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La Derrota escribió el día 18/02/2024 a las 11:28
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Otras gilipolleces, cronológico y no exhaustivo.
JASG – 18/6/1995
Arturo Pérez-Reverte - PATENTE DE CORSO



Me gusta ver los anuncios de la tele. A menudo hay en ellos más talento que en la mayor parte de los programas, o en las comedias de situación, o en lo que sea. Al fin y al cabo, tras la publicidad se adivina a un montón de inteligentes hijos de puta calentándose la cabeza para hacerte comprar tal o cual cosa, y si mantienes cierto distanciamiento crítico siempre terminas aprendiendo cantidad de trucos útiles. No sobre lo que anuncian, que eso es lo de menos, sino sobre por qué lo anuncian, cómo lo hacen y a quién se dirige el intento de comerle el tarro.

Hay, sin embargo, una variedad publicitaria que al arriba firmante le quema la sangre. Me refiero a esos anuncios que, como muchos de los políticos de este país, se empeñan en venderte una España irreal, ficticia, que sólo existe en su manipulación canalla de los hechos, y que nada tiene que ver con la otra, la de la calle, la realmente real.

Existen perlas legendarias en este registro. Desde la taimada infiltración de marcas de tabaco en anuncios deportivos hasta la felicidad cifrada en bonolotos, cupones, cuerpos danone, compresas que ni se notan ni traspasan, Lulú semuá, o ese putón verbenero que iba por las carreteras en descapotable, buscando a Jack`s. Pero mi Oscar del cinismo galopante se lo llevan las campañas destinadas a convencer a los jóvenes de la necesidad absoluta, vital, que tienen de comprarse tal o cual marca de automóvil. Eso es que ya es la leche.

Lo que más me fascina de tales anuncios es la verosimilitud con que sus creadores trazan el retrato, clavadito, del joven español medio. Llevo doce años trabajando como un hombre de color, dice el apuesto guaperas. Curro veintitrés horas diarias en el periódico sin cobrar. Estudio Económicas o Historia de la Filosofía. En los ratos libres hago ala delta en los Alpes, windsurfing en Florida y toco el clarinete en un club de jazz de Manhattan. Además he escrito Historias del Kronen II, y leo a Heidegger, Peter Handke y Adorno.Soy un JASG -joven aunque sobradamente gilipollas- preparado para la vida moderna, y usted va y me dice que aún estoy verde para hacer un programa como el de Isabel Gemio. Como dijo Kant, hay que joderse. Y por cierto, la cita no es de Kant. Es de Marcial Lafuente Estefanía.

Otro ejemplo. Bella joven, elegante, con clase, prototipo de la veinteañera española media, reflexiona sobre un hecho terrible: llega un momento en la vida en que tienes que elegir entre un trabajar en la empresa de papá o hacer un master en Harvard. Usar vaqueros Liberto o minifalda de Versace. Vivir con tus padres en el chalet de la Moraleja o mudarte sola a un apartamento del Barrio Latino de París. Salir en el Hola como candidata al Príncipe Felipe, o en el Diez Minutos jugando al golf con Alessandro Lecquio. Lo único que tienes claro es que te acabas de comprar un GTI de 16 válvulas. Que mola un pegote.

La verdad es que echo en falta una tercera versión en ese tipo de anuncios. Cualquier joven de cualquier sexo que llega a casa a las tantas de la noche, hecho polvo después de haber estado ocho o doce horas de pie tras el mostrador, o en la gasolinera, o la moto de mensaca, o en la cola del paro, y pone un rato la tele, y zapea, y se encuentra a San Lobatón, o a Nieves Herrero, o a Jesús Puente ganándose el dinero más vergonzoso que ha ganado en su vida, o a Felipe González con esa cara que se la ha puesto -a cierta edad todos tienen la cara que se ganan a pulso-, o al otro mienteusté prometiendo atar los perros con longaniza con su programa, programa, programa. Y de pronto llega la publicidad y a nuestro exhausto joven se le llena la pantalla de JASG sobradamente preparados, vestidos como él tiene que vestirse, con las maneras y aficiones que él, o ella, tienen que tener. Con unos coches que te cagas, como el que él o ella tienen que comprarse, pero ya mismo, si no quieren ser unos mierdecillas y unos matedos y unos desgraciados de la vida.

Entonces, él, o ella, miran a la cámara, y dicen: Hay un momento en la vida en que tienes que elegir entre el desempleo o trabajar diez horas diarias en el mostrador de una charcutería. Entre salir a bailar el sábado por la noche o quedarte en casa estudiando hasta las cuatro de la madrugada. Entre despreciar a tus padres o compadecerlos. Entre ayudar a tu hermano yonqui o pasar mucho de él. Entre dejar que el jefe te mire las tetas o irte a la cola del paro. Entre maldecirlo todo o pegarle fuego a la vida, o apretar los dientes y luchar por salir adelante y tener una casa, y una familia...Y por cierto: ¿ Cómo se las habrán arreglado los del anuncio para que sus padres les firmen el aval y las letras del puto coche?



Arturo Pérez-Reverte (El Semanal, 23-8-98)
Gili-restaurantes



Hay gilipollas y gilipollas. Quiero decir que hay tontos del haba congénitos, de pata negra, que no lo pueden evitar por mucho empeño y buena voluntad que le echen al asunto. Individuos e individuas que si se presentaran a un concurso de gilipollas serían descalificados en el acto, por gilipollas. Gente cuya naturaleza biológica incluye la gilipollez de modo perfectamente natural, como la de otros incluye tener los ojos azules o alergia al pescado. O sea, gente de esa que llega la enfermera y le dice al padre que está fumando en el pasillo: “Enhorabuena. Ha tenido usted un gilipollas de tres kilos y seiscientos gramos”.

Como ven, hablo de gilipollas que no pueden evitar serlo, hasta el punto de que algunos, de puro chorras, llegan a caer bien. Uno los ve, los oye y se dice: “Es simpático este imbécil”. Sin embargo hay otra variedad más común, más de andar por casa. Más ordinaria. Hablo del gilipollas vocacional: del que se esfuerza a diario por avanzar paso a paso en el perfeccionamiento de una gilipollez a la que aspira con entusiasmo. Esos gilipollas aficionados dan lugar a un fenómeno que podríamos definir como pseudo-gilipollez o variante hortera de aquélla. Lo malo es que, a diferencia de la otra, perfectamente localizada en lugares y medios especializados de las Españas, esta última te la encuentras en la vida diaria, a la vuelta de la esquina, contaminándolo todo.

Pensaba en todo eso el otro día, cenando en un restaurante pijolandio de los que pretenden cierto nivel, Maribel, en una localidad costera. Uno de esos en cuyo vestíbulo hay una señorita muy arreglada, con falda corta y pulseras, muy peripuesta y dinámica como en las películas de ejecutivas que salen en la tele, y que nada más verte entrar dice: “Hola, ¿tenéis reserva?”, tuteándote cual si hubieseis vivido ella y tú intimidades previas, hasta el punto de que te sientes en la obligación de dirigirle a tu acompañante una mirada de excusa, como diciéndole: “Te juro que no conozco de nada a esta tía”. (De cualquier modo, peor sería que te estampara una par de absurdos besos en las mejillas, muá, muá, como hace ahora a las primeras de cambio toda mujer a la que te presentan. Vulgaridad notoria que, cabroncete como soy, suelo prevenir dando antes la mano a distancia y prolongando unos segundos el apretón, para que las besuconas se den con mis nudillos en el estómago al acercarse dispuestas al ósculo.)

El caso es que el restaurante era playero, con pretensiones de diseño y alta cocina moderna y unos precios que te rilas, Arturín, y menudeaba de clientes ad hoc: Lacoste, pantalón corto hasta la rodilla y con raya, zapatos tipo mocasín sin calcetines, teléfono móvil y toda la parafernalia, incluyendo la prójima operada y haciendo juego. Hecho un paria entre tanta elegancia, con mis viejos tejanos de pata larga y la barba de semana y media, me vi obligado a decirle al camarero “estará bien, no se preocupe” ante su extrañeza de que no catase el vino, que él había servido con mucho aparato y movimiento de corcho, en vez de dedicar yo a tan fundamental operación los diez minutos que en las otras mesas se consagraban al asunto, fruncido el ceño, moviendo la copa para aspirar el aroma, chasqueando la lengua antes de declarar “excelente” con tanta gravedad y aplomo como si los tiñalpas hubieran pasado la infancia entre viñedos de Borgoña.

El maître, muy serio y muy consciente de la solemnidad del momento –ilustres intelectuales de aquí afirman que comer es un acto cultural comparable a leer a Proust-, nos recomendó algunas especialidades de la casa, destacando las cigalitas, los boqueroncitos y las almejitas, y sugirió la doradita o la lubinita, esta última con unas patatitas a lo pobre o unos buñuelitos de bacaladito con salsita de frambuesita. Y no faltó, a los postres, la visita del cocinero, o vete a saber quién era el pájaro, un fulano vestido de blanco con su nombre bordado en el bolsillo, que recorría las mesas estrechando manos y dando conversación en un compadreo que a algunos clientes parecía encantarles, pero a mí me hizo temer se nos sentara en la mesa y nos chuleara un café por el morro. Así que pedí apresuradamente la dolorosa –el maître se mosqueó un poco cuando le dije que hiciera el favor de traerme la fuentecita porque nos íbamos a la callecita- y me encaminé a la puerta con mucho alivio. Y todavía allí, al paso, la torda de la minifalda y las pulseras nos obsequió con un “hasta luego”. Como si hubiéramos quedado para después en el bar de la esquina.



PATENTE DE CORSO 31.08.03
~ Giliaventureros


Me parece muy bien que un fulano, o fulana, practique deportes de riesgo: parapuenting, nautishoking, tontolculing y todo eso. Cada cual es cada cual, y hay quien no encuentra riesgo suficiente en conducir cada mañana camino del curro, con doscientos hijos de puta a ciento ochenta adelantándote por los carriles derecho e izquierdo. Sobre gustos, ya saben. Como he comentado alguna vez, veo de perlas que alguien ávido de vivir peligrosamente haga motocross por Afganistán, o se tire por las cataratas del alto Amazonas con una piedra de quinientos kilos atada al pescuezo. Me parece bien, ojo, siempre y cuando el osado deportista no vaya luego quejándose al ministerio de Exteriores cuando un pastor de cabras afgano y enamoradizo lo ponga mirando a Triana en las soledades del Paso Jyber, o las pirañas motilonas le roan un huevo. Como el propio complemento indica, son deportes de riesgo, y punto. Allá cada cual con lo que se juega. Lo que pasa es que incluso ahí hay clases. Categorías. No es lo mismo ser un aventurero de riesgo que un giliaventurero. Y no es giliaventurero el que quiere, sino el que puede.

Para que ustedes capten la diferencia, pongamos que un aventurero normal, español, de infantería, al que le gustan los deportes de riesgo, compra en Carrefour un barreño de plástico, repone un casco de albañil de la obra y los manguitos de su hija Jessica, y se tira dentro del barreño por los rápidos de un río asturiano, por ejemplo, al día siguiente de que el ministro de Fomento haya afirmado rotundamente que los ríos asturianos son los menos contaminados, los más tranquilos y seguros de Europa. Eso es echarle adrenalina y cojones al deporte, y ahí no tengo nada que objetar. Al Filo de lo Imposible se hace con cosas menos arriesgadas. Además, lo del barreño está al alcance de cualquiera. Sale por cuatro duros. Basta ser un poquito imaginativo y una pizca gilipollas.

El otro, el aventurero de riesgo de elite, o sea, el giliaventurero a lo grande, es un ejemplar más exquisito. Tiene rasgos específicos propios, lejos del alcance de cualquier tiñalpa. El nivel Maribel de sus hazañas, por ejemplo, está muy por encima de la media del resto de los aventureros cutres. Un giliaventurero de pata negra nunca se despeina por menos de una travesía atlántica a bordo de un navío de línea de setenta y cuatro cañones construido por artesanos turroneros de Jijona con bejucos del Aljarafe, y tripulado por una dotación hermanada y multirracial -eso es lo más emotivo y lo más bonito compuesta por un saharaui, un chino, un maorí y uno de Lepe. Y si nunca llega a atravesar nada porque una vez se le suelta el bejuco y otra se le amotina el chino, y tiene que salir doce o quince veces, pues mejor. Más fotos y más prensa. Además hay aventuras alternativas, como hacer slalom entre los icebergs de Groenlandia con moto acuática y sin otra escolta que una fragata de la Armada, o tirarse con parapente de kevlar ignífugo sobre Liberia -hermoso detalle solidario con esos pobres negros- para aterrizar en Puerto Portals, entre una nube de fotógrafos, casualmente el día de la regata patrocinada por la colonia Azur de Juanjo Puigcorbé número 5.

Pero la piedra de toque, la condición indispensable, el contraste de calidad por donde se muerde a este aventurero al primer vistazo, es ese aura, ese carisma mediático que deja, para toda la vida, tener o haber tenido algún parentesco, aunque sea lejano o accidental, con familias -de lá reáleza europea: primo del heredero de Varsoniova, ex novio de la hija hippie del rey de Borduria, hermano del cuñado del rey de Ruritania. Detallitos, en fin, que permiten salir en la prensa rosa. Ayuda mucho ser de buena familia, con posibles, y que el patronímico -con los aventureros cutres se dice nombre a secas- sea, por ejemplo, Borja Francisco de los Santos; pero que desde niño la familia y los amigos te hayan llamado, y sigan haciéndolo aunque ya tengas cuarenta tacos, Cuquito, Cholo o Totín. Porque luego, cuando el Hola dedica cuatro páginas a tu última hazaña, para el titular queda estupendo eso de Totín Fernández del Ciruelo-Bordiú, estirpe de aventureros, declara: «Que Televisión Española, Iberia, Telefónica, el BBVA, La Caixa, Trasmediterránea, Repsol, la Once y la Doce me financien esta gesta no tiene nada que ver con que yo sea cuñado del rey Ottokar de Syldavia>>.




PATENTE DE CORSO 07.05.06 – Arturo Pérez-Reverte
Olor de guerra y otras gilipolleces



Lo malo que tiene eso de largar en entrevistas y cosas así, salvo que respondas con monosílabos o frases muy cortitas, es que, digas lo que digas, lo que se publicará depende de la capacidad del periodista que tienes enfrente para sintetizar respuestas. Raro es el que, a la hora de redactar su entrevista, utiliza una frase larga absolutamente literal. Y resulta lógico. Pocos entrevistados aportan un texto breve y contundente que resuma, en pocas líneas, la intensidad de la respuesta posible. Así que el periodista intenta condensar, resumir, ajustarse en lo posible al espíritu de lo que le dicen. Eso, naturalmente, requiere una cultura previa que permita comprender lo que se escucha, un talento para el oficio y una ética profesional. Por eso mismo, nadie en su sano juicio que tenga algo importante o delicado que decir, acepta una entrevista con alguien que maneje, como únicas herramientas, un bloc y un bolígrafo. En lo que a mí se refiere, sólo cuando conozco mucho al entrevistador accedo a entrevistas serias sin magnetófono de por medio. Fui meretriz antes que monja, a ver si me entienden. Conozco el percal.

Aun así, por muchas precauciones que adoptes, siempre te la endiña alguien. Es inevitable, y alguna vez me referí a eso, en esta misma página, como daños colaterales. Hablar en público es ponerte en boca de otros: o callas, o te la juegas. Pero hay casos estremecedores. Sé de mucha gente en apuros al figurar, en titulares de prensa, cosas que nada tenían que ver con lo que dijeron. Y no siempre el culpable es el redactor. Un entrevistador riguroso, que suda tinta para ser fiel a lo que le confía su entrevistado, tiene un jefe de sección, un redactor jefe o un director que, por mil razones –prisas, sensacionalismo, descuido, mala leche– pueden titular de un modo u otro, alterando la verdad o cepillándosela para darle más garra al asunto. Conozco a escritores, actores, políticos y deportistas enemistados para siempre con compañeros de profesión o en graves aprietos por un titular infiel. Hay simplificaciones que son letales, y yo mismo fui objeto de ellas alguna vez, como todos. Mi favorita es la de cuando, tras una conferencia en la que dije que a veces era más reprobable moralmente el político infame que se beneficiaba del terrorismo que el terrorista propiamente dicho, ya que este último corría riesgos y el otro ninguno, un diario tituló, en primera página: «Pérez-Reverte prefiere un terrorista a un político».

Con mi última novela tuve oportunidad de ampliar la hemeroteca. Una revista publicó una entrevista en la que, entre otras cosas, yo decía que la guerra tiene un olor que se queda en la nariz y en la ropa y que tarda mucho en disiparse. Tanto debió de gustarle la idea al redactor jefe o al director, que, en un exceso de celo melodramático, decidieron titular en primera: «Llevo el olor de la guerra pegado a mi piel». Con lo cual, supongo que con toda la buena voluntad del mundo, me dejaron como un perfecto gilipollas. También hubo alguna carta al director –católicos ofendidos en lo más vivo– por una descontextualización de otro entrevistador, resumida en la frase «el humanismo cristiano ha hecho mucho daño», a palo seco, sin especificar que, innumerables bienes aparte, me refería al daño de persuadirnos de que los hombres tendemos a la perfección, al amor y a la bondad, dejándonos como corderos indefensos en manos de tanto lobo y tanto hijo de puta.

De todos modos, la perla de mi última presentación novelera es de las que costarían la amistad de amigos y colegas, de no ser porque los amigos y colegas saben, por experiencia propia, con quién nos jugamos los cuartos. Durante una conferencia de prensa, un periodista preguntó si, en mi opinión, Marsé, Vargas Llosa o Javier Marías podrían haber escrito El pintor de batallas, mi última novela. Mi respuesta fue la única posible: con el mismo asunto, mis colegas –amigos, además– habrían escrito magníficas novelas, pero no ésta. Para escribirla así, añadí, necesitarían mi biografía, y cada cual tiene la suya.

El comentario, recogido por una agencia de prensa, fue difundido correcta y literalmente; pero al día siguiente, un diario puso en mi boca, en titulares gordos: «Ni Marsé ni Vargas Llosa tienen mi biografía», otro precisó: «Vargas Llosa o Marías no habrían podido escribir esta novela», y un tercero, el premio Reverte me Alegro de Verte al tonto del culo de este año, tituló: «Vargas Llosa es incapaz de escribir esta novela».



PATENTE DE CORSO - 19 de Octubre de 2008
Gilisoluciones para una crisis - 798


El diccionario de la Real define la palabra gilipollas como tonto, o lelo. Es buena definición, pero a mi juicio le falta un matiz. Yo lo definiría como tonto, lelo, con un punto de pretenciosidad o alegre estupidez. Esa distinción es importante, a mi juicio. Pongo un ejemplo casual como la vida misma: no es igual, como dirían en mi tierra, un tonto a secas que un tontolpijo. El tonto es tonto, y no da más de sí. En Aragón, verbigracia, el tontolhaba no es más que un cenutrio elemental, querido Watson. Un tonto de infantería. Sin embargo, en Cartagena o Murcia el tontolpijo es un tonto con maneras de otra cosa. Un tonto ligeramente cualificado, o con ínfulas de ello. Entre uno y otro podríamos situar también al tontolculo y al tontolnabo, que son especies intermedias pero más bien bajunas. Tirando a cutre, vamos. La joya de la corona, sin discusión, es el tontolpijo. Ése se sitúa por mérito propio en la parte alta del escalafón. En esencia, el tontolpijo es un tonto que suele dárselas de listo. Que no se entera de lo tonto que es, y encima se cree divino de la muerte. Un capullín puesto de perfil, o sea. Sabidillo y frivolón al mismo tiempo, con pujos de cantamañanas. Un tonto al que a menudo podríamos definir como políticamente correcto. O sea: un gilipollas.

Toda esta amena reflexión filológica proviene de la lectura de los suplementos dominicales y revistas de hace un par de semanas. Estaba en ello cuando me topé con algunos reportajes que coincidían en materia: consejos para las familias a la hora de plantearse la cocina en tiempos de crisis. En vista de la que va a caer, era la idea, hay que apretarse el cinturón, renunciar a caprichos gastronómicos y buscar menús domésticos baratos y sencillitos, poco gravosos para el bolsillo. Para echar una mano a las economías familiares, esos reportajes coincidían en proponer platos adecuados para tiempos de incertidumbre como los que tenemos encima. Cositas sencillas, vamos. De diario. Para ir tirando.
Una receta de pescado, por ejemplo, sugería cómo lograr el sabor de la vieira, que es cara, con productos más accesibles: 150 gramos de merluza, 150 de rape, 150 de congrio y 150 de mero. Tal cual. Todo eso puesto dentro de conchas de vieira, por aquello de que comemos tanto con los ojos como con la boca. Frente a este delicioso modo de hacer frente al despilfarro doméstico, el consejo de otra revista para remontar la crisis con el estómago lleno y sin complejos tampoco tenía desperdicio: tosta de hígado de raya. Procurando, eso sí, que las cebolletas estén limpias y picadas muy finas y que las rebanadas de pan sean el doble de largas que de anchas –después de todo, la miseria no está reñida con la estética–, y que el aceite, a ser posible, sea de oliva virgen. La calidad y el amor a los suyos, oiga, aconsejan ese pequeño sacrificio. Al final, lo simple aburre, y lo barato siempre sale caro. Dicen.

Ahí van otras sugerencias –divertidas, es el inevitable adjetivo– para jalar en condiciones sin que la economía familiar se resienta mucho: mero con cuscús, pechugas en escabeche de Módena, cerdo relleno de grumelos, sardina pertrechada con vinagreta de tomate en caliente. Etcétera. Por supuesto, los procedimientos cuentan. Nada de despachar el género con vuelta y vuelta y un sofrito guarro de tomate enlatado, o recurrir a la ordinariez de pasta, garbanzos, arroz, puré, acelgas o tortilla de patatas. La palabra crisis, el estar tieso como la mojama, no pueden ser pretextos para la vulgaridad a la hora de ponerse a la mesa. Nunca en España, por Dios. Un simple mejillón hervido con chorro de limón es intolerable por mucho que se desplome la bolsa. Lo importante es añadir tabasco a la cebolla y el tomate sin olvidar tomillo, perejil y laurel, todo bien picadito. Y en cuanto rompa a hervir el huevo, rectificar el punto de sazón e incorporar los mejillones. Por supuesto, dando un hervor al conjunto.

Así que ya lo saben. No hay crisis incompatible con un estómago lleno, ni con el glamour de una mesa que firmarían Arzac o Ferrán Adrià. Con talento y buen ojo, todo es posible en Granada. La señora o el caballero llegan a casa, por ejemplo, después de pasar la mañana en la cola del paro o buscándose la vida con su navaja en una esquina, y con una simple lata de berberechos y los consejos de cualquier revista pueden despertar la admiración de su familia, y de paso subirse unos puntos la autoestima, cocinando, sin ir más lejos, unas almejas deconstruidas al aroma de esturión con cebollas glaseadas a la roteña con guarnición de arroz de Calasparra travestido a lo salvaje del Orinoco. Por lo menos. Así que, por mucha crisis que haya o vaya a haber –además, el Gobierno ya prepara eficaces medidas para cuando la crisis pase y sigamos siendo el pasmo de Europa–, no se disminuya, amigo. Igual hay quien lo llama gilipollas. O si es de Murcia, tontolpijo. Pero tranquilo. Si los perros ladran, es que cabalgamos. Coma usted barato, original y caliente. Sobre todo, divertido. Fashion. Y ríase la gente.



PATENTE DE CORSO 08.06.14
~ Somos gilipollas ~ 1092


A veces, cuando pienso «somos gilipollas», recuerdo aquel chiste en el que, al decirle eso un amigo a otro, y responder éste «no pluralices», concluye el primero «vale, eres gilipollas». Por cierto, y ya que estamos con eso, la definición de gilipollas que da el diccionario de la Real Academia Española -inocente, cándido, tonto o lelo- queda, a mi juicio, incompleta. Un gilipollas es un tonto, por supuesto. Pero la definición, que espero se pueda corregir en una próxima edición, no recoge lo fundamental: un gilipollas es un tonto que no sabe que lo es, y que además se cree listo. Para entendernos, una mezcla de cantamañanas y tonto del ciruelo. Que a veces ni siquiera hace falta que hable, ni nada. Y al que a menudo se le conoce hasta por los andares.

Pero hay gilipollas que hablan, naturalmente. Y que escriben. O que -vamos a pluralizar- escribimos. El otro día oí hablar a uno de ellos, o tal vez era una de ellas. Porque gilipollas los hay de ambos sexos, y algunos hasta con carrera. La estupidez, aunque mucho más acusada en los hombres que en las mujeres -casi todas ellas vienen con intuiciones extra de fábrica-, no es exclusiva del varón. Y el otro día, como digo, oyendo comentar en la radio el último viaje del rey de España a Arabia Saudí para vender trenes Ave y cuanto allí nos quieran comprar, escuché una frase perfecta para inscribir en los anales recientes de la hispana gilipollez: «El rey se vino de allí sin hablar de derechos humanos».

Vayamos por partes, como Jack el Destripador. Que el rey don Juan Carlos, con sus 76 tacos de almanaque, se ha calzado 40.000 kilómetros en los últimos dos meses, bastón en mano y sonrisa en boca, para arrimar el hombro, es indiscutible. Sea monárquico, republicano o indiferente quien observe la cosa, ésta es la fetén; y también, que ha conseguido no pocos contratos, dejando las puertas abiertas a los empresarios españoles. Las lecturas laterales, aunque tengan su puntito, son ahí secundarias: da igual que uno de los motivos sea la necesidad de la familia real española por lavarse el careto, más bien sucio tras los elefantes en Botswana, los ojos azules de doña Corinna, la desvergüenza del yerno Urdangarín -y de quienes se lo consintieron- y la prístina inocencia de la infanta. Todo eso explica cosas, pero no altera el hecho principal: el rey se lo curra como un león de la Metro, y a sus años tiene mérito que se gane el jornal. Y a él, además, se le ponen al teléfono. Imaginen a Rajoy.

Pero esto es España, donde toda gilipollez tiene su asiento. Y su público. Por eso no podía faltar el comentario arriba mencionado, cuyo desarrollo no se nos escapa. Conseguir contratos está bien, viene a decir; pero el rey viaja al Golfo, donde no se respetan los derechos humanos como aquí, sin afear a esos jeques totalitarios y machistas sus infames conductas. Mecachis en la mar. Va a sacarles contratos, pero para conseguirlos calla, cómplice, en vez de denunciar públicamente, aprovechando la coyuntura beduina, el estado de cosas. Tenía que haber cogido al jeque de turno por el cordón de la kufiya y decirle ante los periodistas: «Oye, Abdalláh, Rachid, Faisal, eso de que tratéis como esclavos a los criados filipinos, y no permitáis prensa libre y democrática ni bares con tapitas de jabugo, y obliguéis a las señoras a llevar velo prohibiéndoles conducir y hasta fumar por la calle, está muy feo, en serio. Que eso es cosa de fascistas. Y si no os enmendáis y democratizáis jiñando estopa, los empresarios españoles no harán negocios con vosotros, ni construiremos el Ave a La Meca, ni los equipos de fútbol llevarán vuestros nombres en las camisetas, ni nada de nada. Tampoco os/nos ingresaremos más comisiones por negocio hecho, porque eso es éticamente reprobable. Os vamos a hacer el vacío, y no vendré más a comer cordero, y los palacios de vuestros príncipes y princesas no saldrán en el Hola, donde tengo mucha mano, más incluso que Nati Abascal». Y entonces, atormentados por el remordimiento, todos esos jeques del petróleo, abrazándolo llorando, habrían dicho: «Juancar, tío, nos has convencido, en serio. Jandulilá. Estábamos cegados por el petrodólar, pero esto va a cambiar, lo juramos por la sura IX del Corán, y cuando vuelvas no nos vas a conocer, de demócratas que nos habremos vuelto: vamos a autorizar los derechos humanos, las tetas en la playa, tendremos libertad de prensa, nuestras Fátimas podrán alistarse en la Legión y nos pondremos hasta las trancas de jumilla y de jalufo. Gracias a ti, colega, nos vamos a volver más demócratas que la leche».
Y es que lo dije antes, me parece. Incluso en el título. Somos gilipollas.





PATENTE DE CORSO 15.06.14 ~
Ellos también son gilipollas ~ 1093



Consuela comprobar que en todas partes cuecen habas, y que otros, a veces, incluso las cuecen más gordas. El daño colateral, sin embargo, es que, como toda estupidez suele ser contagiosa, y España -lugar donde una ardilla podría recorrer la península saltando de idiota en idiota- es lugar bastante propenso a tales contagios, al final las habas gordas de los demás también acabamos, indefectiblemente, cociéndolas nosotros. Con lo que no hay disparate guiri digno de telediario que, tarde o temprano, no acabe siendo adoptado, con militante entusiasmo, por nuestros tontos del haba de aquí.

La última es tan excelsa que no me resisto a contársela. En Gran Bretaña, impulsada por una oenegé llamada Action for Children -gente que parece de lo más respetable, por otra parte-, están preparando la que llaman allí, y no es coña, Ley Cenicienta; aunque habría sido más bonito, más literario y más inglés llamarla Ley Dickens. Pero, bueno. En cualquier caso, como su apodo sugiere a quien haya leído lo de los hermanos Grimm, esa modificación legal pretende que los padres que priven a sus hijos de abrazos, besos o muestras de cariño se enfrenten a penas que irían desde multas hasta diez años de cárcel. Según el Daily Telegraph, que comenta el asunto, se pretende modificar la legislación vigente para introducir como delito la crueldad emocional paterna, situándola casi al mismo nivel de los abusos físicos o sexuales. Y ahí no hablamos ya de malos tratos a niños, incluso psicológicos -punto sobre el que no hay discusión ni matiz posible-, sino de si se les besa y abraza lo bastante, se les dice hijo mío cuánto te quiero, y cosas así. Cómo se evalúa eso es lo de menos: ya se irá viendo. Lo que cuenta es que los padres culpables de ignorar afectivamente a sus hijos o de no darles suficiente cariño, perjudicando así su desarrollo emocional, puedan ser detenidos por la policía y llevados ante un tribunal, donde un juez decidirá sobre el asunto después de averiguar -calculen la finura que se le supone a su señoría- si el niño se siente lo bastante amado por sus padres, si éstos le dan besos y abrazos suficientes, o si, por el contrario, muestran una frialdad afectiva que, según la oenegé antes citada, «puede producir problemas de salud mental y, en algún caso, el suicidio».

No cabe duda de que el bocado es tan jugoso, tan de telediario, tan fácil de manejar una vez adobado con la demagogia idónea, que de aquí a nada tendremos en España bellas iniciativas como ésa. Bofetadas habrá para apropiarse el bombón y masticarlo. Todo, claro, con la etiqueta política de cada cual, derecha e izquierda -está científicamente probado que los maltratadores siempre son de derechas-, y planteado mucho más a lo radical que en Gran Bretaña -donde, por cierto, uno de los paladines de esta ley es un diputado conservador-. Si en España basta que una señora diga en una comisaría que su marido o su novio la maltratan para que, con sólo su palabra, sin averiguación ni comprobación previa y garantía mínima de veracidad, el fulano pase esa primera noche automáticamente en un calabozo, y mañana ya veremos, calculen cuando haya de por medio, con una ley Cenicienta sobre la mesa, un niño -y eso incluye cabroncetes de hasta dieciséis años- que llega y dice: «Oiga, señor policía, mis padres no me quieren lo suficiente, eso perjudica mi desarrollo emocional y un día de éstos acabaré suicidándome». Esposados salen de casa, como el Lute. No les quepa a ustedes la menor.

Y es que esto es España, recuerden. Así que los progenitores poco afectuosos pueden ir poniendo los pavos a la sombra. Imaginen a un juez, según respire, estableciendo si los abrazos que tal o cual madre da a sus retoños son apretados de achuchón o sólo fríos gestos para cubrir el expediente. Si supone delito no arropar a un hijo y leerle cuentos hasta que se duerme. Si es punible, o no, que mientras un padre hace la declaración de Hacienda, ocupado en desear un futuro de felicidad al ministro Montoro y a todos sus muertos, no bese a su hija cada vez que ésta pasa cerca. Si es frialdad afectiva prohibir al niño matar vampiros en la videoconsola hasta las tres de la madrugada, o hasta qué punto el hecho de que por imprevisión paterna se acaben los crispis para el desayuno puede causar trastorno emocional, con el correspondiente suicidio cuando cumples los cuarenta tacos. Imaginemos, en resumen, el interesante panorama paterno-filial que puede abrirse aquí con una ley semejante. Las deliciosas escenas. Todas esas madres abalanzándose enloquecidas sobre sus criaturas de quince años, a la salida del cole, rivalizando en colmarlos de besos y abrazos ante sus compañeros. Por si acaso.




Gilicomedias y otros filmes – 16 de julio de 1997


El pasado fin de semana tuve el vídeo al rojo vivo, calzándome cuatro películas de bandera: El tesoro de Sierra Madre, de John Huston, Casino, de Scorsese, Código del hampa, de Don Siegel, y El mundo en sus manos, de Raoul Walsh. Después, de aquello, borracho de cine y de felicidad, me fui a dormir. Y al levantarme al día siguiente todavía me duraba la cara de gilipollas. Qué bien se queda uno, pensé, después de empaparse de buen cine, y de buenas historias contadas por gente que sabe hacer las cosas con oficio, con talento, y con el simple móvil de tener algo que contar y contarlo en corto y por derecho, sin marear la perdiz. No dejaba de dar vueltas a la infinita tolerancia del viejo minero encarnado por Walter Huston, o a Lee Marvin haciendo de criminal obsesionado por la pasividad de su víctima. Y para hablar de las goletas del Hombre de Boston y el Portugués ciñendo a rabiar, borda con borda, en su épica carrera a mar abierto. 0 los tropecientos mil millones de dólares que el amigo Scorsese tuvo que fumigarse para conseguir esa dura e intensa película sobre Las Vegas, donde Niro, Pesci y la Stone están, como dicen ahora los de Pijolandia, que se salen.

Y, mientras le miraba el careto a todo ese personal, el arriba firmante se preguntaba lo que hubiéramos hecho en España con los cuatrifoscientos kilos que Scorsese se pulió en su casino de Las Vegas. Cuánta gilicomedia fastuosa y cuánta obra maestra definitiva que aburre a las ovejas, y cuánto intenso thriller cutre habríanse podido marcar, voto a tal unos cuantos fulanos que conozco porque aquí, chavales, nos conocemos todos , con el aplauso de ciertos señalados compadres de la crítica cinematográfica. Los mismos críticos, casualmente, que a menudo coescriben los guiones y luego ponen estupendo el producto. Los mismos cuyo nombre naturalmente, sin que ellos sepan nada van esgrimiendo por ahí unos productores que yo me sé a la hora de recabar pasta para sus películas, garantizando tratamiento cuatro estrellas en las páginas de espectáculos de tal o cual periódico, revista o suplemento. 0 a ver si se creen ustedes que cuando de pronto en este país nos meten con calzador, a coro y hasta en la sopa, una solemne soplapollez de película, el evento es casual. Aquí, lo último casual fue que el Cid dejara embarazada a doña Jimena justo antes de irse a la mili.

Hay otro cine decente, honrado, eficaz. Un cine hecho por gente que ama su oficio, no para que le digan muy bueno lo tuyo en los cotarros de diseño, sino porque esa es la pasión que les revuelve el corazón y las tripas, y están dispuestos a jugarse la mujer, la pasta y lo que sea con tal de realizar los sueños que tienen en la cabeza. Gente humilde que no está en los circuitos de mangantes y no se come una rosca, guionistas con talento a quien nadie hace caso porque en este país cualquier director y cualquier productor se creen perfectamente capaces de inventar una historia; directores jóvenes y no tan jóvenes que aprendieron a hacer cine donde se aprende, en las pantallas de cine y leyendo, no en la onanista contemplación de su ombligo. Productores qúe se zambullen a cuerpo limpio, a menudo con su dinero y no el de los otros. Francotiradores que lo hacen reconciliarse a uno, de vez en cuando, con las palabras cine y España, cuando vienen juntas.

De cualquier modo, a fin de cuentas, cada público tiene también el cine que se merece. En Francia, los gabachos acuden a los estrenos a ver la última de Tavernier, o de Depardieu, como antes seguían a la Girardot, Lelouch, Truffaut, o Gerard Philippe. Apoyan a sus directores, a sus actores y sus películas. Aunque, claro. Allí, cuando tienen viruta hacen La reina Margot, Cyrano o Capitán Conan, y después la gente aguanta en largas colas bajo la lluvia para entrar y verlas. Aquí despilfarran en lo que todos sabemos; pero cuando alguien se juega el pescuezo y consigue algo digno, entonces no recauda un puto duro de taquilla, porque el bacalao de la promoción lo cortan las distribuidoras gringas, con la complicidad de los golfos a sueldo y de los palanganeros que se lo hacen gratis. Y como somos una panda de imbéciles, nos vamos al cine de al lado, a ver, por ejemplo, La sombra del diablo. Que lleva no sé cuantos meses en cines de toda España, y es un plomazo y una mierda como el sombrero de un picador. Pero sale Brad Pitt.



2021.02.21 No hay café, gilipollas
Arturo Pérez-Reverte - PATENTE DE CORSO



A ver si soy capaz de explicártelo, pedazo de gilipollas. Lee bien lo que te digo por si te sirve de algo, y de paso me sirve a mí. Uno de los efectos secundarios de la infinita capacidad de estupidez del ser humano es que reduce la compasión de cualquier observador lúcido. De esa estupidez nadie es inocente; todos somos responsables y víctimas. Pero sus manifestaciones extremas encierran un daño colateral: que cuando llega la nueva desgracia pronosticada en la lotería de la vida, ésa que las despiadadas reglas naturales imponen periódicamente –geometría del caos lo llamaba Faulques, un fulano que sale en una de mis novelas–, algunos observadores lúcidos miren la cosa con menos horror que curiosidad científica. Incluso con un amargo «pero ¿qué esperabais, idiotas?». Y ojo al dato, oye. Porque lo de idiotas va por ti.

La compasión, te digo. Busca la palabra en el diccionario y me ahorras texto. Me preocupa que ahora la pongamos tan difícil. Tú y yo, claro; pero –perdona que aquí pluralice menos– sobre todo tú. En otros tiempos tenías justificaciones, atenuantes; pero hace mucho que casi todos llevamos en el bolsillo un aparato donde basta pulsar una tecla para acceder a tres mil años de cultura, ciencia y memoria. Así que la excusa de la ignorancia no vale un carajo. Y esa certeza es peligrosa, porque de las pocas palabras que cuando todo se derrumba nos mantienen erguidos –dignidad, lealtad, amor, honradez y alguna otra– la compasión es básica. Si se pierde, es difícil recuperarla. Y sin ella, el ser humano se convierte un poco más en el peligroso animal que siempre fue, aunque la idiotez de nuestro siglo lo camufle con frases de Paulo Coelho. Sin compasión, estamos fritos. Nos volvemos gruñones, misántropos, egoístas, vitriólicos, francotiradores. Sin compasión me acabaré ciscando en tu puta madre, y eso no es bueno. No me quites la capacidad de compasión, por la cuenta que nos trae. Por lo menos, a mí.

Esa compasión me la pusiste de nuevo en peligro hace unos días, viéndote en la tele. Eras tú, el de siempre. Salías hablando de los terremotos que han sacudido Granada porque ese día eras de allí, aunque te he reconocido en otros lugares. Y oyéndote hablar, me enganchaste de nuevo. Tu comentario era estupendo, y lo apunté para que no se me fuera: «Tienen sismógrafos para prevenir estas cosas, pero nadie nos ha avisado. Es una vergüenza». Eso fue lo que soltaste. Y no me digas que recordada en frío no es una frase cojonuda. Resume de forma admirable un montón de cosas que no detallaré porque sonarían a insulto, pero sí te digo una: estás mal acostumbrado, ciudadano. O, seamos compasivos, te acostumbraron mal. Pasó igual cuando Filomena taponó España con nieve, las carreteras se llenaron de automóviles bloqueados pese a que se había advertido de lo que venía, y saliste en el telediario a quinientos metros de Carrefour –ese día eras mujer, pero te reconocí– indignado porque tenías niños en el coche, llevabais allí doce horas «y no ha venido nadie a ver cómo estamos, y ni siquiera nos han traído un café».

Podría seguir poniéndote ejemplos. Los hay a millares, pero con ésos te harás idea, a menos de que seas muy imbécil, de por qué te llamo imbécil. Primero, por tu incapacidad de asumir que el mundo es un lugar hostil donde pasan cosas malas, donde normalidad y seguridad son relativas, y donde puedes horrorizarte, pero no sorprenderte. Y en segundo lugar, porque crees que el Estado, sea el que sea y lo maneje quien lo maneje, tiene la capacidad y la obligación de llevarte ese café o avisar por teléfono de que en tu casa se van a resquebrajar las paredes dentro de media hora. Pretendes, cretino implume, que el mundo sea una oenegé dispuesta a atenderte en el acto; y en caso contrario buscas automáticamente un responsable, una autoridad, un policía, un bombero; alguien en quien descargar el resultado de tu imprevisión, o a quien atribuir responsabilidades que nada tienen que ver con la voluntad humana. Eres tan infantil que no comprendes que no todo es previsible, y que nadie es inmune al caos periódico, al zarpazo de una Naturaleza desprovista de sentimientos. Se cae el avión, pillas el bicho, se estrella el coche, y lo primero que haces es buscar a quien se zampe el marrón. Necesitas culpables, y tal vez ésos a los que acusas lo sean; pero no por los motivos que esgrimes. Llevan demasiado tiempo haciéndote vivir en un cuento de hadas que acaba cuando pasas la página o tecleas en Google las palabras Boko Haram, Afganistán o mujeres de Ciudad Juárez. Te han hecho creer que el mundo es por fin un lugar seguro y que papá Estado se ocupa de todo. Te han engañado como a un chino, suponiendo que a los chinos de ahora los engañe alguien.


Gracias, Salva. Gracias don Arturo.


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