Polígono: el último pirata
del Mare Nostrum



    Permitidme que me presente: mi nombre es Polígono y soy un pirata. Mañana moriré, pero se me ha pedido que cuente mi historia, y ¡por los dioses, pienso que es digna de ser escuchada!.

    Supongo que tú tendrás un nombre romano, de esos tipo Cayo-lo-que-sea. No me importa. ¿Qué eres un esclavo?. Me da igual. Supongo que al fin y al cabo trabajas para un romano, y el resultado es el mismo. Pero no quiero hablar de ti. No eres siquiera un romano digno de mi atención, así que prescindiré siquiera de mirarte. Puedes tomar nota de mis palabras, o inventártelas, tampoco me importa demasiado. ¡Enviar a un esclavo...!

    En fin... Comenzaré desde el principio. Mi lugar de nacimiento no es importante, como tampoco el nombre de mi madre. Posiblemente fuese una ramera del puerto, tampoco sería nada extraño. Mi padre es posible que fuese un mercader, o quizás un remero. Es posible incluso que fuese un pirata, al igual que yo, pero es poco probable. De haber puesto los pies en tierra, casi con total seguridad que hubiese terminado muerto.

    Mi infancia no tuvo ninguna trascendencia. Me crié en el puerto, en las tabernas, en los refugios de ladrones... y terminé entrando en la tripulación de una galera de guerra, como remero y con derecho a parte del botín, cuando apenas si contaría unos diez o doce años. Claro que entre mis muchas otras funciones también se contaba la de mantener limpio el barco, pero como esa también era una tarea compartida por otros miembros de la tripulación, la verdad es que no me importaba demasiado.

    Mi juventud... ¡Ah, esos días no tan lejanos!. Transcurrieron entre un esplendor de joyas y tejidos preciosos. Se podría decir que éramos los dueños de lo que los romanos, con un sentido un poco teatral, y un mucho de arrogancia denominaban “Mare Nostrum”. Al fin y al cabo, siempre éramos nosotros quienes recogíamos el fruto de los esfuerzos ajenos. El mar siempre ha sido cosa de marinos, de pescadores... y de piratas, no de aquellos nobles patricios y sus no menos nobles esposas.

    Obtuve el mando de mi primer barco hace ahora unos cinco o seis años. De la forma usual, claro está. Reté a un combate a muerte al capitán... y le vencí. En cualquier caso, ya era demasiado viejo para este negocio, y últimamente perdía más presas de las que atrapaba. Se podría decir que le hice un favor. Y si no hubiese sido yo, no cabe duda que habría sido retirado mediante el mismo sistema por cualquier otro. Así que siempre es preferible ser el primero

    Tenía, pues, un barco, una tripulación que me respetaba y un refugio perfecto, situado entre Pátara y Mira. En Licia. Un lugar bonito, con unas costas escarpadas, prácticamente todas iguales, y llenas de guaridas de piratas. Desde el mar, todas aquellas ensenadas parecían iguales, y resultaba imposible encontrar una en concreto... o eso creía yo, en aquél entonces.

    La ensenada en la que se encontraba mi refugio contenía una pequeña ciudad, llena de todas las comodidades que nuestra profesión había podido aportar. Incluso esclavos, que permitían que nuestras mujeres y rameras no tuviesen nada que hacer en todo el día, salvo embellecerse para recibirnos.

    ¡Cuántos días y cuántas noches en el mar!. ¡Cuántos barcos asaltados, cuántos rescates pedidos!. ¡Cuántas cosas que han pasado en pocos años!. El placer de perseguir un barco y verlo rendirse, de ver como sus pasajeros suplicaban humildemente por sus vidas, sin saber que muertos no tendrían ningún valor para nosotros, de ver a los orgullosos senadores romanos inclinarse sobre el remo, temiendo la muerte, y de ver cómo sus nobles esposas, esas respetables y serias matronas romanas se ofrecían a nosotros a cambio de sus vidas. Eso, al menos, es lo que querían pensar sus maridos, aunque la verdad, creo que la cosa es muy distinta. Pienso que las damas romanas sentían curiosidad. Ya me habían dicho, y había podido comprobarlo, que tenían costumbre de reunirse con los gladiadores, y con los esclavos más hermosos de otras casas, que se entregaban en ocasiones a los mercaderes de otros países, únicamente por comprobar la diferencia entre ellos y los sosos senadores romanos. Así pues, podría decir que de las múltiples cautivas romanas, no pocas fueron las que acabaron entre mis brazos... o en los de mis hombres, y que repetían una y otra vez que éramos muchísimo mejor que sus maridos

    No había forma de comprobarlo, claro está. Y luego, siempre se encargaban de ir contando que éramos unos malvados, que aprovechábamos nuestra superioridad para obtener sus favores, cuando lo cierto es que en ocasiones se nos lanzaban encima como fieras hambrientas.

    Cosas con éstas nos hacían sentirnos como dioses, dueños de la vida y de la muerte, dueños del mar... Vestíamos como reyes, ya que la piratería no tenía porqué estar reñida con la elegancia. Aunque tampoco faltaba el que apenas si se dignaba a pasarse un poco de agua. En todas las tripulaciones se podían encontrar prácticamente individuos de cualquier tipo, y a veces, las costumbres no eran más que el resultado de la nacionalidad.

    Nuestros días transcurrían siempre al acecho de los barcos que transportaban a nobles romanos, o mercancías. Aunque no siempre estábamos en el mar. Para eso teníamos a nuestros espías, dedicados única y exclusivamente a hacernos saber dónde iban, cuándo partían y qué o quién transportaban. Después, nos apostábamos en su camino, esperando que pasasen, confiados, y una vez sobrepasaban nuestra posición, largábamos la vela, o forzábamos los remos y les dábamos alcance.

    Pero mientras tanto, permanecíamos en nuestro refugio, dedicados a una vida tranquila, disfrutando del fruto de los robos, y esperando las noticias, que siempre, más pronto o más tarde, terminaban por llegar.

    Casi siempre, los barcos se rendían sin lucha... pero no siempre. Y eso, aunque representase una pérdida económica y de tiempo, servía para que algunos de nuestros menos incivilizados camaradas descargasen sus ansias de batalla y tiñesen de rojo las anchas espaldas de Neptuno. Claro está, después de haber perseguido el barco, inclinándonos sobre los remos y ¿qué si remábamos nosotros?, ¿Y quién si no?. No somos tan delicados como vuestros tribunos, que disfrutan de los viajes en galeras movidas por los esclavos, y que si tuviesen que hacerlo ellos no durarían más de unas horas antes de que sus manos comenzasen a sangrar, o se les rompiese la espalda. Para ser un pirata, uno de los nuestros, era preciso demostrar que se tenía la resistencia necesaria, y eso, esclavo, no lo tiene cualquiera...
Me estoy desviando de mi historia. Como te decía, nuestras vidas eran buenas. Muy buenas. Al menos, para mí no existe otra vida mejor. El viento en los cabellos, las manos sobre el timón o el remo, la emoción del acecho, la persecución y caza de un barco... ¡oh, todas esas cosas, unidas al temor en los ojos de los cautivos, el deseo en los ojos de las mujeres y la obtención del botín!. Nunca lo entenderías, esclavo, pero hacen sentirse a un hombre vivo. Casi un dios, como ya te he dicho.

    Desgraciadamente, esas y otras actividades nos hacían tremendamente impopulares. Tanto es así, que Roma envió a Publio Servilio Vatia a solucionar el problema. Y vaya si lo hizo... Derrotó al que los romanos pensaban que era jefe de los piratas, y que no era más que un simple aficionadillo. Una vez que terminó con el reinado, por llamarlo de alguna manera, de Cenicetes, que así se llamaba aquella costra, totalmente indigna de ser considerado pirata, la cosa quedó un poco más tranquila, al menos para los romanos.

    Lo recibieron con honores, y adoptó el nombre de Isáurico, ya que esa era la nacionalidad de los derrotados. ¡Menuda metedura de pata!. Y por cierto, ¿No es ridículo el nombre?. Publio Servilio Vatia Isáurico... es demasiado nombre, a mi parecer, para un individuo de semejante aspecto. Lo ví en el triunfo que celebró: barrigudo, patizambo, calvo y bajito. No hubiese aguantado ni un solo combate. Pero así fueron las cosas en aquél entonces.

    La única cosa que consiguió es que los isáuricos se enfadasen mucho... y como resultado, se enrolasen en las tripulaciones piratas. De acuerdo, Cenicetes era isáurico, y era un pirata, pero no por eso todos los habitantes de allí tenían que serlo. Supongo que es una forma de razonar romana, pero poco inteligente.

    Entre mis hombres hay algunos isáuricos. Creo que se enfadaron por aquella acción, pero nunca les he preguntado. Si les das mujeres, comida, casa y parte del botín, no hay que hacer más preguntas: son felices. Quizás se comporten un poco peor con los prisioneros romanos, pero creo que es algo bastante lógico, por otra parte. Eso sí, nunca han matado a ninguno. Al fin y al cabo, los negocios son los negocios, y un romano muerto no proporcionaba rescate. Digamos que los molestaban un poquito más, y quizás se les iba un poco el cuchillo, o eran demasiado amables con las matronas. Pero nada más. Y las matronas tampoco parecían quejarse demasiado, ja, ja, ja!!!.

    Me estoy despistando recordando los tiempos pasados... debería centrarme un poco en mi historia, ya que se trata de una petición de mi verdugo. Quizás la quiera para contársela a sus nietos. ¿Tiene hijos?. Yo he perdido la cuenta de los míos... por no hablar de los bastardos que habrá en Roma. Bastantes, estoy seguro de ello. ¿Sólo una niña?. Bueno, es joven, fuerte y apasionado. Eso, al menos, decían las mujeres y las rameras de mi ciudad...

    ¡Por Neptuno, nuevamente me estoy desviando de mi historia!. Como ya he dicho, la vida no nos iba tan mal. Y un día recibimos por nuestros espías la noticia de la partida de una galera, con un senador a bordo (veinte talentos de plata como rescate, era la tarifa normal en aquellos días), desde el puerto de Mileto.

    Preparamos nuestras galeras de guerra, aunque no esperábamos entablar combate. Dos, como era lo normal. Una se encargaba de perseguir y la otra de cerrar el paso. Aunque, para ser sincero, últimamente se notaba que los capitanes estaban un poco desmotivados. Se rendían sin lucha y preferían conservar la vida, y que sus familias pagasen el rescate, o ser esclavos si sus familias no lo hacían, antes que morir. Yo también lo habría hecho de haberme sido dada esa opción. No es una cuestión de cobardía... es una simple cuestión de amor a la vida.

    Los senadores, tribunos y demás romanos seguían los consejos que los capitanes les daban. Así, todo salía bien y no había problemas. En cuanto a las damas... bueno, ya he dicho lo que solía ocurrir y no insistiré en ello. No sería de caballeros, y nosotros siempre nos hemos considerado a nosotros mismos como caballeros marinos... o algo similar.

    Nos apostamos en Farmacusa y tan pronto como vimos pasar la galera que nos había sido descrita, desplegamos las velas y salimos a su caza. Dos hermosas galeras de guerra, cargadas con cerca de 300 combatientes armados. Un espectáculo digno de verse, y ¡Por los dioses!, he de reconocer que el capitán de la galera sabía lo que se hacía, aun a pesar de no tener nada que hacer contra la superior velocidad de nuestros navíos. Con las velas largadas, y los remos batiendo las olas, era algo maravilloso.

    Creo que el hortator debió ese día de romper algunos látigos sobre las espaldas de los galeotes. Y si hubieses escuchado el ritmo que marcaba el tambor... debía ser un pez gordo el que iba a bordo, para tomarse tantas molestias en huir. Pero ya he dicho que no tenía nada que hacer, y poco a poco fuimos reduciendo las distancias hasta que pudimos lanzar nuestros garfios de abordaje y detener la huida.

    Cuando abordamos la galera y subí a bordo, me sorprendí al encontrarme con un inesperado saludo de bienvenida. Dicho saludo había sido proferido por el senador que iba a bordo, y por el que nos habíamos tomado tantas molestias. Por supuesto que sabía quien era, ya que mis espías eran los mejores que se podían encontrar en los puertos... pero me ví sorprendido por la tranquilidad que demostraba, ya que, normalmente, mis prisioneros solían estar asustados... o asombrados por nuestro aspecto, que como creo haberte contado, y si no es así, lo hago ahora, era impactante, completamente vestidos con telas lujosas, joyas de oro y piedras preciosas, y ¿qué dices, esclavo?. Sí, ya sé que no lo parece, pero es que ahora, por si no te has dado cuenta, soy un prisionero, y, por lo que sé, los prisioneros no van vestidos de fiesta...

    Bien, como decía, solían quedarse asustados o asombrados. Pero este no. Cayo Julio César, no. El héroe. El ganador de la corona cívica. Alto, rubio e insolentemente hermoso. Tan bello... y tan insolente. No, el no iba a mostrarse asustado o asombrado. Lo primero que hizo tras saludarme fue preguntarme a cuánto ascendía su rescate, y hacerse el ofendido porque opinaba que no era suficiente para él.

    ¡Si será engreído, el niño bonito! ¿Sólo veinte talentos de plata por él, un Julio, de la gens Julia, un patricio descendiente de la diosa Venus, de familia consular y futuro cónsul, poseedor de la corona cívica y merecedor de ovación a su entrada al Senado?. ¡Por todos los dioses, él valía mucho más, el merecía un rescate de cincuenta talentos!.

    Me hizo gracia el niño bonito. Tan seguro, tan arrogante. Me recordaba a mí mismo... si yo hubiese sido romano, claro. No sabía si reírme o tomarlo en serio. Pero algo en su actitud me hizo optar por lo segundo. Y además, para qué negarlo, me pareció bien el rescate. Me interesaba ver cómo se las arreglaría su familia para sacarlo de aquel aprieto.

    Tan pronto como hubimos arreglado los pormenores de cualquier abordaje, consistentes en subir a nuestra galera a los prisioneros y pasar parte de nuestras tripulaciones al barco capturado para que remasen de vuelta al refugio, partimos nuevamente. Tres días después, y sin haber encontrado ninguna patrulla de las que navegaban a la busca y captura de galeras piratas volvimos a casa. Y nuevamente me sorprendió, cuando me comunicó que pensaba quedarse tres esclavos para ayudarle, así como caballos suficientes. Al fin y al cabo, no iba a quedarse sin ningún servicio para depilar su cuerpo, llevar sus libros y a saber qué otras cosas más a que estaría acostumbrado.

    Depilar todo el cuerpo. Imaginé que sería totalmente cierto los rumores que decían que era un afeminado, que había sido amante del rey Nicomedes de Bitinia. Sólo a un degenerado se le ocurriría algo como depilar todo su cuerpo. Es igual, porque lo que me terminó de asombrar es que, además, me ordenó, ¡a mí!, desembarcar sus caballos. Lo hice, pero que quede bien claro que fue porque me hacían gracia sus aires insolentes, la forma de hacerme sentir como si todo aquello fuese una broma entre amigos... y porque, ¡Plutón es testigo!, me cae bien, aun a pesar de que seré crucificado por orden suya.

    Se interesaba por todo lo que veía: por la ciudad en sí misma, por nuestra forma de ocultar los barcos para que no pudiesen ser vistos desde el mar, por las comodidades que teníamos, por las mujeres, por la comida... todo lo preguntaba, todo le intrigaba.

    Descubrí cosas interesantes sobre él. Tenía un atractivo especial, tanto para los hombres como para las mujeres, aunque, en el tiempo que estuvo con nosotros nunca se le vio ninguna tendencia hacia los hombres, fuera de una cordial camaradería. Se repetía hasta la saciedad diciendo que éramos sus enemigos, no sus iguales. Sin embargo, sí que tenía éxito entre las mujeres, aunque nunca se unió a ninguna que tuviera una pareja. ¡Hasta en eso era un remilgado!. Digo que era un remilgado porque hizo que se lavasen todas las mujeres con las que mantuvo relaciones. Cosas de romanos, digo yo.

    ¡Por los dioses, hubiese dado cualquier cosa por haber tenido a alguien así en mi tripulación!. No era un igual, ya que es mucho más inteligente de lo que yo podría haberlo sido nunca. Sin embargo, sentía que podría haber sido un magnífico pirata. Lo cierto es que estoy convencido de que será cualquier cosa que se proponga. Ambición no le falta...

    ¡Y siempre diciéndole a todos mis hombres que, una vez pagado el rescate, volvería y nos haría crucificar a todos!. Lo que nos reíamos con eso... Y a las mujeres y niños los vendería como esclavos, recuperando así el dinero de su rescate. ¡Las mujeres habrían hecho cualquier cosa por él!. Las trataba tan bien... Un auténtico encanto, sí.

    Unos cincuenta días más tarde llegó el rescate. Sentí recibirlo. Sentía que perdía un cautivo como nunca volvería a tener otro. Se despidió de mi recordándome que volvería, porque al fin y al cabo éramos enemigos, y tenía que crucificarnos a todos. Las mujeres lloraron... no hay que olvidar que había sido un amante excepcional, si he de hacer caso a lo que decían.

    Pero volvió. Apenas cinco días después, volvió con galeras y soldados suficientes para capturarnos a todos. Según me dijo, contó todas las calas desde Pátara hasta el refugio. Había escuchado las conversaciones de mis hombres mientras se hacían las negociaciones del rescate en su galera, y había llegado a la conclusión de qué era y qué no era una cala. ¡Si será inteligente!. Únicamente tuvo que contarlas para saber dónde tenía que volver... y nos encontró sin guardias montadas, sin vigías, dormidos y creyéndonos fuera de peligro, con las naves varadas y durmiendo tranquilamente. Tan pronto salió el sol, nos encontramos atados con las mismas cadenas que utilizábamos para mantener a nuestros esclavos controlados.

    Se hizo con un gran botín. Toda una vida de piratería cayó en las manos de César: oro, joyas, telas lujosas, monedas... ¡qué se yo!. Y encima fue honrado, ya que únicamente quiso quedarse la parte que legalmente le correspondía. Además, el dinero procedente de la venta de las mujeres y los niños lo repartió entre las ciudades de Xantos y Pátara, que habían contribuido a pagar su rescate en su mayor parte, porque su familia era acomodada, pero no disponía de suficiente dinero.

    En cuanto a mis hombres y yo mismo... Bueno, aquí estamos, en Pérgamo, esperando que llegue la mañana para ser crucificados. Incluso en eso ha sido puntilloso, el niño bonito. Como no tenía autoridad para ejecutarnos en provincias, nos llevó al gobernador y le pidió permiso para crucificarnos y cumplir la promesa que nos hizo. ¡Por mí no hace falta, si quieres que te diga la verdad!. Pero mucho me temo que así será.

    De todos modos, sé que ha tenido problemas con el gobernador. Éste pretendía vendernos también a nosotros, pero como había prometido crucificarnos y siempre cumple sus promesas (además, nos dio su palabra... ja, ja, ja!), no quedaría bien que no cumpliese lo prometido.

    El gobernador también reclamó su parte del botín, pero este ya estaba bien repartido. Y él no se ha quedado con nada. Apenas unas veinte perlas, si hago caso a los rumores que he oído entre los guardias. Parece ser que Marco Junco piensa quejarse al Senado... pero mucho me temo que no ocurrirá nada con Cayo Julio. Su estrella es demasiado brillante...

    Está amaneciendo ya. He de terminar mi historia, ya que me queda todavía un último trabajo por realizar. Tengo que preparar mi propia cruz, y mucho me temo que no se me dará la posibilidad de morir rápidamente. No me quebrarán las piernas para acelerar ese último tránsito. Espero que me pongan cara al mar, porque ya que he de morir, quiero hacerlo con la vista clavada en lo que considero mi verdadero hogar, con el sol en el rostro, el viento en el pelo, las gaviotas volando sobre mí y la madera en contacto con mis manos.

    Aunque esta vez no se tratará de un timón, ni de un remo...

    No me importa morir. He vivido bien y creo que quizás algún dios de los infiernos necesite una buena tripulación para la Estigia. Espero no haber contado mi historia de una forma demasiado aburrida. Si fuese así, ¿querrás tú cambiarla, y adaptarla al gusto de los romanos, si no es una petición demasiado grande?. La verdad, me gustaría que los hijos o los nietos del niño bonito, o de quienquiera que sea que la lea, o la represente en el teatro, tenga un poco de piedad conmigo y no deforme demasiado mi imagen, o mi nombre... Al fin y al cabo, es lo único que sobrevivirá de mí...

    Ya ves, los hombres recordarán a Cayo Julio César, recordarán que fue secuestrado por piratas, y que hizo un escarmiento ejemplar. Recordarán mi nombre, que será unido al suyo para la eternidad, y sin embargo, no se acordarán de ti, un simple esclavo. Aunque quizás sea lo mejor. Quizás.

    Es la hora. No tengo miedo. Veo las stipes clavadas en la tierra y a algunos de mis hombres ya suspendidos. Son buenos hombres. No gritan, no suplican. Creo que Plutón podrá contar con una tripulación magnífica. Iré a reunirme con ellos. Al fin y al cabo, necesitan a Polígono. Necesitan a su capitan...
 
 
 

Loli Molina, Abril de 2001.