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La Derrota escribió el día 26/03/2009 a las 19:54
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ANEXO al 29.03.09 ~ Honor y picolos
Honor habemus. Sed non totus.
«Muero sin honor ni reputación. Me lo quitaron todo, el dinero y el honor. No es éste el pago que merecen cuarenta años de servicios».




La honra gremial fue el primer acercamiento al hermoso y profundo mundo del honor.
"… En las ciento seis semanas que llevo tecleando esta página dominical, por ejemplo, buena parte de las cartas de lectores que escriben para cagarse en mis muertos pertenecen a miembros de colectivos que se sienten agraviados por extensión solidaria.…"


y se decidía finalmente por los libros, la educación y la Historia, el sustrato:

"…Eso molaría un mazo, la verdad. Pero para ello hace falta ser lúcido y ser generoso; algo que se aprende en las escuelas, y en las familias, y en los libros, y en la Historia. De modo que vamos listos."
Clanes, tribus y paranoicos 30/7/1995



Y llegamos a lo de esta semana pasando por algunos otros artículos interesantes, entre ellos:




25.06.1995- CUESTIONES DE HONOR - El Semanal
Hace un par de semanas puse la tele y me encontré al ex presidente Suárez acudiendo a un juzgado, porque alguien dijo que trincó trescientos kilos de Banesto, cuando Mario Conde y todo eso. Suárez llegó, dijo que eso era una bola como el sombrero de un picador, miró al soslayo, fuese y no hubo nada. Supongo que a estas alturas todo habrá quedado en eso. Algo de lo que el arriba firmante se alegraría infinito; pues la persona de Adolfo Suárez, Ucedés aparte, me cae bastante bien. Tanto por esa pinta que tiene, con su perfil de torero grave y veterano, como por los morlacos que lidió, como por ese silencio magnífico en el que ha sabido atrincherar, cual muy pocos en este país, su digna salida del Gobierno y su decoro como político jubilado.

Y pensaba yo: ojalá que no. Deseo que éste de verdad no tenga nada que ver, y que en talcaso no me lo llenen de mierda como a los demás. Porque no sé qué carajo iba a quedar entonces como referencia política decente de los últimos veinte años. Y en ésas me decía: hay que fastidiarse. En un país donde los partidos de oposición ganan esgrimiendo titulares de periódicos en vez de programas de gobierno, donde tantos jueces se acojonan o se muestran implacables según el tipo de repercusión social
del asunto, donde todo el mundo tiene una piedra en la mano para el linchamiento previo, cualquiera puede permitirse acusar a otro de cualquier cosa, mentarle la madre o llamarlo maricón de playa, así, por el morro, y si cuela cuela. Y si no, oye, pues vale, pues me alegro. Pero empuerca, que algo queda.

Insisto en que ignoro si Adolfo Suárez fue más o menos honrado que otras joyas del oficio. Pero, aparte la simpatía personal —que es asunto mío porque me da la gana que su careto me sea simpático—, mucho me guardaría de cuestionar su honorabilidad si no tuviera un buen legajo de papeles con todo allí, incluidos los afotos del antedicho en el momento de trincar. Y aun así, averiguaría antes en qué condiciones, y para qué. A fin de cuentas, con todos sus errores y todos sus defectos, que los tuvo, incluida la cuerda de mercachifles, correveidiles y meapilas que nutrió parte de sus huestes, don Adolfo Suárez hizo una transición que le salió bordada. Faena que remató levantándose a defender la democracia, encarnada en un anciano general a quien un torpe teniente coronel intentaba zancadillear y tirar al suelo. Y eso merece un respeto.
Yo, entre nosotros, a lo de Gutiérrez Mellado no le doy mucho mérito. Sospecho que más que impulso democrático lo que lo cabreó y puso tan flamenco fue que allí entró un teniente coronel con escopeta y no se le cuadró. O sea, que al abuelo le saltó el automático. El mérito de verdad se lo adjudico al de Ávila. Y cuando los sesientencoño empezaron a agujerear el techo, don Adolfo se quedó erguido, chuleta, de perfil ante España y ante la Historia y ante los anales de la vergüenza torera, mientras todo el personal, incluido el actual presidente del Gobierno y numerosos prohombres de su partido y la actual oposición —salvo Carrillo, que fumaba al fondo, a lo suyo—, se lanzaba a bucear bajo la moqueta en plena cagalera. Y a mí, que soy muy primitivo, pues qué quieren que les diga. Esas cosas me impresionan.

Por eso, dejando ya la anécdota de Suárez aparte, a veces uno lamenta que ciertas antiguas costumbres, como el duelo, hayan caído en desuso. Antes, alguien te miraba mal y podías mandarle los padrinos, y la cosa se solventaba a pistoletazos o sable, y al menos tenías una oportunidad real de volarle al otro los cuernos.
Ahora, un fulano afirma, es un suponer, que lo que a ti te gusta es tocarles el culito a los nenes en las guarderías, y tú demuestras que es mentira, que lo que te gusta de verdad, por ejemplo, es ir los jueves a un meublé con la señora de ese fulano, y aquí no pasa absolutamente nada, ni nadie rectifica, y todo queda como así, en el aire. Si por una parte vas y planteas demanda judicial para recuperar tu honor, resulta que el honor anda muy devaluado —hasta los políticos juran por su honor, háganse idea— y el juez te toma a pitorreo. O, como en este país la Dura Lex sed Lex (Duralex) a menudo se parece a la bonoloto, depende de qué juez te toque en suerte para que te restituyan la honra o por el contrario quedes como paidófilo para los restos. Y tampoco es cosa de que vayas y le des una estiba al otro fulano, pues no puedes andar a bofetadas, como los gañanes. Además puedes romperle algo, y entonces sí que los jueces te empapelan vivo. O rompértelo él a ti. Con lo que, además de la fama, te llevas un par de hostias.




El picoleto - El Semanal 12 de enero 2003
En la sierra de Madrid anochece gris, brumoso y sucio. Llevo todo el día dándole a la tecla y me apetece estirar las piernas, así que me enfundo la cazadora de piloto del Güero Dávila y salgo a dar un paseo. Cae una llovizna fría, y el agua en la cara me espabila un poco cuando bajo hasta el bar de Saturnino, que está junto a la carretera, en busca de un café. El camino pasa por la iglesia, en cuyo porche me entretengo un rato con don José, el párroco, que está allí con su eterna boina, como un centinela en su garita. Qué te parece lo de ese pobre chico, dice. Y me cuenta. Hace sólo unas horas, muy cerca de aquí, dos heroicos gudaris han asesinado a un joven guardia civil cuando éste se llevaba la mano a la visera de la teresiana para decir buenas tardes. Hablamos un rato del asunto, el páter me cuenta los detalles que ha oído en la radio, y luego me despido y sigo mi camino bajo la lluvia.

Cuando llego al bar, llueve a cántaros. Digo buenas tardes, me apoyo en la barra sacudiéndome como un perro mojado, y pido un cortado con leche fría. Saturnino, que es grande y tripón, deja la partida de mus y pasa al otro lado del mostrador mientras sus contertulios aguardan, pacientes. En la tele, sin sonido, hay un concurso idiota; y en la radio Rocío jurado canta como una ola, tu amor llegó a mi vida, como una ola. Enciendo un cigarrillo. Junto a mí, en la barra, están cinco albañiles de las obras cercanas; son tipos duros, de manos rudas, manchados de cemento y yeso. Fuman y beben cubatas y carajillos de Magno mientras comentan lo del picoleto muerto, a su estilo: nada que ver con las tertulias políticamente correctas que uno escucha en el arradio ni con los circunloquios del Pepé y el Pesoe. Por lo menos, comenta uno de ellos, un etarrata se llevó lo suyo. Y lástima, añade el otro, que no le dieran un palmo más arriba, al hijoputa. En los sesos. Ése es el tono de la charla, así que tiendo la oreja. Otro cuenta cómo el segundo guardia, herido en el brazo derecho, aún tuvo el cuajo de seguir disparando con la izquierda. Y el del paraguas, añade otro. Ése que pasaba de paisano y corrió a ayudarlos con el paraguas de su mujer como arma. Compañerismo, opina un tercero. Y huevos, apunta otro. Sabe Dios cuántos guardias civiles han muerto ya con esto de ETA, dice alguien. La tira, confirman. Ha muerto la tira. Y ahí siguen, los tíos. Aguantando mecha sin decir esta boca es mía. ¿Os acordáis de sus hijos muertos en las casas cuartel?

Me quedo oyéndolos un rato mientras doy unos tientos al café infame de Saturnino. A veces son como son, comenta un albañil. Tarugos de piñón fijo. Pero hay que reconocer que siempre están donde tienen que estar. ¿No? Martínez, les dicen, ponte ahí hasta que te releven. Y Martínez no se mueve de ahí aunque se hunda el mundo o lo maten. Por ciento ochenta mil pelas al mes que cobran. Y sin sindicatos, que tiene guasa la cosa. Eso vale algo, dice otro. O mucho. La prueba es que la gente dice que tal, cual; pero cuando tienes un problema, ni Gobierno ni rey, ni leches. De los únicos que de verdad te fías en España es de la Guardia Civil. Los cinco siguen un rato comentando el asunto. Y en ésas, como si estuviera preparado, se para afuera un coche verde blanco con pirulos azules. Por la ventana veo como salen dos guardias; otro empuja la puerta y entra. Es un guardia joven y alto. Tal vez se parece al que acaban de matar. Hasta es posible que pertenezca al mismo puesto Villalba, o al vecino de Galapagar. El guardia dice buenas tardes, se quita la teresiana y viene hasta la barra. Un café, por favor, le pide a Saturnino. Solo. Al entrar se ha hecho un silencio. Los albañiles lo miran y hasta los del mus se olvidan de los duples y del órdago. Cuando tiene delante el café, el picoleto saca del bolsillo dos aspirinas, y se las traga con unos sorbos. Qué le debo, pregunta, echándose la mano bolsillo. Saturnino va a abrir la boca, cuando del grupo de los albañiles le hacen un gesto negativo. Está invitado, rectifica Saturnino. Por los caballeros.

El guardia se vuelve hacia el grupo y mira un instante sus monos y ropas manchadas. Sus caretos masculinos y honrados, solemnes, sin afeitar, fatigados de todo el día en el tajo. Los cinco lo observan muy serios. Gracias, dice. Algún albañil inclina un poco la cabeza. Nadie sonríe ni dice una palabra. El picoleto se pone la teresiana y se va. Y yo me digo: me han ganado por la mano estos cabrones. Tenía que habérseme ocurrido. Ese café habría debido pagarlo yo.





Gracias Salva


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