Sueño mortal o
el canto de las sirenas







Había una fiesta esa noche. Nos habíamos reunido un pequeño grupo de amigos para pasar un fin de semana juntos y queríamos hacer algo especial. En principio nosotros solos nos bastábamos, pero también habíamos corrido la voz y esperábamos que llegase más gente a la caída de la tarde.

Nos habían dejado una pequeña casa en el campo, justo al lado de un lago, y casi frente a la casa entraba en el agua un curioso pasillo de maderas que iba asomando y desapareciendo a intervalos caprichosos.
No sé quién tuvo el detalle de cedernos el lugar, quizá el amigo de un amigo, o tal vez unos tíos o familiares de alguien, pero a mí me daba la sensación de que el dueño era uno de esos tipos que se había querido construir una cabaña para alejarse del mundanal ruido; uno de esos sitios que te montas lo mismo para pasar un fin de semana romántico al lado de un amor ocasional que para quemar adrenalina cortando leña.

El caso es que no faltaba nada de lo imprescindible para que una se sintiera cómoda, el interior resultaba funcional y el exterior acompañaba. Se había nublado al final de la mañana pero la temperatura era agradable y se respiraba un ambiente apacible.

A mí me había tocado, junto con dos de los amigos, la tarea de preparar la bebida de combate para la fiesta, la mezcla. Los miembros del grupo allí reunido, casi habíamos ido creciendo juntos a base de colegios y vecindades y ésta no era nuestra primera fiesta, así que teníamos nuestras preferencias a la hora de preparar una. Y en eso andaba yo, intentando dejar zanjada la cuestión de los ingredientes para ponernos manos a la obra.
La bebida en cuestión llevaría una mezcla de licores, que tarde o temprano todo el mundo probaría ya que iba a ser servida en unos pequeños y alargados vasos tentadores. Había que esmerarse. Uno de los ingredientes era primordial, el que permitiría que los demás se diluyesen, se mezclasen entre sí convirtiéndose en uno nuevo. Era el agua.

Pero no se podía utilizar cualquier agua. La fiesta era especial, la bebida iba a ser especial y el agua tenía que ser agua especial, pues era la base del éxito de la mezcla. Teníamos que encontrar agua en su estado puro, agua de manantial. Se lo comenté a Alberto.

Me miró algo sorprendido, a la vez que Carlos decidía que mientras nosotros buscábamos el agua, la fuente o el camión cisterna, él se encargaría del resto de los líquidos. Alberto pareció encontrar algo de razonamiento lógico en mi exposición y decidió que la solución la teníamos delante, en el lago.
Según él, era sabido que el agua del lago tenía propiedades. No supo explicarme bien cuáles pero las tenía. Los lugareños hablaban del agua del lago como si encerrase algún tipo de misterio, o tal vez se tratara de alguna leyenda, pero estaba claro que todos los comentarios al respecto eran favorables. Además les había oído decir que sus propiedades y pureza aumentaban a medida que uno se adentraba en el lago y se acercaba a su centro, donde las orillas quedaban más alejadas y de donde partía la vida del mismo. Allí el agua era completamente cristalina.

Yo llegué a la conclusión de que Alberto habría estado charlando sobre pesca con alguno de los locales, ya que había visto por la mañana un par de botes en el interior del lago con alguien pescando, y que a lo mejor había alguna parte en concreto donde era más fácil cobrarse las piezas. También podría existir algún tipo de manantial que fluía desde el subsuelo, aunque me parecía que sólo uno no podía haber formado aquel lago. No sabía si Alberto se estaba divirtiendo a mi costa, simplemente dejando volar su fantasía, o ideando algún tipo de juego como cuando éramos pequeños. El caso es que, se lo estuviese o no inventando, el lago no era tan grande, todavía era temprano y a mí no me pareció mal subirnos a un bote que estaba en la orilla y parecía pertenecer a la casa. Decidimos ir en busca de recipientes para contener el agua y darnos un paseo en bote. Él cogió los remos.

Sin prisa nos fuimos adentrando en el lago. La orilla se iba alejando poco a poco hasta que nos acercamos bastante a un supuesto círculo central; ahora resultaba más difícil calcular a partir de qué punto estaríamos sobre el centro del lago. La casa se veía lejana, casi diminuta, y Alberto dejaba los remos descansando un poco los brazos. Las referencias de tierra ya no nos servían de mucho porque el lago no era exactamente circular pero si no habíamos llegado nos faltaba poco.

Alberto me miró, miró el agua a nuestro lado, luego echó un vistazo a su alrededor y volvió a mirarme inquisitivamente, como preguntándome si ése era un buen sitio. Se había cansado de remar, estaba claro. Apoyó definitivamente los remos, relajó su postura y pareció quererme dar a entender que se tomaba un descanso antes de continuar. Yo iba a ofrecerme a tomar el relevo cuando su mirada cambió, haciéndose más risueña y, al parar el chapoteo de los remos sobre el agua, nos rodeó el silencio. Ambos fuimos conscientes de ello a la vez.

Nos quedamos callados, vigilantes, como no queriendo entorpecer el ir y venir del aire en calma, el lento movimiento del agua que nos mecía, las notas invisibles de un ritmo que acompasaba su latido a los nuestros. Parecía que el tiempo cobraba otra textura.

Repentinamente Alberto empezó a hurgar entre los recipientes que habíamos llevado con nosotros y en su mano apareció un vaso de plástico, de los que se usan en las fiestas. Alargó el brazo, se inclinó ligeramente y lo llenó de agua. Me pareció que le había entrado sed después del esfuerzo físico porque sin mediar palabra se disponía a beber del vaso. A mí aquello me alarmó de forma instintiva, algo me decía que no era buena idea beberse el agua. Entonces le hablé, le dije que no podía beber el agua, que si la tomaba querría más y no podría romper el círculo; palabras que yo sentía como ciertas aun cuando no las hubiera pensado, porque salieron así, sin más.

No me hizo ni puñetero caso, se llevó el vaso a los labios y bebió. Yo, desconcertada, lo observaba con atención por ver si realmente aquello que yo había dicho tenía algún sentido, preguntándome de nuevo si no era yo misma esta vez quien seguía jugando al juego de ir a buscar agua al centro del lago misterioso.

No noté cambio en él sino en mí. Una sed furiosa me asaltó. Él seguía allí, frente a mí y tan tranquilo, mirándome pacíficamente. Sin pensármelo dos veces tomé el vaso, lo llené y bebí. Sentía la necesidad de saciarme de agua. Cuando hube terminado, la necesidad de agua se multiplicó infinitamente. Ya no era suficiente la bebida; me quedé mirando el agua, que me invitaba a unirme a ella con su movimiento sinuoso, susurrándome su ritmo. Sabía, como lo había sabido antes, que no debía dejarme llevar por ella. Mi instinto seguía dándome la voz de alarma pero desoyéndolo me zambullí.

Las burbujas me hicieron cosquillas. El agua jugaba conmigo. Estando sumergida, rodeada por completo de agua, me sentía ingrávida y alegre. Me transmitía una sensación primitiva, el calor de la seguridad de un líquido materno. Me movía en su interior sintiéndome acariciada, como acaricia la brisa nocturna en una noche de verano, trayendo con ella aromas de azahar, de jazmín; aire de otros lugares más allá del mar que han recorrido un camino largo y llegan a ti para rozarte las mejillas, haciendo evocar otros momentos y otras vidas durante una centésima de segundo, pero que quedan fijados en el alma.

Miré hacia la superficie, era el momento de subir y respirar, me dije. Entonces, como si ya la naturaleza del agua hubiese entrado en mí y yo en ella y el pensamiento hubiese surgido de una sola, me envolvió con más fuerza y se mezcló conmigo.

Sentí pasar por mí el agua de la lluvia, de las fuentes, de los ríos, la que corre subterránea o se queda parada el tiempo suficiente para dar vida. El agua que está en la tierra haciendo germinar las semillas, la que beben los árboles. Pequeñas gotas de agua e ingentes masas de agua cuya fuerza era colosal.

Sabía que no podía rechazar aquella cantidad de vida, aún siendo consciente de que lo que realmente me estaba pasando era la muerte; pero yo no sentía eso, sino fluir. Sentía la vida de lo vivo, de todo lo que nace y crece mezclado en el agua con el agua, con la tierra, con el aire. El mar, donde se mezclan todas las vidas y todas las aguas. Y me diluí.

A la mañana siguiente desperté en mi cama, en mi habitación. Tardé en comprender que había sido un sueño. Pero también un regalo.
 
 
 

Layla, Mayo de 2001.