El ser humano está perdiendo el control. El mundo se nos está yendo de las manos

 

Nº956 del 19 al 25 de febrero de 2006-03-12

Por Enrique Murillo  Fotografía de Susana Vera

 

Pérez-Reverte aparca

temporalmente las aventuras de Alatriste y reflexiona sobre la condición humana en su último libro, El pintor de batallas. Lo hemos entrevistado en su casa por partida doble. Enrique Murillo ha charlado con él sobre esta sorprendente novela. Y David Benedicte le ha trasladado las preguntas de los lectores de XLSemanal. Esto es lo que nos ha contado.

 

La historia de la nueva novela de Arturo Pérez-Reverte es tan sencilla como un balazo letal: un hombre recibe la de otro visita que le anuncia que ha ido a verlo para matarlo. Espléndida en el desarrollo de esa base narrativa, brillante en su capacidad para mantener la incertidumbre hasta el desenlace, El pintor de batallas es un alto en el camino de la vida que Pérez-Reverte utiliza para contemplar con perspectiva de madurez las dos etapas de su desarrollo profesional, la de periodista y la de narrador.

 

El autor de Alatriste trabaja en una cueva. Es la bodega de su casa a las afueras de Madrid, transformada en despacho y biblioteca de trabajo. Apenas 20 metros cuadrados con tres ventanucos ocultos tras unos visillos. En un extremo, unos butacones de cuero, una réplica de un AK 47 en un rincón, un Tintín de un metro de altura con un Milou a juego y libros, montones de libros. Las novedades en una mesita baja y, al fondo, el sanctasanctórum, un pequeño reducto de apenas tres metros de ancho con el ordenador y el escritorio, el lugar donde ha redactado, de la forma concienzuda que le caracteriza, las novelas de los últimos años.

 

XLSemanal. Su nueva novela empieza con una escena que podría ser de su propia vida: un hombre sale de una torre de vigilancia en la playa, llega hasta el mar y nada más de cien brazadas. ¿Cuándo empezó su relación personal con el mar?

 

Arturo Pérez-Reverte. Yo nazco en Cartagena, una ciudad a orillas del Mediterráneo con más de tres mil años de historia. Y nazco en una biblioteca, en la de mi abuelo, en donde están las historias de ese mar; las historias de las Cruzadas y de los griegos y del Peloponeso y de la batalla de Salamina. De los corsarios, de los berberiscos… Para mí, el mar es escuela, es memoria, es historia. Y es mi casa.

 

XL. Además, le gusta navegar.

 

A.P.-R. A vela y por el Mediterráneo, nada más. A veces, la gente me pregunta que por qué no salgo al Atlántico. Y la respuesta es sencilla, me gusta el Mediterráneo porque para mí es navegar por la historia. Echas el ancla a la vista de un templo romano, buceas junto a un fragmento de ánfora fenicia, los dioses viven por aquí, se pueden ver esos atardeceres homéricos… es la felicidad.

 

XL. ¿Cómo vive alguien como usted en Madrid?

 

A.P.-R. Mal. Lo que pasa es que he tenido que montarme una vida profesional aquí, por razones prácticas. Pero en cuanto tengo ocasión, me voy a navegar en mi velero. No voy al mar a oxigenarme, no voy de vacaciones… voy a llevar la vida que considero normal. Lo anormal es esto. A lo mejor llego a la costa, hace mal tiempo y no puedo navegar, pero estoy en el barco, y hago cosas, o leo, o lo que sea. Y es evidente que no esperaré a retirarme para disfrutarlo. Iré dándole cada vez más peso a ese lado de mi vida y restándole peso a mi vida en Madrid.

 

XL. Lejos del mundanal ruido…

 

A.P.-R. Soy un navegante silencioso, eso es importante.

 

XL. Además, el mar supone tener la cabeza libre…

 

A.P.-R. Hay cosas muy importantes para mí respecto a la navegación. El único sitio donde puedo pasar muchos ratos sin sentir la necesidad de leer es el mar. Yo no puedo estar en una parada de autobús o en el tren o sentado en mi casa, diez minutos, sin leer.

 

XL. Estos tiempos muertos, que paradójicamente son tan ricos, ¿son una de las cosas que ha perdido el mundo moderno?

 

A.P.-R. Por supuesto. Hoy en día vas de Madrid a París, coges la autopista y llegas al final del trayecto sin haber mirado nada, sólo las señales de tráfico. El mar, sobre todo si navegas a vela, es caminar despacio por un escenario. Es la recuperación de la antigua lucidez del caminante, del viajero silencioso, y por eso subrayaba antes que soy un navegante silencioso.

 

XL. Dice en la novela, a través de la discusión de los personajes, que este mundo ha perdido el sentido de lo sagrado, la conciencia de la muerte.

 

A.P.-R. El ser humano ha olvidado que no tiene otro remedio que convivir con el espanto de la naturaleza, con la frialdad de la naturaleza, que es como el corte de un bisturí sobre una mesa de mármol. Eso está ahí. Los humanos nos hemos protegido de esa frialdad, nos hemos rodeado de una serie de amortiguadores, tratando de sobrevivir física e intelectualmente ante el hecho de que somos insectos bajo la bota de los dioses. ¿Qué pasa? Que ignorar esa realidad es una mentira. Si tú construyes una urbanización en una cañada, algún día bajará el agua por ahí. Aunque tarde siglos, bajará y se lo llevará todo. Entonces, cada vez que hacemos algo, esto lleva implícito el desastre.

 

XL. En un momento de El pintor de batallas se refiere usted a nosotros, los hombres del siglo XXI, como «seres ciertos de su juventud, belleza e inmortalidad», ignorantes de que «cada nuevo objeto técnico» trae consigo «su accidente específico».

 

A.P.-R. El problema al que me refiero es que no aceptamos que existe esa segunda parte, que la naturaleza algún día será naturaleza. Como dice Heine, un día el dios se despereza, estira los brazos y nos golpea. Viene el tsunami y el hombre se queda, no ante el horror, sino ante la realidad…Antes, el hombre sabía que la naturaleza tiene sus leyes. Ahora lo ignoramos y no queremos pagar el precio cuando llega el maremoto y la naturaleza dice «aquí estoy».

 

XL. Creemos que los avances tecnológicos nos protegen. Pero estamos tan desprotegidos como antes.

 

A.P.-R. O más. Porque el hombre antiguo, y no hablo del hombre de hace dos mil años, hablo de nuestros bisabuelos, sabía que muchos niños morían al nacer, y a veces también sus madres; que había pestes y guerras y virus… El hombre antiguo conocía el sufrimiento, y eso lo hacía mejor. Cosas como la caridad, la compasión, la generosidad, existían porque el hombre que sufre puede ser solidario, sabe que el sufrimiento le puede tocar a cualquiera. Ahora, como creemos que el dolor es para los otros, nadie se preocupa hasta que le toca. Resumiendo: cuando sabes que no hay solución, cuando no te crees eso que dice la gente ahora de «esto no puede ser, esto tiene que terminar...», cuando sabes que el horror puede durar lo que dure, cuando recuerdas que Sarajevo puede durar siete años, que el sida aparece y no hay modo de frenarlo, y que lleva ya muchos años y puede seguir muchísimos más… Cuando compruebas que no hay solución o que si la hay no está al alcance de los hombres, entonces te enfrentas con otro hecho, que la única solución es el consuelo. La `filosofía´. Por eso no nos queda otra que ir a los clásicos, a la Antigüedad, a los viejos maestros, que no solucionan, pero te confortan.

 

XL. ¿La soberbia es, entonces, el mayor pecado del hombre actual?

 

A.P.-R. Sin duda. Antes, el hombre podía ser soberbio, pero no era estúpido. Ahora, el hombre tiene la soberbia de la ignorancia, la peor de todas. La arrogancia del hombre moderno es inaudita. Por eso, esa cara de pasmo que se le ve a un padre en el telediario cuando saca en brazos a su hijo aplastado por el terremoto, y le notas esa expresión de incredulidad, «¿cómo ha podido pasar esto?». Después de estar tantos años allí y vuelves, como cuando yo volvía de Beirut, por ejemplo, y paseaba por las calles de aquí y veía las caras de la gente, me preguntaba: ¿pero no se dan cuenta? ¡Lo normal no es esto, lo normal es aquello! Y no hablo de pesimismo, sino de asumir las reglas del juego. Mi nueva novela es, precisamente, la historia de alguien que ha estado ahí, en el horror, y regresa y se pregunta dónde puede encontrar el consuelo.

 

XL. Insiste también mucho en que, en la guerra, el hombre se comporta igual que en la paz.

 

A.P.-R. La guerra no es la anomalía, nos comportamos en la guerra como en la paz. Sólo que en la guerra no funcionan los frenos que la sociedad te pone. Pero si a la sociedad en la que estamos le quitas los mecanismos de control, todo es igual que en la guerra.

 

XL. A juzgar por el éxito de ciertos libros que emiten mensajes casi exactamente contrarios, ¿diría usted que vivimos en un tiempo de embaucadores, de charlatanes? Empezando por quienes les escriben los discursos a George Bush o a Tony Blair...

 

A.P.-R. Y siguiendo con los Paulos Coelhos, que son muy peligrosos. Y no lo digo específicamente por Paulo Coelho, que a mí me cae bien en lo personal, sino por todo ese buen rollito, todo ese rollito del «vamos a besarnos todos en la boca y así llegaremos a la felicidad…». ¡Eso es mentira! ¡Es mentira! Y crea una alienación muy peligrosa. Prefiero mil veces la lucidez dolorida, que te permite estar alerta, antes que la ataraxia y el sueño de los besitos, que no va a ninguna parte.

 

XL. Además, usamos mal las palabras. Por ejemplo decir `guerra contra el terrorismo´, cuando eso no es exactamente una guerra.

 

A.P.-R. Mire, se lo diré así: a mí, Bush me importa un carajo. La guerra de Irak me importa un carajo. Me explico: el problema del que yo hablo es mucho más grave. Vivimos una historia de muchos siglos en la que ha habido una evolución que nos está devolviendo al caos del que procedemos, y la llamada `guerra contra el terrorismo´ no es más que una manifestación puntual de la guerra cósmica en la que los seres vivos, no sólo el ser humano, están inmersos desde que pululan por la Tierra. Nos estamos dando demasiada importancia. El humanismo cristiano ha hecho mucho daño. Hemos convertido al ser humano en una especie de maravilla, medida de todas las cosas… y acabamos creyendo, falsamente, que la inteligencia humana es capaz de resolver todos los conflictos de la naturaleza. Y el ser humano es sólo un bicho más que ha tenido más suerte y más astucia y ha evolucionado de una manera que lo ha colocado en una posición privilegiada en relación a los demás seres vivos, pero que no es más que un animal que quiere sobrevivir enfrentándose a los otros.

 

XL. Y que tiene, además, una enorme capacidad de destrucción.

 

A.P.-R. Pero, entiéndame bien, es sólo una criatura más, y como tal tiene instintos de depredación, de poder, de territorialidad, de lujuria... y eso está en contradicción con los principios intelectuales en los que creemos. Lo que pasa en nuestro tiempo es que el ser humano está perdiendo el control y está cargándose un sistema de equilibrios larga y cuidadosamente construido. El mundo se nos está yendo de las manos. La rueda gira cada vez más rápido y no tenemos el tiempo ni la serenidad para ver lo que estamos haciendo.

 

XL. Una y otra vez, en la novela, insiste en que el hombre es brutal.

 

A.P.-R. Es que el hombre es una bestia. No me lo han contado, lo sé porque lo he visto con mis propios ojos. He estado en Sarajevo y en Beirut, y el hombre es un auténtico hijo de puta, sin paliativos, y en la novela pongo ejemplos, sin truculencia. Lo cuento como es.

 

XL. Pero el hombre es también capaz de entrega, sacrificio, generosidad…

 

A.P.-R. Así es, y eso ocurre también en El pintor de batallas. Entre los dos hombres se establece una amistad. El ser humano es capaz también de cosas muy hermosas, sólo que estas últimas son una pequeñez en un océano de horror. La bondad no excluye la maldad, y la mierda de cultura cristiano-humanística nos ha confudido al respecto. Hay ejemplos que yo he visto. En abril del 77, yo estaba con los guerrilleros de Eritrea y atacamos una ciudad. Yo estaba con disentería y entré con ellos. Y se jugaban la vida por traerme agua. Ni mi madre hizo nunca las cosas que esos guerrilleros hicieron por mí, y esos mismos chicos mataron y violaron delante de mis ojos. Y eran mis amigos. Y algunos dirán: «¿Y cómo no interviniste…?». Pues porque no, cómo iba a intervenir. Me callé, y suerte tuve, porque, habiéndolo visto todo, no me cortaron el cuello para que no lo contara. Esos tíos, todavía ahora, cuando pienso en ellos…

 

Se levanta, descuelga un marco pequeño y me enseña la foto de un crío de 15 años, a la izquierda de la imagen, y me mira: «Era uno de ellos; éste murió. Cuando pienso en ellos, no soy capaz de decir si eran buenos o malos, pero yo los recuerdo con cariño. Esto es la naturaleza humana, creemos que es paradójico, nos cuesta justificarlo intelectualmente, pero así somos».