“El escritor antes conocido como Pérez-Reverte”

 

Lunes, 31  de Diciembre  de 2012

 

FRAN G. MATUTE

 

A Arturo Pérez-Reverte le honra, por encima de todo, que sabe perfectamente cuál es su rol en la literatura española. Él es el macho alfa de las letras. La gallina de los huevos de oro para su editorial. Al que hay que besarle el culo. Y se lo tiene bien merecido. Nadie le va a negar a estas alturas que esa posición se la hayan regalado. El hombre tiene carisma y poca vergüenza. Un tándem fundamental para triunfar en esto. También tiene cicatrices de guerra que no se cansa de enseñar, como marcando territorio. Es el escritor más aguerrido y apuesto. El favorito de ellas; el amiguete de ellos. El que no se calla y defiende al desvalido de las injusticias. Y lo más importante: es el que la tiene más larga (me refiero a la cola de lectores que esperan siempre incansables a que el académico les firme un ejemplar de su, seguro exitosa, última novela).

 

Sin embargo, tenemos la sensación de que Pérez-Reverte ya no está confortable en este pedestal. O, al menos, eso da a entender en sus últimas entrevistas o presentaciones. Queremos pensar que el célebre autor está empezando a mirar hacia atrás y no le termina de gustar lo que ve. Tanto barco, tanta novela histórica, tanta literatura alimenticia, en definitiva, tanta quincalla literaria, que brilla en el instante pero que pierde su valor con el paso del tiempo. Porque, en el fondo, Pérez-Reverte es un gran lector. Nos consta lo anterior. Disfruta con la prosa entrada en carnes, la musculosa, la que, precisamente, él no practica por más que la admire. Así que, parafraseando a mi amigo el pintor Máximo Moreno, parece como si "la edad le hubiera cogido desprevenido" y quisiera enmendar errores, cuidar un poquito su legado literario.

 

Entrado ya en su sexta década vital, nos imaginamos a un Pérez-Reverte deseoso de reinventarse, aunque sea ligeramente. De probar suerte en otros lances del juego literario, de explorar nuevos mundos en los que poner a prueba su capacidad como escritor, de testar esa voluntad de prosa que siempre ha sido capaz de reconocer en otros a los que ha procesado en público su devoción. Y en una huida hacia delante, con reminiscencias de sus orígenes, el académico se presenta ante el mercado con una novela, cómo no, académica como pocas, que sorprende en el mismo grado que desconcierta.

 

En primera instancia, El tango de la Guardia Vieja se sustenta en un armazón complejo, en el que tres historias distantes en el tiempo y que comparten protagonistas se engarzan elocuentemente, de forma eficiente y efectista, en una estructura que bebe mucho de la cinematografía. Encontramos también una historia solvente, a medio camino entre el folletín y la novela de espías, que nos recuerdan a la novelística clásica de principios del siglo XX,  gracias a unos personajes profundamente trazados y una prosa normalizada que ofrece destellos momentáneos de poderío (los pasajes barriobajeros en el Buenos Aires de finales de los años 20 son, justo es reconocerlo, excelentes). Nada que reprochar desde el punto de vista estético y, precisamente por ello, la novela termina siendo demasiado plana, demasiado pulida.

 

¿Dónde radica, a nuestro entender, el problema de El tango de la Guardia Vieja? En el miedo al cambio. Hay que tener en cuenta que para poder reinventarse Pérez-Reverte necesita romper con muchos años de escritura mecánica. Que tiene argumentos como escritor para hacerlo, nadie lo pone en duda. Pero si no lo ha logrado es porque parece tener miedo de que el cambio de registro provoque, a su vez, perder número de lectores. Pues esta novela, de fuerte temática romántico-canallesca, dejará fuera a muchos seguidores del autor, ávidos de aventuras y batallas historicistas, aunque probablemente se congratule con cierto sector del público femenino. Hay un riesgo que correr y la editorial lo sabe, de ahí la sorprendente campaña publicitaria que se está montando alrededor de esta obra.

 

Pero en la búsqueda de ese delicado equilibrio entre encontrar a un nuevo Pérez-Reverte como escritor -más atrevido literariamente hablando- y no alienar a sus legiones, es donde la novela hace aguas. En qué poca consideración parece tener el académico a sus lectores cuando, atemorizado por el hecho de que la estructura que plantea la novela sea demasiado alambicada, se dedica a salpimentar -torpemente, a nuestro juicio- las distintas escenas que van alternándose en el tiempo con detalles de época tan superfluos como identificar marcas al azar, ya sean de perfumes, relojes o vestimenta con los que el autor atavía a sus personajes. ¿No se da cuenta el autor que si, como teme, sus lectores no son capaces de seguir la estructura de El tango de la Guardia Vieja, por compleja, no serán tampoco capaces de identificar en qué época estamos por el mero hecho de que el personaje mire un escaparate de camisas Gath y Chaves? Este recurso, que se utiliza hasta la extenuación para garantizar la ambientación de la novela, nos resulta demasiado artificioso y cansino, pues suele ir acompañado de un exceso de descripciones innecesarias, desde nuestro punto de vista, ya que al lector moderno no hay que tutelarlo en demasía en estas lides descriptivas pues está sobradamente expuesto a lo audiovisual. Resulta pues que, en este caso, salvo que la voluntad del autor haya sido la de homenajear los "novelones" de principios del siglo pasado a las que hacíamos referencia anteriormente (en los que el escritor se tomaba su tiempo en dibujar cada estancia, cada gesto, cada pensamiento, cada detalle del personaje y su entorno), consideramos que la exhaustiva labor de documentación ha sido llevada al extremo y ha comprometido la fluidez de la narración.

 

Ni que decir tiene que, precisamente, el abuso de dicha técnica de ambientación ha provocado que la primera edición de esta novela haya visto la luz con un imperdonable error de ‘raccord’ (permítanme tomar prestado este término para hablar de literatura) pues, en un determinado momento de la historia (página 80), observamos a la protagonista leyendo El filo de la navaja de Somerset Maugham varios años antes de su publicación (error que el propio Pérez-Reverte ha reconocido en ese blog 'ad hoc' que se ha montado para promocionar la novela). A más inri, esta errata, que pretende ser corregida en futuras ediciones, convertirá la primera edición en una suerte de pieza de coleccionismo para tontos. Y sacamos este gazapo a la palestra no para hacer innecesariamente sangre sino porque creemos que viene a ejemplificar la queja que apuntábamos antes respecto al juego abusivo que ha practicado Pérez-Reverte con el asunto este de la ambientación espolvoreada, toda vez que el hecho de que la protagonista hubiera estado leyendo tal o cual novela no era relevante para la trama en absoluto.

 

En cualquier caso, está claro que a estas alturas nadie le va a decir a Pérez-Reverte si escribe mejor o peor, si debe mejorar tal o cual aspecto, pues estamos ante un escritor por encima del Bien y del Mal. Pero lo cierto es que tras leer El tango de la Guardia Vieja nos ha decepcionado no tanto el armamento literario como el débil posicionamiento del autor. No hemos encontrado, por tanto, una verdadera rebeldía por parte de Pérez-Reverte en esta novela, cuyo único riesgo que presenta es una cuestión meramente temática o estilística. No hemos vislumbrado ese afán por trascender como narrador (esa cuestión que parece ir pregonando allá donde va presentando esta novela), por acercarse a esa prosa sonora que practican, por ejemplo, sus admirados Juan Manuel de Prada o Montero Glez. La realidad es que El tango de la Guardia Vieja, a pesar de mostrarse impoluto como artefacto literario, se queda estancada en la categoría de obra anodina que, si bien no insulta al lector en ningún momento -más allá de protegerlo en exceso- no brilla, para nada, en su conjunto.