Un tipo sin suerte



     Soy un tipo sin suerte. Aparentemente, lo tengo todo: soy joven, mi novia está para comérsela, mis padres son ricos y me va bastante bien en mi carrera. Cuando termine empresariales, entraré a trabajar en la empresa de mi padre cobrando una pasta gansa. Sin embargo, como muchas personas que lo tienen casi todo, hay momentos en los que pienso demasiado en lo que no tengo; resulta cruel que los hombres nunca tengamos suficiente.

     Ayer por la mañana fue uno de esos momentos: nada más levantarme, me dí cuenta de lo rutinario de mi existencia; todo está tan planificado que da asco. Me levanto para ir a unas clases que, en el mejor de los casos, ignoraré cortésmente (y es que la universidad privada tiene ciertas ventajas), para entrar cuando acabe la carrera como directivo en la empresa de papel higiénico "Rocavíllez SA", donde me ocuparé que la relación espesor del papel/índice de ventas no se salga de los baremos establecidos. Y entonces me casaré con mi preciosa novia, que aparte de ser una estrecha de mucho cuidado no es más tonta porque no se lo propone, tendré unos cuantos hijos a quienes criaré a mi imagen y semejanza, esto es, unos niñatos a los que no aguantará ni su padre; que, para más inri, seré yo... al menos, eso espero.

     Estuve martirizándome con estos pensamientos durante la ducha, el desayuno, y el viaje a toda pastilla hasta la facultad en mi flamante coche (es increíble lo que corren estos GTI) cuando, de repente, se me ocurrió la única posibilidad de escapar de mi destino: como no tengo lo que hay que tener (fundamentalmente, ganas de trabajar) como para escoger mi propio camino, sencillamente me quedaré a la mitad. Aceleré mi coche hasta ponerme a casi 195 por la autopista; los coches me pitaban y se apartaban, asustados, al ver cómo iba yo. Y cuando llegué a lo más alto de la cuesta de la fanega y media, en vez de girar en la curva como estaba mandado, rompí la barrera de protección y salté al abismo gritando ¡Banzaiiii!, que es un grito de guerra de los antiguos indios apaches, me parece. entonces ví que tras un pequeño terraplén, el verdadero barranco empezaba cien metros más allá de la barrera y que en medio había unos cuantos pinos centenarios contra los que iba a estrellarme!. Es el colmo, pensé, ni siquiera para suicidarme me salen bien las cosas.

     Naturalmente, no morí, como podeis imaginar (si no, quién os estaría contando esto): entre el airbag, el maldito cinturón de seguridad que ni siquiera había tenido la precaución de quitarme (chapuzas hasta para esto, insisto) y que-se-yo de estructuras reforzadas con titanio revenido, o algo así, salvé la vida y salí del accidente con fracturas de brazos y piernas: mi hermoso cuellecito ni siquiera recibió un rasguño.

     Naturalmente, la versión oficial habló de accidente: el snob de mi padre no hubiera tolerado la humillación de tener un hijo suicida, con lo plebeyo que eso queda (el hecho de que mi bisabuelo fuera pastor de cabras en Soria es nuestro pequeño secreto). Tras dos meses de escayolas y otro de rehabilitación, he vuelto a mi rutinaria vida, salvo que ya no conduzco mi coche: mi padre me ha asignado un chófer de la empresa "por si acaso", cortándome así la retirada.

     De modo que estoy atrapado en esta insoportable vida sin capacidad ni voluntad suficientes para escapar.

     Definitivamente, soy un hombre sin suerte.
 
 
 

A. Nónimo, Abril de 2001.