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Vigilio escribió el día 10/09/2008 a las 21:03
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ANEXO al 14.09-08
El viento norte del Egeo ya nos ha soplado la afoto. Gracias, Meltemi.Ahí va, para que esté todo juntito...



...y para que comprobéis si me equivoco, y no es este el vehículo que abría la marcha de la Nueve y en él va el Comandante Granell, Legión de Honor Francesa, que cuando De’Gaulle le tiró los tejos le respondió aquello de <<Yo a España la quiero como una madre y a Francia como a una novia>>. Por lo que he podido averiguar en el Santo, cierto viejo amigo del Jefe publicó en el año 70 del siglo pasado algunos artículos sobre él en el Diario Pueblo. Vicente Talón se llama.




Muy interesante el enlace que trae Yoss. Para conocer un poco la historia de la Nueve.
http://www.lanueve.net/inicio.php


Y ahora algunos artículos y otros textos relacionados.
Cuando leí el primer párrafo del de esta semana, me olí que ya había escrito algo muy parecido. Españoles, República, fotos.... y enseguida di con éste.

LA BANDERA DE ANNECY
Hay un lugar en Francia, en el valle de la Lozère, con una placa que contiene los nombres de noventa y tres maquisard franceses y veintitrés guerrilleros españoles que murieron el 28 de mayo de 1944 combatiendo contra tropas de élite alemanas. Como ese lugar hay cientos repartidos un poco por aquí y por allá, con placa o sin ella, en la Europa que ardió de punta a punta hace cincuenta años. A estas alturas, el bando en el que lucharon me da lo mismo. Hubo aragoneses defensores de Stalingrado con el Ejército Rojo, andaluces de la División Azul peleando en las orillas heladas del lago Ilmen, legionarios gallegos y asturianos que murieron en los fiordos de Narvik o entre los pedregales de Bir Hakeim, anónimos voluntarios de las Waffen SS entre los últimos defensores de Berlín, guerrilleros catalanes y valencianos exterminados en el maquis, vascos asesinados en Mathausen. No hubo vencedores en los combates que libraron al morir, porque en cualquier guerra los muertos son siempre los vencidos. Y sobre sus huesos indiferentes pasan ahora carreteras, crecen campos y ciudades, languidecen viejos cementerios de una Europa siempre egoísta, desmemoriada e ingrata.

De todos ellos, que eran compatriotas, paisanos o parientes, tal vez sean nuestros republicanos los que más me conmueven, pues son los que más sufrieron. Pelearon tres años por sus ideas o porque no les quedaba más remedio y luego, derrotados y exhaustos, cojeando de sus heridas, temblando bajo mantas raídas y a veces llevando con ellos a sus viejos, sus mujeres y sus zagales, se internaron en Francia con un poco de tierra española en el puño que llevaban en alto hasta que los gendarmes de los campos de concentración les obligaron a soltarla a culatazos. Pasaron miseria en Argelés, construyeron fortificaciones o se alistaron en la Legión Extranjera y los batallones de marcha. Luego vinieron los alemanes y toda Francia se fue a tomar por saco, y se encontraron fugitivos, entre dos fuegos, sin otra salida que echar mano a los fusiles que tiraban los soldados en retirada y vender cara su piel. Lucharon en el maquis, escaparon a Inglaterra cuando Dunkerque, fueron detenidos por los alemanes o entregados por los mismos franceses, murieron en los campos de exterminio nazis, liberaron Francia y combatieron en suelo alemán, y algunos, una pequeña parte de los que cruzaron los Pirineos en 1939, aún quedaron para contarlo.

Tengo delante, en el momento de escribir estas líneas, un mazo de viejas fotografías. El cadáver del jefe de la 15.ª brigada de guerrilleros franceses, el español Miquel López, fusilado en Baradoux. Los vehículos blindados Madrid, Teruel, Belchite, Guadalajara y Don Quijote de la División Leclerc entrando en Paris. José Crespillo, piloto de la aviación soviética, derribado sobre Rusia en agosto de 1944. El capitán Dronne con dos oficiales españoles, Granell y Bernal, preparando el asalto a una central telefónica ocupada por los alemanes. Los legionarios Salvador Gutiérrez y Manuel Sánchez, que sonríen a la cámara horas antes de morir en la toma de Colmar. Tres guerrilleros, dos soviéticos y uno español, del destacamento Medvédev. Américo Brizuela y Facundo López, partisanos españoles muertos en el combate del río Drave, en Yugoslavia. Y dos anónimos guerrilleros españoles con armas capturadas a los alemanes, arrastrando una bandera nazi por las calles de Annecy.

No hay nada glorioso en la guerra. Sólo dolor, sangre y mierda. Los monumentos y los homenajes y las banderas y las fanfarrias los barajan aquellos hijos de puta que nunca estuvieron en un agujero lleno de barro, con el miedo en los ojos y la boca seca, ni jamás tuvieron que salir de allí para correr ladera arriba en nombre de vaya usted a saber qué, con la metralla zumbando por todas partes, cuando no te importa ni el lugar de donde vienes ni el lugar adonde vas, y sólo ansías correr, y correr, y correr hasta que todo termine de una puñetera vez. Pero, incluso sabiendo todo esto, cuando repaso las fotos de esos fulanos morenos, mal afeitados, que me miran desde el papel amarillento y la distancia de cincuenta años, no puedo evitar un estremecimiento, y que me venga a la boca una sonrisa agridulce, quizá tierna. Una sonrisa instintiva, de orgullo solidario. A fin de cuentas eran mis paisanos, y no se dejaron degollar por ahí afuera como borregos. Estaban solos, abandonados, fugitivos, nadie daba un duro por ellos, y España y el resto del mundo miraban hacia otro lado. Ya no tenían ningún sitio adonde ir, así que se quedaron de pie y pelearon. Con su colilla en la boca y un par de cojones.

Arturo Pérez-Reverte. El Semanal, 30 de abril de 1995.

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LA LIBRERA DEL SENA (5 de Agosto del 2.007)

Cada cual tiene su París, naturalmente. El mío incluye algunos museos, restaurantes y cafés, los soportales del Palais Royal, la casa de Víctor Hugo en la plaza de los Vosgos, la estatua del mariscal Ney –bravo entre los bravos– junto a la Closerie des Lilas, el león junto al que pasaron los republicanos españoles de la División Leclerc, el Pont des Arts, la rue Jacob –allí están mis editores gabachos–, algún anticuario al que soy fiel desde hace casi cuarenta años, una veintena de librerías y los buquinistas del Sena. .....

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No todas las entradas de los nuestros han sido siempre tan triunfantes ... je je.

Y al día siguiente,con la casaca zurcida por el fusilero Mínguez, el pequeño y duro capitán García entró en Moscú ala cabeza del 326 de Línea, o sea, nosotros.
La verdad es que fue una entrada con mal pie, sin vítores ni gente mirándonos. El ejército enemigo, mandado por Kutusov, se había retirado con casi toda la población civil, y nuestras botas remendadas sonaban en las calles desiertas, donde sólo el graznar de cientos de cuervos y grajos negros que revoloteaban por los tejados saludó a las victoriosas águilas napoleónicas. Así fuimos adentrándonos en la ciudad, fusil al hombro, preguntándonos adónde iba a llevarnos todo aquello.

(La Sombra del Aguila, ya sabéis...)


Este que sigue también lo anexo porque está muy bien.

LA GUERRA QUE TODOS PERDIMOS

Los niños. Eso es siempre lo peor, en cualquier guerra; pero todavía hoy, cada vez que veo las viejas imágenes en blanco y negro, o las fotos desvaídas de hace sesenta años, me remuevo incómodo en el asiento al verlos pasar ante mí, llorando de la mano de sus padres por la frontera camino del exilio, agazapados en un portal mirando hacia arriba mientras suena el estrépito de las bombas, haciendo cola con ojos grandes de hambre y miedo para conseguir un mendrugo de pan. El cadáver en la cuneta, el soldado que tiembla de frío en el frente de Huesca, el inválido ayudado por los compañeros que es empujado por los gendarmes franceses mientras se le cae la manta raída de los escuálidos hombros... Esos otros personajes son adultos; saben, o al menos deben saber que diablos está ocurriendo. Por eso me producen menos compasión que esas docenas de ojos de críos que miran sin comprender. Que todavía hoy, medio siglo y una década más tarde, congelados en las sales de plata de la película fotográfica donde ya nunca envejecerán ni morirán, siguen mirándonos con ojos espantados que son una acusación, una denuncia, un insulto, un recordatorio de nuestro oprobio, nuestra vergüenza y nuestra locura.
Esa guerra civil no la viví; pero he vivido otras y sé que siempre son la misma. Esa guerra civil no la presencié, pero me la contaron cuando niño, mientras aún estaban frescas las heridas, la huella de la metralla en los muros de los edificios; cuando todavía había hombres y mujeres en las cárceles, y en el exilio, y cuando el general Franco aún firmaba sentencias de muerte. De las veladas alrededor de la mesa de camilla de mi abuelo recuerdo historias de bombardeos, y de ejecuciones públicas para después, ante los cadáveres, hacer desfilar a las tropas a fin de que tomasen buena cuenta de ello. De héroes y de gentuza, mezclados unos con otros; indiferenciados bajo el mono azul de miliciano, la boina de requeté o la camisa azul de Falange. Relatos escalofriantes de amigos, vecinos y parientes detenidos de madrugada. Sacados de su casa en pijama mientras la mujer y los hijos imploraban en la escalera: juzgados en tribunales sumarísimos, fusilados ante un paredón bajo la bendición de un cura con el yugo y las flechas bordado en la sotana, o asesinados a la luz de los faros de un camión en cualquier carretera. Esas viejas carreteras españolas -las monótonas autovías también nos borraron esa memoria- donde muchos años después aún me estremecía al ver los pequeños monumentos conmemorativos de lugares donde hombres de toda condición e ideología fueron asesinados con las luces del alba, un nombre, una fecha, a veces una cruz y a veces, unas flores secas.
Cada uno de nosotros tiene una, veinte historias familiares. Estúpidos aquellos jóvenes que no acuden a sus mayores a que se las cuenten, antes de que éstas historias se extingan con ellos y duerman en el silencio sin aportar nada a las generaciones que no vivieron aquello, haciendo imposibles La lucidez, y la experiencia. Mis mayores han muerto, o están muriendo poco a poco; pero el niño curioso que fui logró arrancar un puñado de esas historias al olvido, y ahora lamento que no hubieran sido más. Lamento las horas perdidas sin preguntar a aquellos que ya no están conmigo. Eran -son- las historias de cada uno de nosotros: de nuestros padres y nuestras madres y nuestros abuelos. Así pude saber -así sé- del tío Lorenzo, que cruzó el Ebro con diecisiete años y el agua por la cintura, con dos cojones, un maúser en las manos y los dientes apretados, que recibió un balazo y volvió a casa de sargento republicano con dieciocho años, y que nunca cumplió los veinte. Así pude saber de cuando mi abuelo Arturo pasó cuatro horas bajo un bombardeo, pegado a la pared de un polvorín; o de cuando una noche unos milicianos quisieron llevárselo a dar un paseo porque había cenado a la luz de una vela y eso, decían, eran señales para la aviación nacional. O de cuando sus antiguos compañeros de la Armada quisieron fusilarlo por haber permanecido fiel a la República. Así supe de mi madre con doce años llevándole comida a la cárcel a Pencho, mi otro abuelo, y cómo siempre pedía a los carceleros darle la fiambrera en persona, para así verlo un instante entre las rejas de un portillo y contarle a mi abuela que seguía vivo. O de mi tío Antonio que todavía, con setenta tacos largos, llora cuando recuerda el día que le llevó, teniendo trece años, en bicicleta, una tortilla de patatas hecha por su madre a su hermano, cuya brigada pasó un día a treinta kilómetros de Cartagena. O de mi abuela María Cristina paralizada en mitad de la calle en mitad de un bombardeo alemán. O de mi tío Peque, que aprovechaba los ataques aéreos para ir corriendo por las calles desiertas, llenas de cristales rotos, y ponerse el primero en la cola del pan, antes de que la gente saliera de los refugios. O de mi padre, caminando en una de las filas de soldados a uno y otro lado de la carretera, la manta al hombro y el fusil a la espalda, camino del matadero, salvado de casualidad porque un comisario se detuvo junto a él y preguntó quién de aquella fila tenía estudios y sabia escribir a máquina. O del tío de mi madre fusilado porque un vecino era militar, y los del piquete, que eran analfabetos, se equivocaron de piso. O la cajita de lata que siempre conservó, hasta su fallecimiento, mi abuela Juana, con las cartas escritas desde el frente por su hijo muerto, la bala que le sacaron en su primera herida, y el trozo de madera que, a falta de anestesia, apretó entre los dientes mientras le arreglaban el agujero que le hicieron en Belchite.
Cuántos muertos, y cuánto horror, y cuántos sueños, y cuánto heroísmo, y cuánta sangre, y cuánta mierda acumulados en sólo tres años. Curas santificando balas y justificando ejecuciones o siendo torturados como animales, hasta morir. Generales, comandantes, soldados; heroicos y abyectos, y a menudo ambas cusas a la vez. Épica y barbarie, la mejor infantería del mundo contra la mejor infantería del mundo; Caín en plena forma, lo más hermoso y lo más miserable de nuestra tierra y nuestra raza maldita. Chusma acuchillando a los desvalidos, miserables aprovechándose del río revuelto, cambiando de chaqueta, congraciándose con el poderoso. Hombres honrados poniéndose en pie para pelear. Ojos de miedo y desesperación, balazos y bayonetas, casa por casa en Teruel, en La Ciudad Universitaria, monte arriba en Somosierra, Arriba España entre los escombros del Alcázar de Toledo, Viva la República en el Valle del Jarama. Moros, legionarios, milicianos, héroes y cobardes, vivos y muertos. El patio del Cuartel de la Montaña en esa foto terrible, el suelo lleno de cadáveres, España eterna que se repite a sí misma en el ritual de la muerte y la tragedia. Plaza de toros de Badajoz, barcos prisión, españoles fusilados por comisarios húngaros o franceses, o por legionarios alemanes o fascistas italianos, por hijos de puta que ni siquiera sabían hablar castellano y vinieron aquí a mojar en la sangre y en la muerte que sólo era de nuestra incumbencia, sin que a ellos les hubiera dado nadie maldita vela en nuestro entierro. Mujeres rapadas al cero, hombres humillados ante sus familias y sus vecinos, pidiendo clemencia o escupiendo a la cara de sus verdugos. Y esa foto que tanto me impresiona, la del español bajito y moreno con camisa blanca, que acaba de rendirse y al que llevan a fusilar, y que levanta los brazos resignado, fatalista, con una colilla en la boca. Esa colilla, ya lo escribí una vez, qua siempre tenemos en la boca los españoles cuando nos llevan al paredón. Dios. Cómo amo y cómo detesto a este país nuestro, cada vez que miro esas fotos. Cómo me enternecen esos rostros que son el rostro de nuestra tragedia, de nuestra desgracia. Pobre gente y pobre España. Qué guerra tan atroz, y tan española, o tan española por atroz, o tan atroz por española. Una guerra civil como Dios manda, guerra civil de la buena, la que enfrenta a hermano contra hermano, a hijo contra padre, a vecino contra vecino. En ninguna guerra como en ésa -la que tuvimos, las que tuvimos antes, y las que a unos cuantos desalmados e irresponsables no les importaría que volviésemos a tener- aflora toda la ruindad que albergan los rincones oscuros del corazón del hombre. Los viejos rencores, la envidia, el odio vecinal tan propios de la condición humana y tan nuestros; tan españoles. Tú me quitaste la novia, tú desviaste el agua de la acequia, tú mataste un conejo en mis tierras, tú me negaste el pan, tú publicaste aquel libro, tú fuiste feliz y yo no. Delaciones, chivatazos, ajustes de cuentas, canallas que medran con el dolor, y el sufrimiento de los otros, desgraciados que se humillan para comer, o para sobrevivir. Cárceles, campos de batalla, cementerios, exiliados, Machado muriéndose enfermo de pena en el extranjero, Max Aub, Sender, tantos pobres hombres, mujeres y niños anónimos, perdidos. Españoles detenidos en Rusia y enviados a Siberia, niños de la guerra que luego morirán peleando en Stalingrado, franceses miserables que humillan a los vencidos, a los fugitivos, en la frontera, y que después los entregarán atados de píes y manos a los carniceros nazis. Cielo santo. Cómo nos dio bien por el saco todo Dios, todo el mundo, toda Europa. Cómo se cebaron y nos descuartizaron entre todos, humillando, estrangulando a este pobre, entrañable, desgraciado y viejo país. A esta pobre, entrañable, desgraciada y vieja gente nuestra. No es cierto que nos ayudaran; déjenme de milongas pamperas, de camelos retóricos, de demagogia. El arriba firmante se cisca en la solidaridad internacional de las derechas y las izquierdas, en los discursos y en la mandanga. Aquí, a la España en guerra, se asomó todo cristo a ver qué podía mojar en la salsa, a fumarse nuestro tabaco y a quemarnos los muebles. Comprendo que fuéramos un espectáculo apasionante: sangre, vino, mujeres guapas, guerra, romanticismo, intereses estratégicos, barbarie ancestral. Pero que no me vengan con historias de hermandades solidarias. Yo he pasado veintiún años yendo a guerras que no eran mías, y sé de qué iba Hemingway. Por eso me cago en Hemingway y en la madre que lo parió.
Arturo Pérez-Reverte, 14 de Julio de 1996.

(Silvia, aquí tienes algo más sobre Reverte / Hemingway. Vaya final, ¿no? ;-) )



Los asuntos de esta semana, (porque más de uno son, como ocurre casi siempre con el Jefe) darían para mucho más. Sobre fotos ya ha escrito más dos y de tres, por ejemplo, y suelen ser más trabajados (si se me permite) porque parece que son de los que más le afilan el colmillo.

Pero creo que el principal de hoy que da resuelto (con ganas me quedo de anexar alguna historia de cosecha propia) si lo remato con esta frase que a mí tanto me gusta de su artículo La Rendición de Breda: memoria de un cuadro que publicó allá por el año 1.992.

Nosotros sólo somos el decorado, el telón
de fondo de una escena en la que hasta el
caballo de don Ambrosio, sus cuartos
traseros, parece tener más importancia. Y
sin embargo, allí en Breda como antes en
Sagunto, Las Navas, Otumba o Pavía, o
después en los Arapiles, Baler, Annual o
Belchite, quienes en realidad hacíamos el
trabajo duro éramos nosotros. Los nombres
dan igual, porque durante siglos fuimos
siempre los mismos: Antonio de Úbeda,
Luis de Oñate, Álvaro de Valencia, Miguel
de Jaca, Juan de Cartagena... Con la España
que teníamos a la espalda, no había otra
solución que huir hacia adelante.



Saludos.

(Cum superiorem privilegio veniaque)



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