el Aaiún, cuando éramos jóvenes y él creía en la bandera y en el honor de las armas, y yo creía los Reyes Magos y en la virginidad de las madres. Y tal día como hay, víspera de Navidad, hace exactamente veinte años, a Diego Gil Galindo lo vi llorar.
Ahora, con esto de la Transición, y el Centinela de Occidente dos décadas criando malvas, y la peña en plan nostalgia, voy y caigo en la cuenta de que me perdí todo eso. De la muerte del Invicto me enteré tres días después, cuando el grupo de guerrilleros polisarios a quienes acompañaba atacó un convoy marroquí cerca de Mahbes, y entre los efectos personales de los muertos –también les quité el tabaco y dátiles- había una radio de pilas. Y luego vine aquí una semana, y me fui a Argel el 3 de enero del 76, y de allí al Líbano, que empezaba entonces. Y cuando entre unas cosas y otras regresé a España, resulta que esto era una monarquía y a la gallina de la bandera le habían retorcido el pescuezo. Quizá por eso siempre me sentí un poco al margen de la película.
En realidad, mi transición personal tuvo lugar en el Sáhara aquella vispera de Navidad de 1975, cuando el todavía gobierno Arias Navarro entregó a los saharauis atados de pies y manos a las fuerzas reales marroquíes. Cuando el ejército español abandonó el territorio de puntillas y con la cabeza baja, mientras los soldados indígenas de Territoriales y Nómadas, desarmados y traicionados, vistiendo todavía nuestro uniforme, huían por el desierto hacia Tinduf, para seguir luchando (ese mismo Tinduf al que iría después Felipe Gonzalez a hacerse fotos polisarias, hasta que fue presidente y le dio el ataque de amnesia).
Esa última noche, víspera de Navidad, cuando el director de mi periódico –Pueblo- cedió a la presión de Presidencia del Gobierno y me ordenó salir del Sáhara con las tropas españolas, la pasé en el bar de oficiales de un cuartel desmantelado, mientras los archivos ardían en el patio y los soldados del general Dlimi se apoderaban de El Aaiún. Algunos de los militares que me acompañaban ya están muertos. Pero guardo su amistad bronca y generosa, hecha de cielos limpios llenos de estrellas, nomadeando bajo la Cruz del Sur: viento siroco, combates en la frontera, agua de fuego, chicas de cabaret, infiltraciones nocturnas en Marruecos…Sin embargo, lo que en este momento veo son su ojos tristes aquella última noche, su amargura de soldados vencidos sin pegar un tiro. Atormentados por su palabra de honor incumplida, por sus tropas indígenas engañadas y por aquella inmensa vergüenza de cómplices pasivos que les hacía inclinar la cabeza. Y también recuerdo la concienzuda borrachera en que nos fuimos sumiendo uno tras otro, y mi desilusión al verlos de pronto tan humanos como yo, infelices peones de la política, víctimas de sus sueños rotos. Compréndanlo: yo tenía veintipocos años y ellos había sido mis héroes.
También me acuerdo de aquella noche que llovió sobre el Aaiún. A veces se oía un tiro aislado hacia Jatarrambla, o los motores de las patrullas marroquíes que llevaban saharauis detenidos. Veo el llanto infantil del teniente coronel López Huerta, la fría y oscura colera del comandante Labajos, la sombría resignación del capitán Yoyo Sandino. Y recuerdo a Diego Gil Galindo, la enorme espalda contra la pared de la que colgaban trofeos de combates olvidados que ya a nadie importaban, con lágrimas en la cara, mirándome mientras murmuraba: «Qué vergüenza, Niño. Qué vergüenza ».
Así fue mi última Navidad en el Sáhara, hace veinte años. La noche que murieron mis héroes, y me hice adulto.

EL SEMANAL - 24 de diciembre de 1995


Saludos!!


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