“Siempre desconfío de quienes dicen no tener obsesiones”

 

Jueves, 9  de Mayo  de 2013

 

SILVINA FRIERA

 

Un buscavidas de buenos modales, argentino hijo de un asturiano, que sobrevive seduciendo mujeres en un transatlántico, es el protagonista de la novela que al escritor español le surgió de los tangos que cantaba su padre y del recuerdo de su madre sacándose un guante

 

 

“Yo adivino el parpadeo de las luces que a lo lejos van marcando mi retorno...” En otro tiempo, en Cartagena, ciudad al sureste de la península ibérica junto al mar Mediterráneo, un hombre alto y elegante cantaba “Volver”, uno de sus tangos preferidos, cuando se afeitaba por las mañanas. Su hijo contemplaba la escena y oía anonadado frases como “la frente marchita”. O “sola, fané y descangayada” –¿de qué se trataría ese comienzo?–, si el padre cambiaba el repertorio y arremetía con “Esta noche me emborracho”. Muchas letras corrieron por el río de esas vidas. La genealogía del “bailarín mundano” Max Costa, el protagonista argentino de la última novela de Arturo Pérez-Reverte, El tango de la Guardia Vieja (Alfaguara), criatura de linaje arltiano, emerge de las sombras errantes de ese recuerdo. “Tengo 61 años, llevo leyendo desde los 7 –dice el escritor español en la entrevista con Página/12–. A mí no me han contado la vida. He pasado veinte años como reportero, he estado en sitios desagradables. Tengo arrugas en la cara y canas en el pelo. Y todo eso se convierte en literatura. Uno trabaja con lo que tiene en la memoria, con lo que ha vivido y leído. Yo escribo con mi vida. En mis novelas hay un mundo complejo porque he tenido una vida compleja. Y con esa vida escribo novelas. Yo no tengo el problema de la página en blanco. Mi problema es la falta de tiempo. Tengo un montón de historias en lista de espera y van saliendo poco a poco.”

 

Si veinte años no es nada, veintidós –lo que le llevó escribir El tango de la Guardia Vieja, ambiciosa novela de 490 páginas que presentará este sábado en la Feria el Libro– es apenas un poco más que nada. Max Costa –hijo de un inmigrante asturiano con la derrota tatuada en la frente– es un buscavidas con modales envidiables, un ladrón refinado que sobrevive bailando en transatlánticos, seduciendo a mujeres con dinero y cometiendo “pequeños” hurtos y estafas de diversos calibres. “Era tal la elegancia con que sabía encender un cigarrillo, anudarse la corbata o lucir los puños bien planchados de una camisa, que la policía nunca se atrevió a detenerlo si no era con las manos en la masa”, cuenta el narrador. La historia arranca en noviembre de 1928, en el momento en que “el bailarín mundano” conoce en el transatlántico Cap Polonio a Armando de Troeye, un compositor que viaja rumbo a Buenos Aires para componer un tango, junto a su mujer, Mercedes Inzunza (Mecha). La narración alterna tres tiempos y espacios geográficos: el romance inevitable entre Max y Mecha en Buenos Aires, el reencuentro en Niza (Francia), en 1937, y, finalmente, la madurez en Sorrento (Italia), en 1966. Mecha tiene un hijo ajedrecista que aspira a convertirse en campeón mundial y Max –“en la playa absurda donde la resaca de la vida lo arrojó tras el naufragio final”– sobrevive como chofer.

 

–¿Por qué el tango y el ajedrez aparecen profundamente imbricados?

–El tango es ajedrez también. Siempre he pensado que el ajedrez, que para mí es la disciplina maestra, casi una religión, simboliza todo. Vale para el amor, para la guerra, para el trabajo y las relaciones sociales. El de Max y Mecha no es un amor de tipo sentimental. Es un amor de tipo físico, más carnal, vinculado con la presencia. Es un amor hecho de movimientos, de acercamientos y alejamientos, y eso tiene mucho que ver con el ajedrez. Y con el tango. He pasado muchas horas en Buenos Aires mirando bailar tango. Al ver moverse a hombres y mujeres y el trazado sobre el suelo, me di cuenta de que el tango es ajedrez. He oído miles de tangos. Y he leído otra vez a mi escritor argentino favorito, Roberto Arlt, que es realmente un tango.

 

–¿Fue deliberado que en una primera instancia sea Max el gran manipulador hasta que en un momento el eje se desplaza hacia Mercedes?

–Sí, es una buena apreciación. Es deliberado porque es como el tango. Uno cree que es el hombre el que está mandando y cuando se fija bien se da cuenta de que es la mujer la que está tejiendo la telaraña alrededor del hombre. Lo que dices es exactamente lo que yo quería hacer: presento a Max como un seductor y después resulta que está en el centro de una telaraña demasiado compleja.

 

–Max es un personaje con misterio; muchos aspectos que cuenta sobre su vida no resultan fiables. ¿Qué opina usted?

–Lo que Max dice de su vida no es fiable.

 

–¿Es cierto que fue legionario?

–Sí, eso es cierto. Hay gente a la que se le ve la biografía en la forma de mirar. Hay estragos que sólo la guerra puede causar, hay inocencias que desaparecen. Si Max fue soldado en la España del año 21, le quita todo patriotismo. Lo de Africa fue un desastre, una canallada política. Max es un tipo que no tiene lealtades patrióticas. La guerra en Marruecos era perfecta para que Max perdiese la inocencia. Por eso es un personaje indiferente a cualquier tipo de causa.

 

–Esa indiferencia queda clara en Niza, cuando le da lo mismo trabajar para los fascistas italianos o los republicanos.

–He conocido mucha gente así. He pasado la mitad de mi vida en países en guerra. Y la mayor parte de la gente lo que quería era que terminase todo de una vez y seguir viviendo. La indiferencia de Max es estoica. Pero no es un estoicismo culto. No le viene de haber leído a los estoicos o a Séneca. La vida le ha ido demostrando, desde muy joven, que no hay causas que merezcan la pena. Max es un hombre descolgado a quien ese mundo no tiene ninguna idea que ofrecerle.

 

–Cuando recuerda a su padre asturiano, Max dice que fue “un hombre con mala suerte, de esos que nacen con la marca de la derrota y nunca logra quitársela de encima”. ¿El hijo no escapa a esa ley?

–No escapa, es cierto. Max sabe que el fracaso llega al final. Por eso es tan importante que sea argentino. Max sólo podía ser argentino por la manera de ver el mundo, por su trayectoria vital, por su despojo ideológico, por su desarraigo. Un español habría tenido una visceralidad mayor, impulsos diferentes a los de Max. La argentinidad, que es muy peligrosa para muchas cosas, también consuela de muchas otras. Permite montarte un mundo quizá no siempre real, un refugio analgésico adecuado para sobrevivir.

 

–Los personajes femeninos están trabajados por contraste. Hay una mujer que traiciona, Irina, que les vende información a los rusos; Mecha, en cambio, nunca denuncia a Max...

–Ojo: Irina no traiciona, ella está jugando su propio ajedrez. Todos luchamos y morimos solos. La compañía es un espejismo. Eso de que el ser humano está acompañado es mentira. Una mujer tiene una experiencia mucho más larga e intensa que el hombre en pelear sola. Lo que en un hombre podría ser deslealtad en una mujer es otra cosa. Por eso es tan complejo juzgar a una mujer. No es verdad que seamos iguales; la mujer responde a mecanismos mucho más complejos. El hombre es un reloj de cuarzo; la mujer es un reloj de ruedecillas que requiere de una ingeniería minuciosa. Y eso hace que la traición de Irina sea mucho más difícil de condenar que si Max traicionara.

 

–En un momento de la novela se afirma que la peor obsesión de un ajedrecista es la partida aplazada. Para un novelista, ¿una novela aplazada, que no termina de escribir, se convierte también en la peor obsesión?

–Un novelista es una obsesión andante (risas). He tardado mucho en escribir esta novela porque la empecé demasiado joven y me di cuenta de que no funcionaba. Que me faltaba perspectiva, conocimiento de los personajes y sus conflictos. Entonces tuve la prudencia profesional de decir “cuando puedas, la harás”. Un novelista es alguien que camina por la vida con una mochila llena de obsesiones. Tengo la impresión de que la gente que no tiene obsesiones carece de estímulos. Una obsesión es un estímulo que te obliga a estar vivo. Siempre desconfío de aquellos que dicen no tener obsesiones: o mienten o son estúpidos.

 

–En las primeras páginas de la novela, en la parte de la excursión arrabalera por Barracas, aparece sutilmente una crítica al esnobismo de las clases adineradas que se meten en los bajos fondos para luego ufanarse por haber estado en un lugar peligroso.

–Esa atracción snob por lo peligroso existe todavía. Pero no es una crítica. No estoy criticando a esa clase social, estoy describiendo sus costumbres. Le pongo un ejemplo más radical que el de la novela. Fui reportero de guerra durante veintiún años, estuve cuatro en Sarajevo. Y recuerdo a varios amigos que iban a Sarajevo unos días y me pedían: “Oye, llévanos a un lugar peligroso”. Yo los llevaba a su lugar peligroso y notaba que estaban excitados por el episodio “casi” turístico que estaban viviendo.

 

–Uno de los temas de la novela es la paternidad, pero queda en penumbras, ¿no?

–Hay lectores que todavía no saben si Max es el padre real o no.

 

–Mercedes es un personaje ambiguo. No se sabe si lo de la paternidad es una estrategia para movilizar a Max, ¿no?

–Puede ser, queda en un territorio ambiguo. Esta novela, paradójicamente, está llena de precisiones en cuanto a la moda, la ropa, los perfumes. Sin embargo es muy ambigua en los sentimientos. ¿Se aman de verdad? ¿Es el hijo de él o no? Una novela, desde el policial más elemental hasta la novela más compleja de Thomas Mann, debe dejar un montón de territorios ambiguos donde el lector tiene que moverse; un espacio vacío que tiene que completar con sus intuiciones.

 

–Si hubiera que resumir metafóricamente El tango de la Guardia Vieja, empieza con un guante blanco en un bolsillo y termina también con un guante blanco en un bolsillo. ¿La primera escena disparadora de la novela está relacionada con un guante?

–Sí. Esta novela nace de los tangos que cantaba mi padre y de un guante de mi madre. En aquellos tiempos las señoras llevaban unos guantes muy bonitos. Mi madre era una mujer muy guapa y lo sigue siendo. Ahora tiene 90 años y como mi padre murió hace diez años todos los abuelitos amigos de mi padre la llaman para decirle que siguen enamorados de ella. Siempre recuerdo un gesto de mi madre, quitándose un guante. Y me quedó el guante como símbolo, dejar un guante y recuperarlo como forma de crear un vínculo. En el Diario de los hermanos Goncourt, leí algo que me hizo acordar de esto: dos guantes se olvidan, pero uno se deja a propósito (risas).

 

–¿Por qué un hombre como Max, a pesar de la edad que tiene hacia el final de la novela, trepa por las paredes y se arriesga tanto en lo que será su último robo?

–Ni siquiera es por Mecha ni por su hijo. Es su última oportunidad de ser lo que fue. Quiere volver de nuevo a sentir la adrenalina. Por eso cuento en paralelo las dos acciones: cuando él está entrando a la casa de Niza y cuando está entrando a la habitación del hotel de Sorrento. Son dos Max diferentes: uno más ágil y otro más temeroso, cansado, que se agita. Cuando terminé la novela, escribí que camina por el pasillo, silbando “El hombre que desbancó Montecarlo”. Y al corregir añadí las palabras “hacia la nada”. A Max no lo he querido hasta que lo he hecho caminar “hacia la nada”, con esa dignidad tan argentina en el fracaso.