Foro sobre Arturo Pérez-Reverte
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La Derrota escribió el día 20/01/2009 a las 17:08
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Inédito electrónico de don Arturo: DArtagnan en Maastrich
Es gracias al trabajo y la generosidad de Fierabrás que podemos leer hoy este inédito en electrónico de la obra de Arturo Pérez-Reverte. Yo, sólo lo he picado mientras lo leía del pdf que nos regaló sobre las noticias, entrevistas y artículos de don Arturo en el periódico LaVerdad de Murcia.





DARTAGNAN EN MAASTRICH

Arturo Pérez-Reverte
1 de agosto de 1994 - Diario La Verdad

Pardiez, que ha llovido mucho desde aquellla primera página y aquel primer lunes de abril de 1625, en Meung, cuando el jamelgo amarillo y la posada y todo lo demás. El joven gascón es ahora cuarenta años menos joven, y mordisquea su bigote blanco mientras pasea al descubierto del fuego enemigo con su sombrero galoneado, su largo bastón y sus entorchados de general. A pesar de los años, es el de siempre: valiente, orgulloso, con la bravuconería apenas templada por la edad. Entre el tiroteo sólo se ocupa de sacudir un poco, con la mano izquierda, el polvo que arrojan sobre él los proyectiles que caen alrededor.
Desde donde se encuentra, de pie sobre las fajinas y las trincheras, oye los gritos de los holandeses acuchillados por sus granaderos entre los cañones de la muralla, y espera, de un momento a otro, ver ondear en lo alto la bandera blanca de rendición. Buen trabajo y buena jornada, piensa, voto a Dios. Y mientras se retuerce satisfecho las guías del encanecido bigote, imagina que el rey Luis estará de buen humor allá en Versalles, entre cortesanos y queridas, mientras su viejo y leal soldado gascón conquista plazas para gloria de Francia.
Muy anciano es ya dArtagnan para esperar especiales mercedes. Él, que besó manos de reinas y sostuvo cetros de reyes, que combatió a un cardenal primer ministro y apresó e hizo temblar a otro, él a quien dos reyes ingleses llamaron amigo y que tuvo en sus manos la vida del propio monarca, sabe lo que vale la mezquina gratitud de los poderosos: veinte años como teniente de mosqueteros a cambio de unos herretes de diamantes, la lenta progresión en la jerarquía militar a costa de sacrificios y peligros sin proporción con su magra fortuna. Y sólo al fin, a la vejez, tras haber puesto cien veces la cabeza en el tajo del verdugo, algunos honores y un destino para saciar su vieja sed de gloria, justo cuando el apetito y la sed se extinguen con la edad. A buenas horas.
Un oficial enviado por el ministro Colbert y por el rey se le acerca con un cofrecillo de ébano incrustado en oro, y el general dArtagnan se pregunta qué diablos será aquello. Sin apartar la atención de lo que ocurre en las murallas, donde sus tropas avanzan entre torbellinos negros y rojos, de humo y llamas, responde al saludo del oficial y rompe los sellos de la carta que le entregan:
"Señor de dArtagnan. El rey me encarga participaros que os ha nombrado mariscal de Francia …"
A pesar de los años y las desilusiones, su gastado corazón de soldado se pone a latir como un tambor. La gloria, se dice. Su nombre en los libros de historia de Francia. Por mil diablos a caballo, que ha sido un largo camino desde aquella posada, en Meung, cuando Rochefort y Milady, y todo cuanto vino después. Con la carta en las manos da unos pasos, mira al cielo y siente que aquél es un hermoso día. Ojalá estuviérais hoy aquí, Athos, Porthos, Aramis, amigos míos; porque mi gloria es vuestra gloria. Deberíamos estar juntos hoy para batirnos de nuevo con los guardias del cardenal y después reir, cantar y remojar esta carta y ese cofrecillo con unas cuantas botellas de vino de Anjou. Para brindar a nuestra salud, a la de quines fueron nuestros amigos y nuestros enemigos y hoy están todos muertos, los unos y los otros.
Entonces dArtagnan, que fue primero aprendiz y luego cadete en la compañía del señor Des Essarts, y luego fue mosquetero, y teniente, y capitán, y cabalgó, y cruzó mares, y amó a pocas mujeres y mató a algunos hombres, y tuvo tres amigos a los que siempre fue fiel, y sirvió a la majestad caída con tanta devoción como a la sentada en el trono, por piedad, por honor y por vergüenza, y luego fue general, ya anciano, cuando tanto sabía sobre la frágil memoria y la ingratitud de los reyes y de los hombres, hace una seña al mensajero y, mientras extiende una mano para abrir el cofrecillo de ébano incrustado en oro que contiene el bastón de mariscal, piensa: Esta es mi fortuna, la he ganado, y nadie jamás me regaló nada. Y es entonces cuando la bala holandesa disparada desde la ciudad, rompe el cofre entre los brazos del oficial, alcanza a dArtagnan en mitad del pecho y lo derriba sobre un montón de tierra mientras el bastón flordelisado sale de los flancos rotos del cofre y va, rodando, a caer en la desfallecida mano del viejo mosquetero.
Y es allí, tumbado en la tierra holandesa, mientras el cielo azul se enturbia despacio ante sus ojos cansados, cuando la vida discurre ante él en sólo unos instantes, como si una mano invisible pasara las páginas de un libro en su memoria. El hombro de Milady, desnudo, con la flor de lis impresa sobre la carne blanca de aquella mujer que es, en el recuerdo de dArtagnan, su único remordimiento. O la sonrisa de Constanza Bonacieux, la única a la que dArtagnan amó, guiándolo entre los cortinajes de los pasillos del Louvre hasta la mano de una reina agradecida que se ofrecía para ser besada, único premio antes de veinte años de ingratitud y de olvido.
Los recuerdos pasan cada vez más deprisa ante los ojos del moribundo mariscal de Francia: Buckingham, apuesto y cortés, que fue sus amigo. Rochefort, que fue su enemigo, ya viejo y cansado como él, con esa retorcida complicidad, rayana en amistad, que sólo son capaces de profesarse dos hombres que fueron enconados adversarios y a quienes el tiempo y los años acercan entre sí. Carlos I diciendo remember mientras el hacha de Mordaunt hace temblar el cadalso sobre Athos y éste, al mirar hacia arriba, recibe en el rostro la sangre del Estuardo. El pobre Bragelonne agonizando de amor en los pasillos del Louvre mientras su amada se entrega a Luis XIV. Porthos y Aramis cabalgando hacia Belle-Isle anudando la intriga de la máscara de hierro. Richelieu escribiendo: Fue por orden mía y por razones de Estado que el portador de la presente hizo lo que hizo… Mazarino apresado por los mosqueteros, negociando su rescate. El rey niño dormido, cuando la Fronda y el teniente dArtagnan velando su sueño, espada en mano, ante los ojos de su madre Ana de Austria. Era el tiempo de los hombres y de los héroes; tan distinto a éste de encajes y puntillas, de pelucas rizadas y tacones, donde los hombres y los héroes, y los mosqueteros de bigotes blancos están muertos, o desengañados y viejos.
El cielo se oscurece ya en los ojos del anciano, y en la última claridad que aún le es posible entrever antiguas sombras: a Athos, que bebe en silencio para conjurar el fantasma de Milady, al buen Porthos sucumbiendo en la gruta de Locmarka –es demasiado peso– rodeado por cadáveres de enemigos. A Aramis, el único superviviente, convertido en general de los jesuítas, tan lejos de aquel joven y apuesto galán que estuvo a punto de batirse con dArtagnan por un pañuelo perfumado de mujer.
Fue, sí, un largo camino para llegar a ninguna parte, a este cielo que ya es una mancha oscura en los ojos del mariscal de Francia. Todos para uno, y uno para todos. La vieja divisa que tanto significó en otro tiempo y que hoy sólo es un eco de agridulce nostalgia, sombra de fantasmas y de recuerdos, le hace curvar sus labios en una sonrisa que no es sino resignación ante el tiempo que corre y que pasa, inexorable, llevándose el rumor de la juventud, de las hazañas y de sus vidas.
–Athos, Porthos, hasta la vista. ¡Aramis, adiós para siempre!
A la luz de un quinqué, un gigante de piel morena y cabello rizado vierte una lágrima que hace correr la tinta junto a la palabra fin. De los cuatro hombres valientes que hace 2.000 páginas se batieron contra Jussac y sus guardias en el jardín de los Carmelitas Descalzos, no queda ya nada más que un cuerpo. Dios ha recobrado las almas.



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