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La Derrota escribió el día 08/04/2024 a las 08:41
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PATENTES DE CORSO: España y Lezo

PATENTE DE CORSO 04.01.15
~ Una historia de España (XXXVII) ~ 1122


El peor enemigo exterior que España tuvo en el siglo XVIII –y hubo unos cuantos– fue Inglaterra. Al afán británico porque nunca hubiese buenos gobiernos en Europa hubo que añadir su rivalidad con el imperio español, que tuvo por principal escenario el mar. Las posesiones españolas en América eran pastel codiciado, y el flujo de riquezas a través del Atlántico resultaba demasiado tentador como para no darle mordiscos. Pese a muchas señales de recuperación, España no tenía industria, apenas fabricaba nada propio y vivía de comprarlo todo con el oro y la plata que, desde las minas donde trabajaban los indios esclavizados, seguían llegando a espuertas. Y ahí estaba el punto. Muchas fortunas en la City de Londres se hicieron con lo que se le quitaba a España y sus colonias: acabamos convirtiéndonos en la bisectriz de la Bernarda, porque todos se acercaban a rapiñar. El monopolio comercial español con sus posesiones americanas era mal visto por las compañías mercantiles inglesas, que nos echaron encima a sus corsarios (ladrones autorizados por la corona), sus piratas (ladrones por cuenta propia) y sus contrabandistas. Había bofetadas para ponerse a la cola depredadora, en plan aquí quién roba el último, hasta el punto de que faltó arroz para tanto pollo. Eso, claro, engordaba a las colonias británicas en Norteamérica, cuya próspera burguesía, forrándose con lo suyo y con lo nuestro entre exterminio y exterminio de indios, empezaba a pensar ya en separarse de Inglaterra. España, aunque con los Borbones se había recuperado mucho –obras públicas, avances científicos, correos, comunicaciones– del desastre con el que se despidieron los Austrias, seguía sin levantar cabeza, pese a los intentos ilustrados por conducirla al futuro. Y ahí tuvieron su papel ministros y hombres interesantes como el marqués de la Ensenada, que, dispuesto a plantar cara a Inglaterra en el mar, reformó la Real Armada, dotándola de buenos barcos y excelentes oficiales. Aunque era tarde para devolver a España al rango de primera potencia mundial, esa política permitió que siguiéramos siendo respetables en materia naval durante lo que quedaba de siglo. Prueba de lo bien encaminado que iba Ensenada es que los ingleses no pararon de ponerle zancadillas, conspirando y sobornando hasta que lograron que el rey se lo fumigara (esto seguía siendo España, a fin de cuentas, y en Londres nos conocían hasta de lejos); y nada dice tanto a favor de ese ministro, ni es tan vergonzoso para nosotros, como la carta enviada por el embajador inglés a Londres, celebrando su caída: «Los grandes proyectos para el fomento de la Real Armada han quedado suspendidos. Ya no se construirán más buques en España».

De cualquier manera, con Ensenada o sin él, nuestro XVIII fue el siglo por excelencia de la Marina española, y lo seguiría siendo hasta que todo se fue a tomar por saco en Trafalgar. El problema era que teníamos unos barcos potentes, bien construidos, y unos oficiales de élite con excelente formación científica y marina, pero escaseaban las buenas tripulaciones. El sistema de reclutamiento era infame, las pagas eran pésimas, y a los que volvían enfermos o mutilados se les condenaba a la miseria (lo mismo eso les suena). A diferencia de los marinos ingleses, que tenían primas por botines y otros beneficios, las tripulaciones españolas no veían un puto duro, y todo marinero con experiencia procuraba evitar los barcos de la Real Armada, prefiriendo la marina mercante, la pesca e incluso (igual también les suena esto) las marinas extranjeras.

Lo que pasa es que, como ocurre siempre, en todo momento hubo gente con patriotismo y con agallas; y, pese a que la Administración era desastrosa y corrupta hasta echar la pota, algunos marinos notables y algunas heroicas tripulaciones protagonizaron hechos magníficos en el mar y en la tierra, sobándoles el morro a los ingleses en muchas ocasiones. Lo que, considerando el paisanaje, la bandera bajo la que servían y el poco agradecimiento de sus compatriotas, tiene doble mérito. El férreo Blas de Lezo le dio por saco al comodoro Vernon en Cartagena, Velasco se batió como un tigre en la Habana, Gálvez –héroe en Estados Unidos, desconocido en España– se inmortalizó en la toma de Pensacola, y navíos como el Glorioso supieron hacérselo pagar muy caro a los ingleses antes de arriar bandera. Hasta el gran Horacio Nelson (detalle que los historiadores británicos callan pudorosamente), se quedó manco cuando quiso tomar Tenerife por la cara, y los de allí, que aún no estaban acostumbrados al turismo, le dieron las suyas y las del pulpo.

[Continuará]



PATENTE DE CORSO 22.08.10
~ El vasco que humilló a los ingleses ~ 894


Hace doce años, cuando escribía La carta esférica, tuve en las manos una medalla conmemorativa, acuñada en el siglo XVIII, donde Inglaterra se atribuía una victoria que nunca ocurrió. Como lector de libros de Historia estaba acostumbrado a que los ingleses oculten sus derrotas ante los españoles -como la del vicealmirante Mathews en aguas de Tolón o la de Nelson cuando perdió el brazo en Tenerife-, pero no a que, además, se inventen victorias. Aquella pieza llevaba la inscripción, en inglés: El orgullo de España humillado por el almirante Vernon; y en el reverso: Auténtico héroe británico, tomó Cartagena -Cartagena de Indias, en la actual Colombia- en abril de 1741. En la medalla había grabadas dos figuras. Una, erguida y victoriosa, era la del almirante Vernon. La otra, arrodillada e implorante, se identificaba como Don Blass y aludía al almirante español Blas de Lezo: un marino vasco de Pasajes encargado de la defensa de la ciudad. La escena contenía dos inexactitudes. Una era que Vernon no sólo no tomó Cartagena, sino que se retiró de allí tras recibir las suyas y las del pulpo. La otra consistía en que Blas de Lezo nunca habría podido postrarse, tender la mano implorante ni mirar desde abajo de esa manera, pues su pata de palo tenía poco juego de rodilla: había perdido una pierna a los 17 años en el combate naval de Vélez Málaga, un ojo tres años después en Tolón, y el brazo derecho en otro de los muchos combates navales que libró a lo largo de su vida. Aunque la mayor inexactitud de la medalla fue representarlo humillado, pues Don Blass no lo hizo nunca ante nadie. Sus compañeros de la Real Armada lo llamaban Medio hombre, por lo que quedaba de él; pero los cojones siempre los tuvo intactos y en su sitio. Como los del caballo de Espartero.

La vida de ese pasaitarra -mucho me sorprendería que figure en los libros escolares vascos, aunque todo puede ser- parece una novela de aventuras: combates navales, naufragios, abordajes, desembarcos. Luchó contra los holandeses, contra los ingleses, contra los piratas del Caribe y contra los berberiscos. En cierta ocasión, cercado por los angloholandeses, tuvo que incendiar varios de sus propios barcos para abrirse paso a través del fuego, a cañonazos. En sólo dos años, siendo capitán de fragata, hizo once presas de barcos de guerra enemigos, todos mayores de veinte cañones, entre ellos el navío inglés Stanhope. En los mares americanos capturó otros seis barcos de guerra, mercantes aparte. También rescató de Génova un botín secuestrado de dos millones de pesos, y participó en la toma de Orán y en el posterior socorro de la ciudad. Después de ésas y otras muchas empresas, nombrado comandante general del apostadero naval de Cartagena de Indias, a los 54 años, y tras rechazar dos anteriores tentativas inglesas contra la ciudad, hizo frente a la fuerza de desembarco del almirante Vernon: 36 navíos de línea, 12 fragatas y varios brulotes y bombardas, 100 barcos de transporte y 39.000 hombres. Que se dice pronto.

He visto dos retratos de Edward Vernon, y en ambos -uno, pintado por Gainsborough- tiene aspecto de inglés relamido, arrogante y chulito. Con esa vitola y esa cara, uno se explica que vendiera la piel antes de cazar el oso, haciendo acuñar por anticipado las medallas conmemorativas de la hazaña que estaba dispuesto a realizar. Pese a que a esas alturas de las guerras con España todos los marinos súbditos de Su Graciosa sabían cómo las gastaba Don Blass, el cantamañanas del almirante inglés dio la victoria por segura. Sabía que tras los muros de Cartagena, descuidados y medio en ruinas, sólo había un millar de soldados españoles, 300 milicianos, dos compañías de negros libres y 600 auxiliares indios armados con arcos y flechas. Así que bombardeó, desembarcó y se puso a la faena. Pero Medio hombre, fiel a lo que era, se defendió palmo a palmo, fuerte a fuerte, trinchera a trinchera, y los navíos bajo su mando se batieron como fieras protegiendo la entrada del puerto. Vendiendo carísimo el pellejo, bajo las bombas, volando los fuertes que debían abandonar y hundiendo barcos para obstruir cada paso, los españoles fueron replegándose hasta el recinto de la ciudad, donde resistieron todos los asaltos, con Blas de Lezo personándose a cada instante en un lugar y en otro, firme como una roca. Y al fin, tras arrojar 6.000 bombas y 18.000 balas de cañón sobre Cartagena y perder seis navíos y nueve mil hombres, incapaces de quebrar la resistencia, los ingleses se retiraron con el rabo entre las piernas, y el amigo Vernon se metió las medallas acuñadas en el ojete.

Blas de Lezo murió pocos meses después, a resultas de los muchos sufrimientos y las heridas del asedio, y el rey lo hizo marqués a título póstumo. Creo haberles dicho que era vasco. De Pasajes, hoy Pasaia. A tiro de piedra de San Sebastián. O sea, Donosti. Pues eso.

XLSemanal, 22 de Agosto de 2010




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