“El Tango de la Guardia Vieja”

 

Viernes, 10 de Mayo de 2013

 

Luis Borrás

 

Ante esos expositores con los best-seller que montan en las librerías siempre paso de largo. Los miro de reojo con indiferencia convencido de tener muy claro lo que quiero leer y lo que no. Pero con Arturo Pérez Reverte no ha sido tan fácil. ¿Y por qué esta sí y otras no? Pues primero por la época en la que se desarrolla: siglo XX, años 20 y 30, período de entreguerras; un tiempo para mi absolutamente fascinante. Y segundo porque la parte que conozco de Pérez Reverte me gusta: sus artículos de opinión. Sí he leído y disfrutado de sus libros: Patente de corso, Con ánimo de ofender, No me cogeréis vivo y Cuando éramos honrados mercenarios. Me gusta su radical independencia, su sentido común, su lenguaje directo y sin complejos, eso de te lo puedo decir más alto pero no más claro.

 

Leí este tipo de literatura en mi adolescencia y primera juventud, hasta que llegaron los veinte y durante una década cambie piel por papel con dedicación radical y exclusiva. Cumplidos los treinta y recuperado el interés por la lectura descubrí un día que había otras formas más allá del mero entretenimiento, que era posible unir contenido y estilo; así que tiré un centenar de libros a la basura y empecé de nuevo, buscando el término medio entre el espectáculo de refresco y palomitas y el pedante cineclub de autor. Antes de empezar ya imaginaba lo que me iba a encontrar en El tango de la Guardia Vieja, pero las dos razones para abrirlo y leerlo ya las he explicado antes. Y lo primero que me encontré no me defraudó en absoluto. En esta novela hay una excelente y deslumbrante escenografía y ambientación, documentación, dirección artística, vestuario, decorados, mise en scène. Una película que podría ganar todos esos premios en la gala de los Óscar incluida mejor banda sonora y mejor canción. Y reconocer esto quizá sea caer y quedarse en lo aparente y superficial, como decir de una mujer que nos ha seducido simplemente por su belleza y nada más, sin abrir la boca, como en el chiste; pero esa excelente y deslumbrante escenografía es un duro, minucioso y exigente trabajo del autor que cuando está bien hecho hay que reconocer siempre.

 

Y aunque en este caso por la época en la que se desarrolla la novela —años 20 y 30 del siglo XX— haya una predisposición por mi parte a dejarme seducir, creo, objetivamente, que es en la descripción de los lugares y ambientes donde Pérez Reverte nos ofrece la mejor literatura; en su capacidad para, con las palabras precisas, llevarnos hasta allí; describir el lugar, el escenario, los olores y los objetos, los tipos y los nombres propios; espacialmente en la parte de la novela que transcurre en Buenos Aires: «La Ferroviaria olía a humo de cigarro, a porrón de ginebra, a pomada para el pelo y a carne humana. Como otros boliches de tango próximos al Riachuelo». «Era común encontrar a gente de la alta sociedad porteña en incursiones noctámbulas a la busca de pintoresquismo y malevaje haciendo la ronda por cabarets de mala muerte o cafetines de arrabal».

 

Pero llegados a cierta edad además de la belleza buscamos algo más. Y en ese sentido se puede decir que, El tango de la Guardia Vieja es, básicamente, la historia de amor entre sus dos protagonistas: Max Costa y Mecha Inzunza. Una historia de amor divida en tres partes. Una primera en la que el amor surge, se consuma y acaba. Una segunda con un apasionado reencuentro y una huída. Y una tercera con un nuevo reencuentro veintinueve años después. A cada parte se suman, a ese argumento principal y vertebrador, tres elementos en tres escenarios diferentes.

 

En la primera es el tango, un trasatlántico y Buenos Aires; en la segunda es Niza y un asunto de espionaje con la Guerra Civil española de fondo; y en la tercera la bahía de Nápoles y un campeonato de ajedrez. Las tres partes componen un ordenado viaje en el tiempo en el que se van mezclando pasado y presente para que conozcamos completamente toda la historia. Un estructura narrativa que es, sin duda, otro acierto de Pérez Reverte.

 

Hay otros aspectos positivos, pero también —a mi modo de ver— negativos. Positivo resulta la recreación del lujo y sus escenarios en el que se desarrolla la novela; el lujo de una época y una sociedad que desaparecerá con la Segunda Guerra Mundial, «una fiesta sentenciada a muerte». El personaje de Max Costa, bailarín, guapo, seductor, gigoló y ladrón de guante blanco; una especie de Arsenio Lupin —“Cyrano de la pégre”— que vivió la buena vida y acaba como chófer con gorra de plato. Acertada y tremendamente atractiva es la parte que tiene al tango como co-protagonista. Es esa primera parte la mejor de toda la novela sin que eso signifique que las otras dos sean malas, pero sí, quizás menos intensas. La parte de Niza se mantiene por el asunto del espionaje, pero hay una escena sadomasoquista sobre la que se proyecta una injusta pero inevitable sombra y otra al estilo increíble del Mike Hammer televisivo. La parte de la bahía de Nápoles tiene el valor del reencuentro y la melancolía, pero todo el asunto del ajedrez se hace aburrido y plano. Acierto es la narración en paralelo de los dos robos y sus consecuencias; una que resulta determinante y la otra frustrada en parte. Acierto es el personaje de Max Costa, el de aquel niño pobre que consigue introducirse en los ambientes ricos de la época y hacerse pasar por un perfecto caballero a base de astucia e inteligencia; y el personaje de Mecha Inzunza “niña bien” que se convierte en una Grace Kelly enamorada, viciosa y apasionada; Catherine Deneuve en Belle de jour. Historia de amor en la que hay también diálogos amanerados e imposibles, al estilo de galán de mentón cuadrado, vampiresa con boquilla de nácar y película en blanco y negro: «—¿Sabe una cosa?—comentó él—. Me gusta su forma de aceptar con naturalidad que le digan que es bella». «—Hay hombres que tienen cosas en la mirada y en la sonrisa —añadió Mecha […] Hombres que llevan una maleta invisible, cargada de cosas densas». «Sabías hacer juegos de prestidigitación con los gestos y las palabras, como si llevaras puesto un antifaz de inteligencia». Acierto es vivir el amor sin poder permitírselo, la fortuna y la suerte de la belleza esculpida en carne, huir de él por ser un juego depravado, un placentero y demencial callejón sin salida; es reencontrarlo y emborracharse en su saliva y tener que renunciar a ella por imposición, las circunstancias obligándonos a una despedida; es reencontrarlo de nuevo convertido en un anciano pero intacto el amor en las entrañas, echar la vista atrás y recordar todo lo vivido, vivir con sesenta y cuatro años la última aventura. Max Costa es un personaje del gusto de Pérez Reverte, un hombre forjado a sí mismo con audacia y honor sin medallas: «No te dejaste, amigo mío. Nunca fuiste un chico de esos. Al contrario. Tan limpio siempre pese a tus canalladas. Tan sano. Tan leal y recto en tus mentiras y traiciones. Un buen soldado». Alguien que «mirándose los ojos en un espejo» pueda decir: «no traicioné nunca, o no lo haré jamás». Un personaje capaz de un último gesto poético coherente con él, pero en el que para mi gusto Pérez Reverte cae en la sobreactuación. Ese final del hombre con los bolsillos vacíos que se aleja silbando El hombre que desbancó Montecarlo es el mismo que el de un anuncio de un coche con nombre de deporte para nuevos ricos. No voy a negar que en una valoración general haya disfrutado de esta novela, pero reconozco que lo he hecho con la misma mirada con la que hubiera visto una película, una superproducción con un buen guión y una excelente puesta en escena, filme a la antigua con todos los ingredientes necesarios para los aplausos al encenderse las luces. Literatura por la que deslizarse y dejarse llevar, literatura hacia fuera, de escenario y exteriores, visual, dialogada; largometraje que no se hará en esta España del cine subvencionado y sectario.

 

Seguiré leyendo con gusto los artículos de Pérez Reverte y seguiré pasando de largo ante esos expositores que venden best-seller en los supermercados. Es culpa mía. Hace ya tiempo que en la literatura busco otra cosa.