Foro sobre Arturo Pérez-Reverte
Un lugar de encuentro donde "discutir" sobre la obra del escritor Arturo Pérez Reverte

saltimbanqui escribió el día 04/03/2015 a las 17:57
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Quizas sea éste el autor.
http://arturoperez-reverte.blogspot.com.es/2009/09/pepe-el-carpintero.html


Conozco a un carpintero que se llama Pepe y hace unos días estuvo trabajando en mi casa. El asunto consistía en instalar un enorme mueble-estantería para darle un poco de desahogo a algunos de los libros que andan por todas partes. Lo habíamos diseñado a medias, póngame aquí esto y lo otro, y en la mitad una urna de cristal para el Derflinger, un galeón del siglo XVI de casi un metro de eslora que construí hace años, cuando aún tenía tiempo y paciencia para hacer maquetas de barcos. El caso es que Pepe captó perfectamente la intención del asunto, y durante tres días anduvo por casa con dos jóvenes ayudantes, poniéndolo todo perdido de tablones, serrín y barnices.

Por aquello de que había libros y un barco de por medio, lo vigilé de cerca. Ponía un punto y aparte en el ordenador y me iba a verlo trabajar ajustando tablones, atornillando estantes. Y hubo varias cosas que me llamaron la atención. De una parte, la seriedad y rigor con que Pepe y sus aprendices realizaban el trabajo: madera bien ajustada, puertas encajadas a la perfección, acabados pulidos y ni una sola astilla. Eso, en este país donde menudean los chapuceros y los mangantes a domicilio, me pareció insólito. Tampoco, a pesar de que Pepe y sus ayudantes fuman, los vi hacerlo mientras estuvieron dentro de mi casa. Y en cuanto a las bebidas que les ofrecí, hasta que terminó su tarea pidieron siempre sólo agua.

Pero lo que me impresionó de Pepe fue su actitud profesional. De vez en cuando lo veía detenerse y retroceder para comprobar los progresos. Asentía como para sí mismo, y después iba a tal o cual parte del mueble -que yo encontraba perfecta a simple vista- y le daba los retoques necesarios. Al aparecer yo por allí me miraba de soslayo, cual si acechase mi aprobación. Era evidente que disfrutaba con su tarea, con la obra bien hecha y con mi satisfacción tanto como con la suya propia. En un momento de confidencia me dijo que la noche anterior, en su casa, había calculado, por curiosidad, que a tres centímetros por cada uno me cabrían en las estanterías unos dos mil libros. Aquello tenía su mérito; pues, según propia confesión, Pepe no ha leído un libro en su vida. Yo le dije que no, que el Espasa, por ejemplo, tiene ciento once tomos con una media de siete centímetros cada uno, y que como mucho allí cabria un millar. Entonces, muy serio y como decepcionado, sacó papel y lápiz y se puso a ingeniar modos de ganarme un poco más de espacio. Parecía que el asunto se hubiera convertido en algo personal.

Por fin, un día, terminó el trabajo. Había barrido el suelo y la habitación olía a cola fresca, a madera y a barniz. Saqué una cerveza y entonces Pepe se la bebió conmigo, sentados el uno junto al otro en un peldaño de la escalera, frente al mueble. Miraba su obra y me miraba a mí, tranquilo, satisfecho, disfrutando el momento de la culminación del largo esfuerzo. Aún se levantó un par de veces para pasar el dedo por lo que le parecía una marca en la madera, un defecto del barniz, y volvió a sentarse junto a mí, tranquilizado.

-Buen trabajo -dije.

Y qué privilegio, pensaba, encontrar a alguien para quien un trabajo aún es algo más que cuatro martillazos cutres como trámite previo a una factura. El carpintero sonrió un poco, bebió un sorbo de cerveza y volvió a sonreír. Miraba el mueble como puede mirarse a una mujer hermosa, a un amigo, o a un hijo, Y comprendí que en realidad era parte de él; su obra y su orgullo. Y en ese momento, sentado en el peldaño de la escalera y con su cerveza en la mano, Pepe me pareció la viva estampa de la honestidad y el pundonor ante la obra bien hecha. Aquélla era su dignidad; lo que le daba derecho a sentarse junto a quien lo empleaba y aceptarle una cerveza, de tú a tú. Un respeto que no se da por supuesto, ni se regala, sino que se gana a pulso. Con profesionalidad y con vergüenza.

Después nos dimos la mano, y entonces me preguntó si no me importaba que viniera a ver el mueble cuando ya estuviesen puestos los libros. Le dije que en absoluto, que viniera cuando le apeteciese, Y el otro día lo hizo. Apareció en el umbral, tímido, sin atreverse a entrar después de haber pasado varios días entrando y saliendo como Pedro por su casa. Por fin dio unos pasos y se detuvo ante el mueble, impresionado. Relucían los dorados en los lomos de las encuadernaciones y el viejo Derflinger en su urna.

-Caben mil doscientos -dije. El movía despacio la cabeza, sonriendo orgulloso. Entonces fui al frigorífico y le traje otra cerveza con muchísimo respeto.

23 de julio de 1995


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