“La mujer es el único héroe posible en el siglo XXI”

 

Domingo, 12 de Mayo de 2013

 

De visita en el país para participar de la Feria del Libro y presentar su última novela, “El tango de la guardia vieja”, el escritor español y autor de una veintena de novelas dialogó con EL DIA sobre varios de los temas que le generan interés y fascinación: el oficio de narrar, su padre, la dignidad, los cambios de época vistos también como una degradación de pautas morales y, en una toma de posición sobre el universo femenino, el rol de la mujer y sus posibilidades narrativas.

 

Por FACUNDO BAÑEZ

 

Son las diez de la mañana y Arturo Pérez-Reverte atraviesa los pasillos del hotel Alvear con el mentón erguido y un andar caballeresco, seguro. A los 61 años y con una carta de presentación que atestigua 21 años como corresponsal de guerra y más de 20 novelas coronadas de fama, Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) es un hombre de mundo que en realidad ya no necesita carta de presentación. Cuando entra al salón Gobernador del hotel, en el primer piso, se sienta a la cabecera de la mesa y, con los ojos bien abiertos, mirando fijo, se presenta sin embargo como alguien a quien, de entrada nomás, le interesa dejar las cosas en claro.

 

 

-Yo soy un escritor profesional -dice-. No soy un artista. Soy un tipo que cuenta historias y que intenta que el lector comparta la mirada. Lo mío es un oficio. Como el de panadero o cualquier otro. Y como todo oficio uno requiere de herramientas. Esas herramientas muchas veces las consigo consultando a mis maestros. Si necesito recrear una escena de un crimen, por ejemplo, consulto al maestro Dostoyevski. Si quiero oír el ruido del mar, recurro al maestro Conrad. Tomo nota y, con esas pautas, vuelvo a mi casa y elaboro mi propia herramienta, pero siempre con humildad profesional. Sin humildad no se puede hacer nada.

 

Llegado al país como uno de los principales atractivos de la Feria del Libro, Pérez-Reverte aprovecha la estadía para presentar su última obra, “El tango de la guardia vieja”, una novela ambientada en tres escenarios y épocas distintas -en un trasatlántico que viaja rumbo a Buenos Aires en 1928, en la enigmática Niza de los años treinta y, finalmente, en un torneo de ajedrez que se celebra en Sorrento en 1966-. Intrigas, sexo, espionaje, algo parecido al amor y, como trasfondo, un mundo crepuscular que se va desmontando. Y en el centro de la cuestión, o de ese mundo perdido, los personajes centrales del relato como iconografías cinematográficas a las que el novelista español recurre con candor y cierta ternura narrativa: Max Costa, rufián carismático al mejor estilo Rocambole, y la hermosa Mecha Inzunza, mujer del célebre compositor Armando de Troeye. Él y ella se verán apenas tres veces en toda su vida, pero será suficiente para dejarlos marcados.

 

¿Es su novela más romántica?

 

-Puede ser, pero pasado un tiempo lo que me sucede es que pierdo la perspectiva sobre lo que escribí. Tengo muchas cosas de la novela que no están escritas en la novela. Yo he creado un mundo y de ese mundo saqué las páginas de mi historia, pero no soy capaz de definirla. Podría decir que es una historia de picaresca y de amor. Pero al mismo tiempo me pregunto: ¿es amor lo que hay aquí? No lo sé. Cómo saberlo. Esa es, en definitiva, la ambigüedad de la vida. Creo que a todos nos ha pasado: todos tenemos en la memoria relaciones sentimentales que ahora mismo no sabemos si fueron amor o fueron otra cosa.

 

La variedad y mezcla de géneros es algo que se repite en su obra. ¿A qué se debe?

 

-Sería absurdo a estas alturas, después de miles de años de memoria literaria, querer inventar géneros que ya fueron inventados. Si uno mira el teatro griego se da cuenta de que allí está todo. Lo que hago es utilizar esas herramientas para poder contar mi historia de la forma más eficaz que puedo. Cuando tengo que solucionar un problema narrativo, me gusta recurrir a recursos policiales o sentimentales o históricos y acudo entonces a mi memoria lectora. Para mí todos los géneros literarios son nobles. Yo he sido tan feliz con Agatha Christie como con Dostoyevski. Para mí es muy divertido ese saltar de género en género y poder mezclarlos. Es un desafío. Un desarrollo complejo que si sólo fuera trabajo sería mecánico, pero el placer viene justamente por barajar los géneros, cambiarlos y trucarlos.

 

EL MUNDO DE ELLAS

 

Pérez-Reverte habla sobre el oficio de escribir como si fuera midiendo palabras en el aire y ya supiera de memoria qué concepto viene después del otro.

 

-Una novela no termina nunca -sentencia casi con resignación, un poco abrumado-. Si ahora me pongo a releer esta última novela, hay cosas que cambiaría y palabras que no pondría. Yo creía que la lengua española era la más perfecta y tenía soluciones para todo. Verbos, adjetivos, adverbios adecuados para cada situación, pero escribiendo te das cuenta de que no. No puedes evitar repetir determinadas palabras. La lucha por la palabra o por evitar el exceso de adjetivos es un trabajo minucioso del que no siempre soy muy consciente hasta que corrijo.

 

Orfebre de aventuras, amante de los barcos y las batallas napoleónicas y, según él, limitado jugador de ajedrez, Pérez-Reverte va de la trama de su novela al oficio de escribir con cadencia galante pero se detiene en un tema que, a estas alturas, considera esencial y acaso canónico: la mujer.

 

-El hombre como héroe ya está exprimido como un limón de parrilla -dice, zumbón pero con una seguridad rabiosa-. La mujer se presenta como algo más interesante. Ana Karenina o Madame Bovary ya no existen. La mujer actual trabaja y es otra muy distinta a lo que era tiempo atrás, pero, paradójicamente, al mismo tiempo no ha dejado de ser lo que históricamente ha sido. Es la mujer del futuro y también la mujer del pasado. Eso da lugares a conflictos nuevos, a personajes literarios y a una épica femenina que nada tiene que ver con lo que era. La mujer actual es el personaje más prometedor y apasionante. Me refiero a esa mujer que trabaja, que cuida hijos, que tiene un amante. La mujer es el único héroe posible en el siglo XXI.

 

Pérez-Reverte habla con una convicción atroz, rápido, casi sin pestañear. De golpe hace una pausa y parece buscar palabras sueltas en el aire. Piensa. Duda. Luego retoma como si fuese un descargo o como si nunca, en realidad, se hubiese detenido:

 

-Los hombres, además, construimos consuelos o reductos donde refugiarnos del fracaso, del dolor, de la soledad. Esos consuelos pueden ser el sexo, la amistad, el bar de la esquina, el fútbol, el burdel. La mujer, en cambio, no ha tenido esa capacidad de crearse sus trincheras. Entonces es mucho más consciente de que el ser humano está solo y que el mundo es un lugar hostil y peligroso. Conozco a muy pocas mujeres de más de cuarenta años que no estén solas, intelectualmente solas digo. Pueden estar con alguien pero solas en su conciencia. Eso, a mi entender, hace que la mujer sea un animal muy complejo y que brinde enormes posibilidades narrativas.

 

Otra pausa, cierta mirada perdida. Entonces recuerda algo y busca un ejemplo que ya le causa gracia antes de contarlo.

 

-Yo tengo una hija que ahora tiene 29 años -dice-. Cuando era niña y empezó a crecer intenté observarla. Un día, a sus siete años, no me acuerdo que le dije y ella me respondió algo así como “pero papá… qué cosa estás diciendo”, y lo dijo con un desprecio y una superioridad moral, un aplomo femenino tan superior que no podía ser. Tenía siete años y pensé: nadie la engañó, nadie le mintió, no conoce el sexo y, sin embargo, pese a todo lo que desconoce, ya sabe que los hombres somos despreciables. Y ya lo sabe por instinto genético.

 

El tema no cambia pero la charla regresa a la novela casi con naturalidad de baile:

 

-Las mujeres siempre tienen el control de la situación -reflexiona el autor-. Es como el ajedrez. O como el tango. En el ajedrez el rey parece la pieza más importante pero es en realidad la que menos movimientos tiene y más protección necesita. Distinto a lo que sucede con la reina. Y en el tango es igual: parece que el hombre es quien tiene el dominio del baile pero en el fondo es la mujer la que lleva las riendas, la que maneja y dirige al hombre. El tango también es ajedrez.

 

Se menciona el tango y es inevitable no volver a los escenarios de su última novela, donde se explora desde ese mundo extraño pero fascinante de preguerra que envuelve a la Niza de 1937 hasta, como en una postal de arrabal, los bajos fondos bonaerenses en la década del veinte.

 

-Son tres momentos importantes en la historia del siglo XX -explica el escritor-. Esa Niza en vísperas de la guerra mundial, además, me parecía un buen escenario para Max, lo mismo que la Sorrento de 1966, en plena guerra fría y cuando se está produciendo una revolución cultural en el mundo.

 

EL MUNDO PERDIDO

 

En la novela hay una mirada algo nostálgica sobre ese mundo que se extingue...

 

-Es verdad, pero no es mi mirada. Es la mirada de los personajes. Ellos sí se lamentan por ese mundo que se va extinguiendo, yo no. En todo caso lo describo pero no lo lamento.

 

Es un mundo donde los gestos, los decorados y hasta el vestuario ocupan un lugar importante. ¿Usted cómo se lleva con este mundo más aséptico?

 

-En aquel tiempo no era como ahora. Si uno no era elegante no podía acceder a nada. Había una serie de elementos. Ciertos códigos, ciertos rituales caballerescos que, por suerte, hoy en día no son necesarios. Pero es verdad que al borrar de nuestras vidas esas maneras absurdas e innecesarias, también se han ido las que sí eran necesarias. Actitudes dignas. Cuando mi padre murió y lo estaban bajando a la tumba, uno de sus amigos dijo: “era un hombre honrado y un caballero”. Yo pensé: que epitafio más perfecto. Ojalá el día que me muera digan lo mismo de mí. Pero eso ocurrió hace veinte años, y lo dijo un hombre que nació en 1918. Ahora la palabra honradez está mal vista. Deploro que al haberse borrado las maneras injustas, se haya borrado también la parte noble que ese mundo tenía. La honradez aquí o en España hoy no significan nada.

 

Es inevitable no preguntarle al autor español sobre el país, y es inevitable que él no prefiera cierta prudencia elegante, casi pudorosa, para referirse a cuestiones que van más allá de la escritura.

 

-Uno no debe criticar los muebles cuando está de visita en una casa -dice con picardía, alegre-. Me gusta reconocer la Argentina que amo y me entristece reconocer la Argentina que detesto. Es un país que amo y que detesto, como me pasa con España.

 

Admirador de Alejandro Dumas y de los clásicos del policial negro, libros que él mismo reconoce como fuente de inspiración para ponerse a escribir, a Pérez-Reverte es imposible no preguntarle por la literatura vernácula. Borges, Arlt, Puig y Soriano figuran entre sus preferencias, pero al nombrarlos también necesita aclarar algunas cuestiones como si fuese casi un acto de justicia o, por qué no, un ajuste de cuentas.

 

-Cuando llegué a la Argentina por primera vez, en los setenta, yo hablaba de Arlt y veía caras raras en los intelectuales de la época, lo mismo con Puig. Lo despreciaban. Y luego pasó igual con Soriano. A Osvaldo yo lo llamaba y él siempre se mostraba triste porque aquí no le reconocían su literatura. Parece increíble pero era así. Para entender a la Argentina moderna nada mejor que leer a Soriano. Y lo mismo con Arlt para entender a la Argentina de antes. Lo curioso es que todos esos que ninguneaban a Soriano, a Puig y a Roberto Arlt, ahora hacen los prólogos de las obras completas que reeditan las editoriales más prestigiosas. Varios se apropiaron de la palabra cultura en Argentina durante muchísimo tiempo y ningunearon a esta gente. Gente que los está sobreviviendo ahora mismo, y como lo saben y se dan cuenta, buscan subirse a su carro. Nada, pero es algo que pienso y me parece justo que lo diga.

 

Hace poco dijo también que la vida te va despojando de cosas, de certezas. ¿Por qué lo piensa?

 

-Cuando uno sale al mundo las palabras tienen mayúsculas. Patria, honor, dignidad, amor, amistad, trabajo. Uno cree en todas esas palabras. Y después la vida va convirtiendo esas palabras en letra minúscula. Te das cuenta que la vida te despeja de esas certezas que tenías. La sabiduría a la que todo hombre puede aspirar es a esa ausencia de certezas y a esa mochila llena de incertidumbres. La vida te quita inocencia. Mi obra es eso: alguien a quien la vida le ha quitado certezas. Y cuando no tienes nada épico a lo que agarrarte, la estética puede ser una épica. Voy a ser honrado. Voy a ser honesto. Voy a ir erguido por la calle aunque me duelan los riñones.

 

Como una dignidad...

 

-Exactamente. La dignidad no es más que una elegancia moral. Y en la vida se puede comprar todo, menos la dignidad. O la tienes o no.