Foro sobre Arturo Pérez-Reverte
Un lugar de encuentro donde "discutir" sobre la obra del escritor Arturo Pérez Reverte

Burnel escribió el día 16/03/2008 a las 11:51
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Como cada año, como cada primavera.....



SEVILLA
LA CIUDAD DE LOS PASOS

El País, 1996.

Al capillita sevillano le gustan más las procesiones que a una monja una furgoneta. Para entender el sustantivo capillita partimos de un hecho científicamente probado: en el fondo, aunque lo niegue, lo que al noventa por ciento de los sevillanos varones les gustaría ser es hermano mayor de la Macarena o del Gran Poder. Aquí, ser hermano mayor de una cofradía señera es como ser presidente del Betis o del Sevilla: una autoridad. Igual te arruinas en el ejercicio del cargo, pero no te dejan pagar en los bares, y la gen¬te cede respetuosamente el paso por la calle. Cómo será la cosa que un buen amigo mío, conocido escritor andaluz volteriano y guasón, desposado con guapa sevillana de teja y mantilla negra, cuando sale el Jueves Santo a la calle del brazo de la legítima, todo elegante con chaqueta oscura y corbata, se pone al cuello, para estar a la altura de la señora y de las circunstancias, la aparatosa medalla del Instituto de Estudios Jienenses, que se parece a la de las cofradías sevillanas, y la gente le abre camino por la calle Sierpes como si fuera Curro Romero o Paco Gandía. Que es como ser, antes, capitán general.

Lo que pasa es que en Sevilla, hermandades de Semana San¬ta, o sea, masonerías blancas, sólo hay cincuenta y siete; y el es¬calafón corre despacio o, según quién eres —amistades, vecindad, dinero, posición social—, no corre en absoluto. Así que el sevillano al que le va la marcha de los Campanilleros, o La Amargura, o la que se tercie, se realiza con el hecho de ser capillita. Al capillita, aparte de la señora de teja y mantilla que lleva cogida del brazo, se le conoce enseguida por el uniforme reglamentario: camisa blanca impecable, corbata, americana azul marino cruzada, a ser posible con botones dorados, pantalón gris marengo, brillo de charol en los zapatos y de brillantina en la cabeza. Pertenece a una especie rara, singular, que sólo es posible encontrar, como si del coto de Doñana se tratara, en la Tierra de María Santísima.

Aparte la indumentaria, el pasador de corbata y la insignia de solapa, al capillita se lo sitúa por la contumacia de sus costumbres. Se pasa el año hablando de la Semana Santa, que, como todo el mundo sabe, es lo más grande del mundo. Vive para su hermandad, a la que dedica más tiempo que a la familia; y cuando agarra por su cuenta a un forastero, es capaz de martírizarlo durante horas con la minuciosa descripción de cómo el Cachorro te pone la piel de gallina al pasar, anocheciendo, por el puente de Triana (aunque, por supuesto, es imposible que comprendas ese sentimiento tan grande si tienes la desgracia de no haber nacido en Sevilla). En cuanto a ideología o posición social, el capillita no tiene una adscripción determinada, y te puede caer encima en cualquier ambiente. Igual da que sea ateo, meapilas, votante de Anguita o aficionado a los programas de Isabel Gemio. Se hermana con sus iguales llorando a lágrima viva cuando, en la madrugá, exactamente a la una y cuarenta y cinco, ve pasar por la calle Feria a la Esperanza Macarena, esa Virgen que guardó luto cuando a Joselito lo mató un toro en Talavera, o cuando oye las saetas vibrantes y sentidas, recias, casi agresivas, en las que Pepe Peregil, el maestro, no parece que le cante a los Cristos, sino que les riñe. O cuando a las cinco en punto, en Castelar, le chista al forastero para que se calle, porque no le deja oír el paso racheao, el roce de las alpargatas de los costaleros del Gran Poder, y después, cuando se aleja el Nazareno con la cruz a cuestas y esa zancada larga, poderosa, se vuelve Ileno de orgullo y te dice, solemne: “Éste si que es Dios, y no el otro, que al lado de éste ni es Dios ni es na”.
Durante la Semana Santa, el capillita ni lee periódicos, ni ve televisión, ni oye la radio; vive aislado del resto del mundo. El capillita es quien te dice muy serio eso de que “Sevilla tiene dos silencios: el de la Maestranza y el del Gran Poder en La Campana”, y se entrampa con el banco para la Semana Santa y la Feria de Abril como otros, Ibera de Sevilla, lo hacen para comprarse el Audi o el BMW. Es quien enseña al forastero a distinguir entre público, gentío y bulla, y se conoce los itinerarios (en Sevilla y Semana Sanra, la línea recta nunca es la más corta) para ver al Cristo de la Buena Muerte a las diez menos cuarto entre naranjos, con el fondo de la Tabacalera, y estar a las doce en Virgen de los Reyes para no perderse la Santa Cruz antes de encontrarse con La Bojitá en La Campana, moviéndose como Pílatos por Pretorio (“por poco nos deja sin Semana Santa, el hijoputa”) por ese caos callejero que sólo es aparente, pues la multitud responde a reglas de movimiento tan perfectas como las idas y venidas entre los coros de una ópera cientos de veces ensayada. Cuando caes en sus manos, el capillita es un tirano con sus itinerarios de piñón filo y sus lugares para ver cada cosa pero en realidad lo que le gusta es ir solo, o con otros cofrades. A veces tolera a regañadientes llevar con él al amigo, al cuñado, al compromiso. Puedes seguirlo, pero nunca se para ni te espera. Los momentos —La Amargura en Sor Ángela de la Cruz, el Gran Poder en Pedro del Toro, la Macarena con la Candelaria vencida, de vuelta a su banjo— se producen sólo una vez cada año, y no está dispuesto a perdérselos ni por su madre, que en Sevilla siempre es una santa. Diligente, emocionado, absorto, es capaz de hacerse diez o doce kilómetros cada día pateándose las calles, al encuentro de sus imágenes o de sus momentos predilectos. Va a lo suyo.

Una variedad apasionante es el capillita mariquita. Y en vez de homosexual escribo mariquita, a mucha honra. Porque nadie es tan entrañablemente mariquita como un homosexual sevillano y semanasantero. Lleva el barroco en la sangre y lo vive todo con una pasión inmensa, generosa, que se contagia y se le reconoce con respeto. Sus manos exquisitas para los alfileres han vestido y visten, con los más primorosos detalles, el buen gusto de las más bellas vírgenes de Sevilla. Y su delicadeza, y su ternura, y su profundo conocimiento de los mil detalles del ritual, lo convierten en autoridad indiscutible de la materia. Nadie, ni la más devota beata ni el capillita heterosexual más entregado a su cofradía, igualará nunca las manos de un mariquita como Dios manda aderezando la blonda del tocado de su Virgen, ni la mirada de orgullo que, abiertas de par en par las puertas de la iglesia, ya la música sonando y las largas filas de nazarenos calle abajo con sus cirios encendidos, le dirige a la guapisima Señora, a la Madre, cuando el capataz de portapasos grita "Al cielo con ella”, y los costaleros se incorporan, en un golpe masculino y seco, con ella en la cerviz, bajo los varales. Es su momento de lágrimas, y de gloria.

En realidad, digan lo que digan, el capillita es Sevilla, o la resume. O quizá Sevilla sigue siendo lo que es gracias a tan singular personaje, depositario de una herencia más sentimental que religiosa, encamada en una ciudad que considera propiedad privada ("Cómo está hoy mi Sevilla!”) y que, además, lo es. Porque, por más que se esfuercen en imitar el modelo, y toda Andalucía —hasta la Andalucía grave y seria de toda la vida— se haya empeñado en convenirse en grotesco y torpe remedo de su capital y su folclor, Sevilla no es España, sino una irrepetible ciudad italiana del Renacimiento. Una ciudad-estado que va a su aire, y se basta consigo misma porque tiene en si todo cuanto necesita. Por tener, tiene hasta los opuestos: dos ciudades en una, Sevilla y Triana. Sin contar dos Vírgenes principales, dos Cristos, el Betis y el Sevilla, Joselito y Belmonte, y toda la parafernalia entrelazada y dual, contradictoria, que culmina en ese barroco cofradiero que ya aparece incluso en los tratados de arte, el rococó del rococó que se alimenta de sí mismo, rizo sobre rizo, triunfo absoluto sobre el antiguo horror medieval al vacio. En Sevilla, la ramplona ordinariez de la liturgia después del Concilio Vaticano II no afectó para nada a las hermandades de Semana Santa, que se han batido con obstinación y éxito en la defensa de su identidad barroca y ciudadana (que en realidad aquí es la misma cosa), fieles a ella desde la Contrarreforma, o sea, desde que el Gran Capitán era cabo. Quizá por eso Sevilla, recinto autónomo, ciudad-trinchera que resiste gracias al culto a su propia memoria, ha soportado mejor que otras ciudades españolas la vulgarización y el mal gusto de los tiempos que corten. Y seguirá siendo ella mientras haya más capillitas que japoneses.

Un solo ejemplo: gracias a la Semana Santa, Sevilla es de las poquísimas ciudades españolas que conservan vivos, de cara al comercio diario, oficios artesanos que en otros sitios han desaparecido, herederos de antiguos gremios medievales nacidos a la sombra de las catedrales: tallistas, imagineros, bordadores, plateros, doradores, que hacen el mismo digno trabajo que en los siglos XVI y XVII. Y es que esta ciudad es como es, porque es ba¬rroca y porque tiene una Semana Santa. O quizá tiene una Semana Santa por ser como es. Durante generaciones, los sevillanos han sido bautizados ante esos altares, retablos e imágenes; ante ellos han hecho su primera comunión, se han casado y con sus nombres —Macarena, Jesús, Salvador, Esperanza, Manuel, Magdalena, María de la O— figuran en el registro civil. Hasta en los bares y tascas de sus barrios desayunan café con leche, toman a menudo sus manzanillas o sus lonchas de jamón, bajo las fotos enmarcadas y los carteles de esas imágenes. Tal vez por eso durante todo el año Sevilla es la Semana Santa; porque la Semana Santa es, a fin de cuentas, el runrún del recuerdo, el recobrar viejas sensaciones: olor de las torrijas hechas por la madre, el abuelo vistiéndose para la procesión y amortajado con la túnica de nazareno, la mano firme del padre por la calle, entre la música y el incienso, el roce de los varales con las bambalinas del palio, el tintineo de los rosarios de plata de las Virgenes, los ojos impresionantes del nazareno encapuchado que te mira por los agujeros del antifaz, las calles oliendo a primavera y a gloria bendita. No se trata ya del culto a Dios, sino del culto a la ciudad que contiene toda esa memoria. Por eso no resulta extraño el auge que han tomado las hermandades sevillanas en los últimos diez o quince años, que en absoluto se corresponde con los índices reales de catolicismo o de fervor religioso. La gente ya no se va a la playa estos días, sino que se queda; como si en Sevilla la Semana Santa se hubiera convertido en un fenómeno de ascenso y acceso a un reducto, un ritual, que antes se consideraba exclusivo de la aristocracia y de la alta burguesía. No es casual que la Iglesia católica no haya logrado nunca controlar del todo, pese a sus intentos, la Semana Santa sevillana. Y ahora la controla menos que nunca. Esta es la fiesta mayor, el homenaje que la propia ciudad se concede a sí misma, a sus apariencias y a sus nostalgias. Es el refugio, y el consuelo: un derroche de generosidad, orgullo y paganismo, en búsqueda desesperada de la seguridad y la infancia perdidas.
Por eso resulta apasionante estudiar despacio, mirando sin prisas, el papel que juega la mujer en todo este trajín semanasantero y sevillano. Siempre en segundo plano, en la sombra, desde que soporta las ausencias y afanes procesioniles del consorte hasta el planchado de la túnica, las torrijas y el bacalao con tomate para el marido y los hijos o los invitados, la aguja de coser y de bordar y demás etcéteras. Ser mujer de un capillita es una desgracia como otra cualquiera. Pero junto a los trescientos sesenta y cuatro días de purgatorio a que la condena su marido, hay uno de gloria: ese Jueves Santo en el que se pone guapísima de peluquería, de negro, con teja y mantilla, y del brazo de su legítimo se va por la mañana a El Salvador y a la
Magdalena, se toma el aperitivo en la Alicantina, el Giralda o el Rinconcillo, almuerza en familia y luego se viste, o mejor la ayudan a vestirse las hijas o la hermana o las vecinas o la madre (en Sevilla, a los Cristos, a las Vírgenes y a las mujeres se les ayuda siempre a vestirse), y sale a la calle con su marido a ver pasar a sus nietos vestidos de nazarenos, y a los hijos de costaleros, y encima, balanceándose a la luz de las velas enrizás, ve pasar a su Virgen y a su Jesús que, gracias a los afanes de su marido, y a los suyos propios en la parte que le toca, llenan la calle con más poderío y más hermosos que los chorros del oro.
Es curioso lo de la mujer, y lo de las Vírgenes, y lo de Sevilla. En realidad, todo este tinglado idólatra que es aquí la Semana Santa se resume en una especie de gigantesco Día de la Madre, donde en el fondo a los sevillanos les importa un pito que Jesús sea Hijo de Dios o del Sursum Corda. Lo que de verdad cuenta para ellos es que se trata del hijo de la Mujer, la Madre que va detrás, con lágrimas en la cara, siguiéndolo camino del calvario, y sin cuya presencia y participación el mismísimo Gran Poder seria un don nadie, un desgracian; un Juan Lanas. La relación del sevillano con su madre es tan especial que en realidad toda Sevilla no es sino un inmenso matriarcado encubierto. Aquí las mujeres valen mucho más que los hombres. Eso ocurre en todas panes, pero en Sevilla, cuando el aire huele a azahar y a Semana Santa, esa verdad te salta a la cara al volver cada esquina, al escuchar una conversación, al mirar a la gente desde la mesa de una terraza. Ignoro si el fenómeno se debe a una cues¬tión de educación, de dependencia, de madres que malogran a sus hijos, o de lo que sea. Lo cierto es que en Sevilla los hombres son los que ostentan el protagonismo oficial —apenas ahora, se empieza a admitir de mala gana a las mujeres en algunas cofradías— y las mujeres se quedan en segundo plano, en la sombra; y sin embargo es en romo a ellas donde gira todo el espíritu de estos días singulares. Sevilla es una de las pocas ciudades del mundo donde todavía coexiste, en la mujer de la última década del siglo XX, la mujer del siglo XIX con todo su denso y hermoso atavismo. Mujeres silenciosas y fuertes, siempre superiores a los hombres que paren o con quienes se desposan. Sevilla es la ciudad de las mujeres con mucha casta y de los hombres que buscan a su madre. Detalle importante: cada vez se ven más sevillanas jóvenes con teja y mantilla en estas fechas.

Sólo en Sevilla, entre la gente que se agolpa en las calles estrechas y las esquinas, es posible oír a dos hombres como dos castillos, dos capillitas vestidos con su temo azul, de punta en blanco, comentando con toda seriedad la manera con que la Virgen lleva esa noche la blonda, los aderezos, los pendientes o la disposición de las puntillas y encajes. Y cuando, ya con las claras del día, en la esquina de Relator y Parra, ves venir de lejos a la Macarena a un tiempo espléndida y sombría, con la candelería apagada y los cirios cubiertos por las formas caprichosas que ha ido tomando la cera al derretirse, ojerosa y apesadumbrada bajo la luz cruda de la mañana tras doce horas de recorrer las calles, es posible oír también a un sevillano cualquiera, un hombre hecho y derecho, murmurar, mirándola absorto, un “viene cansá” que suena quebrado, como un sollozo.
En realidad, Sevilla es la ciudad de los niños perdidos.

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Arturo Pérez-Reverte. Publicado en El País.
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Patente de corso, por Arturo Pérez-Reverte


MATANDO COFRADES

Acabo de ponerme ciego a matar cofrades y nazarenos de Semana Santa, pistola en mano, con el fondo de La Macarena, el Gran Poder y el Cristo de San Bernardo. Bang, bang, bang. Todo eso, por supuesto, en la pantalla del ordenata. Pistola virtual, claro. Matanza cofrade, se llama el juego. Matanza uno y matanza dos, porque tiene segunda parte. La mano guasona de un amigo sevillano me lo envió todo ayer. Un juego cutre y de pésimo gusto, por cierto. Más que para matar cofrades de la Semana Santa, el juego es para darle patadas en la boca al patoso que lo parió. Pero la cuestión es otra. Al patoso que lo parió, que por lo visto es un informático de Utrera, las cofradías sevillanas le piden un año de cárcel y ocho mil mortadelos de multa. Como lo oyen. O leen. Cuando Matanza cofrade 1 apareció en Internet –la segunda parte es de otro fulano que se sumó por su cuenta y en plan solidario al escabeche–, las cofradías, que en Sevilla mandan más que un capitán general cuando los capitanes generales mandaban algo, hicieron detener al autor por la Guardia Civil, la fiscalía intervino, y un juzgado dictó auto de apertura de juicio oral, que aún está pendiente.

Resumiendo: al pazguato de la matanza lo pueden meter en la cárcel por atentar «contra los sentimientos religiosos y contra la propiedad industrial». Como ustedes, supongo, yo también aluciné una miaja con eso de la propiedad industrial, hasta que me informaron de que las imágenes del Gran Poder y la Esperanza Macarena están registradas como marcas. Para entendernos: si usted se aplasta un dedo con un martillo y blasfemando en arameo se cisca en algo, ojo. Puede estarse ciscando en una marca registrada. El siguiente paso puede ser la Menetérica, que decía Chiquito de la Calzada, llamando a su puerta. Así que cuidadín, pecadores de la pradera. Con la Semana Santa de Sevilla no se juega.

Uno comprende ciertas cosas, y se le eriza el vello con otras. Lo del vello no es de oír el paso racheao de los costaleros, precisamente. Se puede estar, sin pegas, de acuerdo con el asunto base: Matanza cofrade es una cutrez. Lo que le reprocho al informático de Utrera, que ni sé cómo se llama, ni me importa, no es que haga un juego para liquidar cofrades; cosa que puede tener, incluso, su puntito si se hace con gracia y talento. A veces también a mí me entran ganas –virtuales, por supuesto– de moverme con cartuchos de postas entre algunas tonterías y ciertos excesos, cuando las cosas rebasan lo razonable y se vuelven cursilería meapilas y capillita exagerá. Lo que le reprocho al autor del juego es que lo haya perpetrado de una manera tan mediocre y desabrida. Tan chapucera.

En cuanto a las cofradías de marras, en fin. Es asunto de los sevillanos, y con su pan se lo coman, que allí el principal fenómeno social y cultural –casi el único– sea la Semana Santa, y que todo cristo cifre en las cofradías el pulso de la ciudad, el prestigio ciudadano, la razón de su existencia y la gloria de su madre. Lo que ya no veo claro es que esas cofradías hayan convertido sus imágenes religiosas en símbolo de una determinada Sevilla, la que ellos manejan, marcas registradas incluidas, pero no estén dispuestos a comerse las duras tanto como las maduras; a encajar críticas que en realidad no van contra imágenes que a cualquier no creyente –variedad humana tan respetable como la del creyente, incluso en la tierra de María Santísima– le importan un carajo, sino contra esa determinada Sevilla, que a unos gusta mucho y a otros repatea el hígado, que utiliza tales imágenes como pretexto, escudo o bandera. El punto es delicado, y sólo los muy ecuánimes podrían trazar la línea que separa la blasfemia gratuita de la crítica social. Cuando uno se apropia de símbolos, ejerce el poder y medra gracias a ellos, se expone a que esos símbolos, como él mismo, se vean cuestionados, criticados y atacados. No encajar las reglas del juego con deportividad –al final me voy a creer, como dice Antonio Burgos, que el humor lo tienen en Cádiz– difumina la distancia que media, por ejemplo, entre este estúpido asunto y aquellas multas y detenciones de hace medio siglo por blasfemia, o aquellos prisioneros fusilados después de la guerra civil por destruir imágenes religiosas cuando la quema de conventos.

Y ya que estamos metidos en faena, la semana que viene hablaremos de la cultura en Sevilla. Si Dios quiere.
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EL OMBLIGO DE SEVILLA

ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal | 17 de abril de 2005


María José, la telefonista del hotel Colón, me va a echar una bronca, como suele, en plan: esta vez se ha pasado varios pueblos, don Arturo, de Dos Hermanas a Lebrija, o más lejos, a ver quién le manda a usted meterse con la Sevilla de mi alma. Pero uno debe ser consecuente; y la semana pasada, al socaire de Matanza cofrade y la parafernalia blasfemo-judicial que arrastra cual bata de cola, se me calentó la tecla y prometí hablar hoy de cultura sevillana. De manera que cumplo, arriesgándome a que me quiten los premios que en esa ciudad me dieron por la cara, a que el director de ABC –allí y en Madrid El Semanal sale con ese diario– se acuerde de mis muertos, a que los amigos dejen de mandarme aceite, y a que Enrique Becerra diga que el cordero con miel o la carrillada de ibérico me los va a poner la madre que me parió. Pero uno tiene derecho a hablar de lo que ama. Y el caso, como dije que diría, es que con la palabra cultura ocurre algo extraño. Cuando la pronuncian, cinco de cada diez sevillanos piensan en la Semana Santa o la Feria de Abril. A lo más que llegan algunos es al barroco de las iglesias. Mi compadre Juan Eslava cuenta lo del turista que va en carruaje por la Alameda, y cuando pasa ante una estatua y pregunta si se trata de un pintor, un escritor, un músico o un poeta, el orgulloso cochero responde: «Qué va, hombre. Es Manolo Caracol».

Pese a los esfuerzos, casi suicidas, de heroicos paladines locales por romper la burbuja en que esa ciudad vive ensimismada, el grueso de los esfuerzos culturales sevillanos pasa por el embudo de las cofradías locales, estructura social en torno a la que se ordena la vida pública. El resto es secundario, no interesa. Los museos languidecen, las exposiciones llegan con cuentagotas –y sólo si está Sevilla de por medio–, las librerías cierran, las bibliotecas no existen o se ignoran. Si se tratara de una ciudad donde imperase la modestia, uno creería que ésta se avergüenza de cuanto la hizo hermosa e inmortal. Pero no es modestia sino egoísmo autocomplaciente, indiferencia a cuanto no sea arreglarse el Jueves Santo para salir con la medalla de la cofradía al cuello, a pintarla en la Feria, a tomarse una manzanilla en Las Teresas o en Casa Román, mirando alrededor mientras se piensa, o se dice, que Sevilla es lo más grande del mundo, y qué desgracia la de quienes no nacieron sevillanos.

Siempre que viajo allí me pregunto lo que podría ser esa ciudad si dejara de mirarse en su espejo autista y se abriera al mundo con la cultura como reclamo y bandera. Hablo de la cultura de verdad, no de la caduca soplapollez de diseño que pretenden vendernos políticos y mangantes en busca de la foto y el telediario del día siguiente, o del folklore demagógico y sentimental con el que quienes manejan el cotarro pretenden –y lo consiguen desde hace siglos– llevarse al huerto a la ciudadanía. Hablo de la Sevilla que va más allá de los retablos barrocos en misa de doce, de los bares de tapas, de los pasos de Semana Santa, de la Feria de Abril y los carnets del Betis o del otro, de los apresurados rebaños de chusma guiri que el sevillano necesita tanto como desprecia. ¿Imaginan ustedes parte de la pasta invertida en cofradías y casetas de feria, empleada en hacer de esa ciudad un verdadero polo de atracción, no sólo del turismo, sino de la cultura internacional? ¿Calculan lo que supondría aprovechar el clima, el fascinante escenario, la abrumadora riqueza de palacios, atarazanas, lonjas e iglesias, para proyectar la ciudad hacia el exterior, celebrar conciertos de renombre internacional, organizar ferias y exposiciones que atrajeran a artistas, críticos y público culto de todo el mundo? ¿Imaginan una gestión cosmopolita, lúcida y eficaz, de tanto arte, arquitectura y belleza, con la extraordinaria marca registrada de Sevilla como argumento? Es desolador que una ciudad así no se haya convertido –la ocasión perdida de la Expo se esfumó con los mediocres y los catetos que la gestionaron– en sede anual, bianual, quinquenal o lo que sea, de acontecimientos culturales que pongan su nombre, a la manera de Venecia, Salzburgo, París o Florencia, en la vanguardia de la cultura internacional. En lugar de eso, Sevilla sigue resignada a ser una pequeña ciudad onanista y a veces analfabeta, que no llora por las cenizas perdidas de Murillo, pero sí cuando pasa la Virgen; y que emplea el resto del año en discutir sobre si los arreglos florales de la Esperanza Macarena eran mejores o peores que los de la Esperanza de Triana.
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Sobre la BSO en el final de Alatriste: El Capitán Alatriste era de Soria 9



El capitán Alatriste era del Soria 9

ABC FERNANDO CARRASCO

La relación entre el capitán Diego Alatriste y Sevilla no se circunscribe sólo a las escenas rodadas en la ciudad de la Giralda. El estreno de la película basada en la novela de Arturo Pérez Reverte ha servido para comprobar que el genial espadachín que participó en batallas decisivas como soldado de fortuna en los Viejos Tercios a las órdenes del Imperio Español, está unido con Sevilla por lo militar y, lo más sorprendente, por lo musical.
Y es que en la escena final de la película, cuando se reproduce la batalla de Rocroy en la Guerra con Francia (1635-1693), suena como fondo musical, nada más y nada menos, que la marcha «La Madrugá», compuesta por el coronel Abel Moreno y que, sin duda alguna, se ha convertido en una de las clásicas de la Semana Santa. Escena sobrecogedora en la que los españoles defienden con uñas y dientes y Alatriste, a la hora de serle ofrecida la rendición con honores por parte de los franceses,responde con un «dígale a su excelencia que agradecemos sus palabras y elogios, pero que esto es un Tercio Español».

Batalla a golpe de Semana Santa
Abel Moreno, militar y compositor de más de un centenar de marchas procesionales, precisó a ABC que «hace unos meses me llamaron de la SGAE -Sociedad General de Autores de España-para decirme que la productora de la película «Alatriste» estaba interesada en incluir la marcha «La Madrugá». A mí me pareció bien pero ya luego no supe nada más. He ido a ver la película y no sabía en qué parte iba a interpretarse, hasta que vi que era al final, en la batalla de Rocroy. Pensé que iba a ser una adaptación pero enseguida comprobé que no, que era la grabación que en su día hice con el Regimiento Soria 9, cuando era comandante y dirigía esta formación musical».
Para Abel Moreno «ha sido algo muy satisfactorio, pues aunque no sé por qué se ha elegido, creo que no se trata fruto de la casualidad».
Y se explica. «En dicha batalla interviene en los Viejos Tercios el Regimiento Soria 9, la unidad más antigua de nuestro Ejército, y que a partir de aquella batalla adquiere el sobrenombre de «El sangriento» o «Tercio de la sangre», por la heroicidad mostrada en el combate. Y que suene «La Madrugá», interpretada por el Soria 9, no deja de ser algo significativo».
Así es, el llamado originariamente «Tercio de Zamudio» -embrión en 1509 en el que el rey Fernando V envió a Italia una fuerza de 5.000 hombres al mando Pedro de Zamudio- y «Tercio de Nápoles», es el Soria 9 que tanta raigambre ha tenido y tiene en Sevilla, a pesar de encontrarse actualmente en las Canarias. Legendaria unidad, participó en cientos de contiendas y en Guerras como las de Italia, Alemania, Flandes -intervino en la famosa rendición de Breda- y Francia, cuya batalla de Rocroy se recrea en «Alatriste». Don Diego Alastriste estuvo al frente del Tercio de Cartagena, que compartió batalla con el Soria 9.
Soria 9 y la música
Pero otro de los aspectos que une al Soria 9 y Sevilla es la música, sobre todo por poseer una banda que ha sido santo y seña de la Semana Santa hispalense. Precisamente, con la llegada del comandante Abel Moreno a dicha formación, ésta alcanzó cotas extraordinarias, acompañando a numerosas cofradías y teniendo como referente marchas procesionales de su director que siguen siendo interpretadas cada Semana Mayor.
Para el coronel, «La Madrugá», sin lugar a dudas una de sus marchas más conocidas, «queda muy bien en la película, además de las connotaciones que tiene al interpretarse con el Regimiento Soria 9. Se trata, siempre lo he dicho, de una composición para Semana Santa, de una marcha fúnebre, pero que es simplemente música. He tenido la fortuna de interpretarla en muchos países europeos y en todos los lugares han quedado maravillados y no sabían nada de que estuviese compuesta para Semana Santa».
Pero «La Madrugá» no es la primera vez que aparece en una película. Abel Moreno señala que ya en dos ocasiones más se ha incluido esta marcha en filmes extranjeros, concretamente en uno alemán y otro francés. En este último en una escena «de las llamadas de luto, esto es, un entierro. Y es que estamos hablando de una marcha fúnebre».
El hecho de que aparezca en «Alatriste» es, además de significativo por todo lo relatado con anterioridad, «un motivo de orgullo» para el coronel Abel Moreno, que piensa que hay una serie de marchas procesionales clásicas que «podrían encajar en escenas de películas que no tengan nada que ver con la Semana Santa». Se muestra sorprendido por la repercusión que ha tenido su inclusión en las andanzas del capitán Diego Alatriste. «Me han llamado amigos de León, Zaragoza y de otras partes y les ha hecho mucha ilusión comprobar que mi marcha estaba incluida en la película».

http://www.abc.es/20060905/sevilla-sevilla/capitan-alatriste-soria_200609050322.html


"Cuenta lo que fuímos..."

http://es.youtube.com/watch?v=VqJm51LFAc4&feature=related

pero la música que realmente buscamos estos días los del sur, que nunca sabremos explicar qué se siente ni por qué se siente, es ésta:

http://es.youtube.com/watch?v=GsPXvM-iWw0&feature=related

Como cada año, desde hace muchos, ya huele a azahar en la plaza de San Francisco. Y esta tarde me acordaré de vosotros, con mi café en el Parisién, de mi Macarena de LPdT, de las mantillas sevillanas y como no, del final de Alatriste.


Besos ;-))



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