“Asumo con dignidad que tengo 60 años”

 

26.11.11 - ANTONIO ARCO 

 

El elogiado autor cartagenero se ha reencontrado con Alatriste en 'El puente de los asesinos'

 

Arturo Pérez-Reverte. Escritor y periodista

 

 Hay unas palabras que obsesionan a Arturo Pérez-Reverte -Cartagena, 1951- desde que de «jovencito» traducía a Homero: «Llueve en las orillas de Troya mientras zarpan las naves». Hoy, el escritor navega libre por un mar de éxito, y rumbo mentalmente a la soñada Isla del Tesoro recibe, hecho todo un hombre de fiar, una noticia viva que le atañe: cumple -ayer 25 de noviembre- 60 años.

 

-Reconoce usted que hay días en los que dice: «Que llueva napalm y todos a hacer puñetas». Espero que hoy no sea uno de esos días. ¿Cómo está?

-Tengo tal saturación en los últimos tiempos, y tantas cosas mías de las que ocuparme, que realmente estoy muy desconectado de la actualidad. Estoy tan cansado, tan harto, que me he replegado a mis trincheras, que son mi biblioteca, mis libros, mis novelas y mis artículos. He decidido que durante una temporada voy a desconectar. Me tienen harto entre todos. Votaré el domingo lo que tenga que votar y listo. (La entrevista tuvo lugar antes de la jornada electoral del 20-N).

 

-Qué suerte poder hacerlo.

-Tengo un privilegio y soy consciente de él: no dependo de la actualidad para mi trabajo. Mis novelas son intemporales, y yo sólo dependo de mis lectores, que tampoco son todos españoles. Y eso me reserva un burladero, una trinchera, un analgésico que me es muy útil en situaciones como la presente. Sí, es una suerte y un alivio poderme evadir noblemente de esa realidad, a veces tan penosa, tan chabacana y tan miserable a la que como español me enfrento, como nos enfrentamos todos, cada día.

 

-¿De qué va siendo ya hora?

-Yo soy muy pesimista, creo que las horas ya han pasado. Ya nunca vamos a poder hacer mejor al ser humano de lo que es ahora, pero sí que podemos hacerlo todavía peor. El siglo XX ha sido el siglo de la gran oportunidad perdida. Las grandes esperanzas con las que se despertó murieron antes de que finalizara, y no entramos ya en el siglo XXI con la esperanza de que el mundo sea mejor, porque ya sabemos que el mundo no va a ser mejor, va ser igual o peor. Tenemos esa certeza de que el ser humano va a estar ahí siempre contaminando con su baja condición las causas más nobles; sabemos que las grandes aventuras hermosas van a terminar, como ha venido sucediendo históricamente, en números grotescos, cuando no penosos, de circo, en 'zapateros y berlusconis'. Y, claro, somos conscientes también de que cada vez hay más población mundial y menos recursos. La humanidad está perdiendo el control de la situación. Es muy triste, pero es así.

 

-Triste sí es, sí.

-Y qué pasa, ¿tener eso claro es ser pesimista? Quizás, pero ¡diablos!, yo sé Historia, y miro para atrás, y tengo 60 años, y sentido común, y he leído libros y he hablado con gente sabia, y me es imposible compartir el optimismo estúpido de quienes creen que el mundo tiende a una mejoría continua. El mundo tiende a un empeoramiento y estamos viviendo ese empeoramiento.

 

-¿Mantiene viva alguna esperanza?

-¿Hay solución? Desde mi punto de vista no hay solución. ¿Hay esperanza? Sí. Una vez que ya sabemos que no funcionan las grandes causas universales, y que las grandes palabras como solidaridad internacional, como revolución social o como reparto de la riqueza han sido tan manipuladas por los golfos, los sinvergüenzas, los imbéciles y los malvados -tanto daño han hecho a la Humanidad los imbéciles como los malvados-, quedan los restos del naufragio: palabras como compasión, solidaridad, caridad, sentido común, amor, lealtad, honradez, decencia, dignidad. Y con esos restos del naufragio, reuniendo los cachitos que nos ha ido dejando el desmorono, en el siglo XX, de esa Europa de los grandes valores occidentales, te puedes hacer una trinchera donde sobrevivir.

 

-¿Defendiendo qué?

-Defendiendo la decencia personal y haciendo todo lo posible para que tus hijos sean decentes; y eso sabiendo que te quedan libros por leer, que tienes amigos a los que ser leal, que tienes que ser honrado en tu trabajo. Perdida la gran batalla universal, quedan las pequeñas batallas individuales.

 

-¿Qué conviene no perder de vista?

-Lo importante que es hoy que la gente corriente sea decente. Que en el vecino de la barra de bar, en el taxista y en el compañero de trabajo encuentres las causas nobles que no vas a encontrar ya en las ideologías. Ha llegado el momento de los héroes individuales; nunca ha habido como ahora tanta necesidad de que el individuo sea heroico.

 

-¿Cómo reconocerlos?

-En vez de mirar a la gente colectivamente, hay que mirar a los ojos de cada persona una a una.

 

-¿Dónde encontrar consuelo y sabiduría?

-En los libros y en la gente sabia, eso no falla nunca. En los libros está todo; la Humanidad es muy vieja ya, son tres mil años de memoria escrita, y ahí está todo. Bizancio se hundió, Roma se hundió, el mundo de los califas se hundió, el imperio español se hundió, y todo ha dejado huellas en los libros. Los libros hacen que no te sientas un personaje aislado en una tragedia, sino alguien que forma parte de una cadena inevitable que se llama Historia. Y, después, la gente sabia, los abuelos, la gente que ha vivido y tiene arrugas en la cara; justamente a los que ahora no miramos. Tristemente, no hacemos caso a las dos cosas que más consuelan: los libros y la gente sabia. No leemos libros y a los abuelos los marginamos, y no los miramos a la cara, porque no son estéticamente correctos.

 

-No damos una en el clavo.

-No. El ser humano está también renunciando a aquellas fuentes de consuelo y de sabiduría que todavía se pueden dar. Por eso, recomiendo siempre leer y hablar con los abuelos, con los mayores. Los sabios y los libros, ahí están las vitaminas que pueden hacer que el ser humano se mantenga razonablemente a flote.

 

-¿Preguntarse si merece la pena vivir es absurdo?

-Completamente. Estamos aquí sin haber elegido nacer. Decir que la vida no vale nada, que la vida es una mierda...; ¡ya! ¿Y qué? Al fin y al cabo, nosotros le damos a un botón y tenemos luz e internet, nos duele la cabeza y tenemos aspirinas, ¡joder!...; peor es la vida del tío que está en África o la vida del animal que va a beber agua y se lo come un tigre. Formamos todos parte de algo que se llama naturaleza, que es muy jodida. ¿Merece la pena? ¡Y qué más da! Si es que no podemos elegir. 'Me ha tocado ser pobre y miserable!', 'me ha tocado ser rico y poderoso'. Pues bueno, chico, estamos aquí. De nosotros depende que la vida merezca la pena. Ningún camino es malo, excepto el que te lleva a la horca.

 

-¿Qué agradece?

-A mí me educaron para que pudiera desenvolverme en la vida, y lo agradezco. Me dieron libros y capacidad para leerlos y poder interpretar el mundo, me dieron estudios, se sacrificaron mis padres para que yo pudiera afrontar la vida con posibilidades de supervivencia. Me educaron para que las desgracias fueran tan encajables como los triunfos, y de eso se trata. Para mí, mi vida ha merecido la pena, y la de mucha gente que conozco también. Ahora, otra cosa es si uno vive como un miserable, como un mierda o vive sin darse cuenta.

 

-¿Qué está claro?

-Que cuantos más libros tienes en la mochila, cuanto más lúcido eres, cuanto más te arrimas a los sabios, cuanto más sentido común posees, cuanto más sabes mirar y cuanto más aprendes de tus errores y de los errores de los demás, más fuerza tendrás para enfrentarte a la vida.

 

-¿Cómo se lo ha pasado escribiendo 'El puente de los asesinos'?

-Muy bien, porque Alatriste es un desengrase. El reencuentro con los viejos amigos siempre está muy bien. Por otra parte, cada novela de Alatriste me obliga a zambullirme de nuevo, durante un año, en los textos clásicos: en Quevedo, en Lope, en Calderón... El castellano es una lengua tan hermosa, y la del Siglo de Oro es tan rica, tan brillante, tan pujante y tan fascinante que recorrerla, y meterte en ella, es un placer muy divertido y muy útil. Yo escribía mejor cuando era pequeño que ahora. Hoy estás continuamente sometido al bombardeo de los analfabetos que hablan en la radio, en la televisión, en la calle y en todas partes.

 

-'¡Un caballo, un caballo, mi reino por un caballo!', exclama 'Ricardo III' (Shakespeare). ¿Por qué daría usted su reino?

-(Risas). Yo tengo la suerte de que la vida me ha dado lo que yo quería. Quizás sea así porque yo me la he jugado, es verdad que no me lo ha regalado. He pagado los precios que tenía que pagar por tener lo que yo quería, y a veces han sido unos precios elevadísimos. Todo lo que he querido hacer en la vida he intentando hacerlo, he ido a por ello. Y las cosas que más quería las he conseguido: quería ser reportero y lo fui, quería escribir novelas y las escribí, y quería navegar y tengo un velero. Supongo que yo diría '¡un velero, un velero, mi reino por un velero!', pero es que ya lo tengo. Mi máxima aspiración, mi última ambición, mi extremo capricho es el mar, eso está claro, y el velero es lo que simboliza todo eso: la libertad y la independencia. Pero ya tengo un modesto velero, y ... ¡desde hace veinte años! Digamos que mi vida sí está colmada; pero, insisto, no es ningún regalo, ni ha sido la suerte. Ha sido un largo camino, muy azaroso, y muchas veces pude quedarme en la cuneta en infinidad de sitios, tanto figurada como realmente.

 

-¿Tiene usted cuentas pendientes?

-No debo nada a nadie, lo he pagado todo; incluso, a veces, lo pagué mucho antes de tenerlo. No, no, grandes cuentas pendientes no tengo. Tengo indignaciones con las que no quiero irme. De vez en cuando, mis artículos en 'XL Semanal' me valen como válvula de escape para soltar presión. Si estoy muy cabreado, o estoy furioso o incómodo, me digo, '¿por qué diablos me voy a callar ?'. Si no tengo nada que perder, ¿qué me pueden hacer? Si no pueden hacerme nada. ¿Recomendar que no me lean? ¿Decir que soy un fascista, un cabrón, un rojo, un facha, un carca...? ¡Qué más da! Lo que importa es lo que yo me río, lo que yo me regocijo cuando me doy cuenta de que una de las patadas que doy ha dado en el blanco y se está estremeciendo el destinatario. Siempre he pensado, y lo sigo pensando, que hay algo tan malo como ser malo: ser cómplice de los malos. A veces, el cómplice de los malos lo es por pasividad, por silencio, y hay silencios cómplices que son clamorosos. Lo que nunca podrán decir de mí es que he sido cómplice silencioso de algo que no me gustaba.

 

-¿Jamás?

-Ojo, yo no me estoy erigiendo en paladín de nada. Lo hago porque me lo puedo permitir, porque no tengo nada que perder, y no hay en eso ningún heroísmo. Cuando viene alguien y me dice, '¡ay, don Arturo, qué valiente es usted!', yo le dejo claro: 'Yo no soy más valiente que usted'. No es valentía, es indiferencia, es que me da igual. Es que a mí que no me inviten a cenar en La Moncloa Zapatero o Rajoy me da igual, y de hecho cuando me han invitado a ir a Moncloa no he ido. Me da lo mismo; entre mis ambiciones nunca ha estado la política.

 

Cretinos analfabetos

 

-Ni entre la gente que usted admira figuran los políticos de hoy.

-¿Admiración? Sabemos muy bien que los políticos que hoy están gobernando Europa no tienen la talla intelectual de Adenauer, de De Gaulle o de Churchill, ni siquiera la de algunos políticos españoles de la Transición. Los ves y dices: 'Estos tíos no van a mejorar a Adenauer, joder, todo lo contrario'. Hay un montón de políticos que son unos cretinos anafalbetos.

 

-¿Cumplir 60 años le produce vértigo?

-Lamentarse por cumplir años es una chorrada. Lo que sí que notas con los años es que te cansas más. Un tío como yo, que he tenido siempre una forma física muy buena y que siempre he estado, digamos, en acción; ¡claro que lo notas! Yo era capaz de andar cuarenta kilómetros por el desierto cuando tenía 20 años, sin agua y sin más sombra que la de mi sombrero; y durante muchos años he sido capaz de aguantar varios días sin dormir y con mucha tensión...; ¡ya no es así! Navegando también lo notas, porque cuando llega un temporal y tienes que enfrentarte a él terminas reventado, derrumbado en un rincón. Cierto que todavía hago cosas que hacía, pero las hago en el límite. Eso se llama envejecer, claro, pero es que envejecer forma parte también de las reglas, va incluido. Nunca pretendí ser toda la vida joven. Hay gente patética que lo pretende patéticamente. Siempre me han producido pena, más que irritación, los que no se resignan a asumir la edad que tienen y todavía juegan a ser jovencitos: a la hora de ligar, de vestirse, en sus actitudes... Hay que asumirse a uno mismo con dignidad e intentar ser feliz. Yo asumo con dignidad que tengo 60 años y ya está, aunque claro que me gustaría tener 20 años, y 30 años, y 40 años, ¡y 57 años si pudiera!

 

-¿El miedo no aparece?

-No. Dejé de tener miedo el día que descubrí que me iba a morir. En la primera guerra comprobé que la gente se muere. Yo pensaba que era inmortal; todos lo pensamos. Pero vi muy claro que, en cualquier momento, uno se queda tirado en mitad de un charco de sangre y ya no se levanta nunca. Lo descubrí muy joven: cualquier bala de las que pasaban y de las bombas que caían me podían tocar a mí también; yo formo parte de este mecanismo. Me di cuenta de que morirse es tan natural como estar muerto. La vida se volvió para mí asombrosamente simple: como voy a morir, lo que tenga que vivir procuraré hacerlo lo más ajustadamente a como deseo hacerlo; por eso no tengo más miedos que los normales: a que sufra la gente a la que amas, a una muerte dolorosa, a una enfermedad penosa, a envejecer con la memoria floja...; ese tipo de cosas. Miedos normales. Cuando asumes que la vida es una trampa peligrosa y que vivir es una tarea difícil, no hay miedo irracional que sobreviva a la lucidez.

 

-Como escritor, ¿a que no estaría dispuesto?

-A seguir escribiendo si no disfrutara haciéndolo. Escribo porque soy muy feliz escribiendo, me lo paso muy bien. Levantarme por la mañana y decir 'a ver si hoy hago cuatro folios estupendos' es un móvil que cada día me hace despertarme con bastante ilusión.

 

-¿Cómo pasará el día de su cumpleaños?

-Será un día normal. Yo nunca celebro mi cumpleaños, nunca celebro nada: ni mi cumpleaños, ni el santo... Un día normal...; supongo que vendrá algún amigo a verme... ¿Sabe qué pasa? Desde muy jovencito, todos mis cumpleaños, santos, nochebuenas, navidades, reyes..., me pillaron siempre por ahí fuera, muchas veces en países en guerra, y allí no había celebración posible. Me acostumbré a que para mí un santo o una Navidad eran días normales. Nunca hacía nada especial, y se me quedó esa costumbre igual que se me quedaron otras: no le echo hielo a las bebidas porque en algunos países, que estaban llenos de enfermedades, no se podía tomar; llevo el pelo y las uñas muy cortas por una cuestión de higiene, y tengo todavía reflejos y costumbres casi de soldado.

 

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LA VERDAD SOBRE EL CASO ALATRISTE

 

26.11.11 - JOSÉ BELMONTE 

 

15 años de una aventura

 

Empezó siendo un ajuste de cuentas en defensa del Siglo de Oro y se ha acabado convirtiendo en el santo y seña de la narrativa del escritor cartagenero

 

Lo que empezó siendo una apuesta personal, un ajuste de cuentas con esos libros de texto de la ESO que despachan nuestro Siglo de Oro en apenas un par de páginas, en unos cuantos párrafos -ilustraciones incluidas-, ha terminado convirtiéndose, sin sospecharlo ni siquiera el propio autor, en el santo y seña de la narrativa de Arturo Pérez-Reverte. Alatriste es, probablemente, el producto más suelto, depurado y genuino de toda su ya larga producción literaria. Sin menosprecio para esas otras espléndidas criaturas -Astarloa, Corso, Macarena Bruner o Teresa Mendoza- que rezuman vitalidad por los cuatro costados en el resto de sus novelas.

 

«No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente». Pérez-Reverte, con un par de certeras pinceladas, es capaz de trazar las líneas maestras de este controvertido personaje; espadachín a sueldo, es cierto, pero con un corazón de oro, capaz de vender el alma al mismísimo diablo para salvar a los suyos. Es un hombre de palabra que habla con la mirada y ordena con su silencio. Alatriste, como don Quijote o Ana Karenina, supera a su propio creador, y parece actuar al margen de los hilos que lo mueven, aunque, desde la primera entrega, allá por 1996, hace ahora quince años, ya sepamos que es, como el resto de los humanos, un ser para la muerte al que se le ha puesto lugar y fecha para su último suspiro. Diego Alatriste y Tenorio, mal que le pese, se ha convertido en un héroe popular, reconocido así por los lectores de medio mundo, de culturas diversas, de ideas distintas, de Oriente y Occidente. Y Arturo Pérez-Reverte, en un dignísimo continuador de la literatura folletinesca y de la novela de capa y espada, como anunció en su día Luis Alberto de Cuenca, lector contumaz de Ponson de Terrail, Paul Feval, Eugenio Sue, Michel Zévaco y tantos otros que inventaron e hicieron inmortal este género. Alatriste, como señalaba Janet Maslin en las páginas del New York Times, es un héroe astuto y, sobre todo, carismático. Un lobo flaco y famélico de dientes retorcidos al que le gusta cazar solo. Las soberbias, finas y sugerentes ilustraciones de Carlos Puerta en el primer Alatriste, y, sobre todo, las de Joan Mundet en el resto de las entregas, le dan un atractivo especial a toda la saga.

 

Las aventuras del capitán Alatriste tienen lugar durante la época de Felipe IV, el rubicundo rey apasionado y mujeriego. Una etapa de progresiva decadencia en la que el monarca cede todo su poder al conde-duque de Olivares, asiduo en estas páginas. El proyecto político del valido no era otro que acrecentar el prestigio de la monarquía, y para ello no dudó en meterse en infinitos fregados bélicos de los que, en muchas ocasiones, salimos con el cuerpo hecho un mapa de tantas cicatrices. Es la España de las falsas apariencias, representada magistralmente por ese gesto del hambriento hidalgo del 'Lazarillo' que esparce por su barba unas cuantas migas de pan a cambio de conservar intacto su orgullo de castellano viejo. La España de los tullidos que vuelven de la guerra y no tienen donde caerse muertos. Y también la de los paseos en carroza de nobles y ricos, ajenos al dolor, que disparan sus armas, sólo en las monterías, con pólvora de rey.

 

De Velázquez a Quevedo

 

Arturo Pérez-Reverte, con su insistencia, con su tenacidad, aludiendo constantemente a obras pictóricas, a celebrados versos y a determinadas piezas teatrales, hasta el punto de describir con todo detalle lo que sucedía a lo largo de una jornada en un corral de comedias, ha logrado, con una excelente prosa, lo que nunca habíamos conseguido ni los críticos ni los profesores de literatura: que cientos de miles de lectores vuelvan a interesarse por los grandes personajes que en las páginas de Alatriste retrata: Diego Velázquez, Francisco de Quevedo, Lope de Vega, Olivares, Spínola o Saavedra Fajardo. Sin dejar de lado a esas otras criaturas más modestas -la fiel infantería, cansada y terca-, que son el cabal reflejo de una época con poco oro, y plata la justa: Sebastián Copons, Curro Garrote, el licenciado Calzas, el Dómine Pérez o el moro Gurriato. Todas las novelas de la saga resultan divertidas -de ahí la heterogeneidad de sus lectores- porque incluyen entre sus páginas, además de los reconocidos recursos del folletín clásico, ciertas técnicas del cine y también del cómic. La mejor metodología para llevar a cabo su escritura, la propia de Pérez-Reverte, marca de la casa: sujeto, verbo, predicado y las comas en su sitio. Y una recreación personal del lenguaje del Siglo de Oro, amparándose en los clásicos de la época, que le sirven de modelo. El personaje Diego Alatriste tiene su germen, tan tempranamente, en las páginas de 'El húsar', su primera novela, en 1986, cuando Pérez-Reverte, que aún no pensaba ni remotamente en la invención de su criatura, describe a uno de los soldados con una cicatriz perpendicular en la mejilla, nariz aguileña y fuerte como un halcón, y la piel del rostro tostada por miles de soles.

 

En la solapa del primer volumen de la saga, que escribe con la colaboración de su hija Carlota, anuncia los títulos de las siguientes cinco entregas, que poco a poco, a medida que han pasado los años, se han convertido en nueve, y, acaso, surja alguna otra más. Lo que parecía ser únicamente el descanso del guerrero entre novela y novela, un puro y sencillo divertimento, una manera de poner sobre el tapete, como sucede con sus artículos periodísticos semanales, el inconformismo del autor y la rabia por aquello que no le gusta, lanzando de esta manera sus dardos contra todos aquellos que olvidan o se avergüenzan de nuestro pasado, se ha transmutado en la auténtica joya de la corona. El libro que cientos de miles de lectores esperan ansiosamente cada año. Y es que, a estas alturas, nadie quiere que Alatriste muera. Ni siquiera el propio Reverte.

 

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Alatriste posa para los pinceles de Velázquez (tinta china y acuarela).

 

El jovencito Alatriste junto con Contreras (tinta china).

 

En la taberna de Vicuña juegan Alatriste y Velázquez (tinta y acuarela).

 

Literatos del Siglo de Oro, con Arturo entre ellos (tinta y acuarela).

 

 

JOAN MUNDET

Dibujante, ilustrador y pintor, Joan Mundet (Castellar del Vallés, 1956) comenzó su carrera como ilustrador en 1975. En 1983 publica su primera obra completa en 'Rambla'. Desde 1986 se dedica a la ilustración con colaboraciones en el mundo de la historieta. Es uno de los autores de '11-M, la novela gráfica' y realiza la revista virtual 'Cayo Largo'. También es autor de la novela gráfica 'Gari Folch'. Desde 2000 dibuja la serie del capitán Alatriste. Y con textos de Carlos Giménez hizo los comics 'El capitán Alatriste' y 'Limpieza de sangre'. Este año, con 'Mil vidas más', ha conseguido el Premio Nacional de Cataluña de Historieta.

 El autor ha cedido a 'La Verdad' ilustraciones, algunas inéditas, para este especial.

 

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LOS PRINCIPIOS DE PÉREZ-REVERTE

 

26.11.11 - JOSÉ MONERRI 

 

Perfil

 

Desde los cinco años quiso ser periodista y pasó por este oficio como un ciclón. Desde el inicio buscó como escenario el extranjero

 

Salió del colegio y se plantó directamente en el segundo piso del inmueble de la plaza de Castellini, picoesquina con Puerta de Murcia, donde se encontraba la delegación de 'La Verdad'. Me lo enviaba su madre, María Dolores Gutiérrez Olivares. Se trataba de Arturo Pérez-Reverte Gutiérrez -porque su madre, que ha tenido mucho que ver en el nacimiento de la criatura a la que quiere apasionadamente- así lo decidió, para que aprendiera Periodismo. Espigado, todo nervio, acentuada nuez y gafas circulares. Emprendedor, inquieto y con grandes reflejos intelectuales. Ese es Arturo Pérez-Reverte, que pasó por el Periodismo como un ciclón, enfrentándose ya desde sus años jóvenes al reportaje que tenía como escenario el extranjero: Libia, en ruta petrolífera con Escombreras, a bordo del 'Puertollano'. Fue su supersónico aprendizaje en 'La Verdad', con entrevistas o pasando la noche en el 'Ferré Vandellós' conviviendo con su tripulación.

 

Recuerdo a ese joven entonces imberbe, ahora con barba gris quizá para expresar más la gravedad en aquellos 51 años recién cumplidos, entre los miembros de la Real Academia Española de la Lengua cuyo sillón T ocupa tras vencer su candidatura impulsada por Gregorio Salvador, Antonio Muñoz Molina y Eduardo García Enterría. Ante su ímpetu periodístico, con sentido de humor cartagenero, le dije: «Bien; empieza por hacerte las farmacias de guardia y el movimiento de buques». Aceptó la broma. Ahora tiene todavía presente -porque lo ha recordado en uno de sus sustanciosos artículos- que la primera entrevista que le encargué fue la de que se presentase al alcalde y le preguntase sobre un asunto de restos arqueológicos destruidos.

 

Cartagena, en su alma

 

Lo rememora así: «Y cuando abrumado por la responsabilidad, respondí que entrevistar a un político era demasiado para un novato de dieciséis años, y que tenía miedo de meter la pata haciéndolo mal, el veterano me miró despacio y con mucha fijeza, se echó hacia atrás en el respaldo de la silla, al otro lado de la mesa llena de máquinas de escribir, maquetas, fotos y papeles, encendió uno de esos pitillos imprescindibles que antes fumaban los viejos periodistas, y dijo algo que no he olvidado nunca. '¿Miedo?... Mira, zagal. Cuando lleves un bloc y un bolígrafo en la mano, quien debe tenerte miedo es el alcalde a ti'». Confiesa que me recuerda, que me considera uno de los viejos maestros de la vida, y le consta que correspondo a su cariño con esa lealtad incuestionable de quien sabe responder con entrañable sinceridad a ese sentimiento.

 

Arturo es un cartagenero de pura cepa, lo que no le encasilla ante su aguda mirada al mundo entero. Nació en una institución tan querida en la ciudad cual es el Hospital de Caridad, pero a los diez meses ya estaba viviendo en el Poblado de Escombreras, ya que su padre, el inolvidable Pepín, era empleado de la Refinería de petróleos. Quizá su primera travesura fuera que a tan temprana edad subiera a gatas una escalera hasta el rellano donde, con el natural susto, fue recogido, indemne, por supuesto. Estudió en el Colegio del Poblado, con doña Micaela, para pasar al colegio de la Sagrada Familia, de los Maristas, donde admiraba al hermano José Luis Vallejo, buen poeta, y exacerbaba los ánimos del hermano Severiano, con sus ocurrencias. Ya antes, en el Poblado, se había erigido en jefe entre los de su edad, donde se vestían de guerreros y filmaban películas. En El Rosalar, siguió con esa afición, contando con la colaboración de sus amigos, entre los que se contaban los hijos de José Luis Moreno y los de Ruscalleda. Arturo era el mayor. Se iban al monte -en la partida también había chicas-, donde filmaban películas de guerra. Hubo ocasiones en que se hacía de noche, y regresaban a la luz de las linternas. Y es que Arturo quería ser periodista desde los 5 años, como recordaba su madre. «Era muy calladico, pero con mucha memoria. Recitaba poesías desde su infancia».

 

Acabado el Bachiller se presentó en el periódico. Su labor fue dinámica, brillante y hasta aventurera, como ese reportaje en un petrolero a Libia, que mereció páginas enteras en un diario que, dirigido por Venancio Luis Agudo Ezquerra, había abierto diversas delegaciones llegando a Alicante y Albacete. Estudiando en la Universidad conoció a Blanca, una oscense que acabaría siendo su esposa, y de ese matrimonio cuenta con una hija, llamada Carlota, nacida en Madrid y que es licenciada en Historia y Arqueología Marítima. Pero Arturo guarda muy celosamente su vida familiar, cosa que respetamos y aplaudimos.

 

El Arturo que se había iniciado en 'La Verdad', acabada su licenciatura en la Facultad, se incorporó al diario 'Pueblo', en donde realizó sus reportajes desde los puntos más conflictivos del mundo, o esa forma de fascinar a todos los telespectadores entre bombas, ruinas, cadáveres y miserias. Por fin llegó el novelista triunfante de forma avasalladora. ¿Hemos perdido un periodista y ganado un novelista? Nada de eso. Arturo seguirá siendo un periodista de cuerpo entero porque lo lleva en la masa de la sangre. Lo que ocurre es que nos encontramos con la buena nueva de un gran novelista, que se ha colocado en vanguardia con toda presteza, gracias a su inteligencia, audacia, fácil expresión literaria y sinceridad. Porque Arturo, sencillo y un tanto introvertido, posee la sinceridad que le hace ser coherente consigo mismo, hasta el punto de que vive lo que escribe. Y ahí quizá radique su éxito. Pronto vio que lo suyo estaba en la novela, cimentada en sus muchas horas de lectura que le proporcionaron una impresionante solidez cultural. Y allí se centró, cobrando el éxito que su autodidacta formación cultural le otorgaba. Porque Arturo -y él lo ha reconocido- se ha forjado solo, impulsado por su inteligencia nada común y sus reflejos. Por eso, se le han abierto las puertas del cine, de la televisión y de la traducción a más de 30 idiomas.

 

Este Arturo se ha convertido en una figura internacional. Ha recibido numerosas distinciones, pero yo me quedo con la Medalla de oro de la Región y que en Cartagena -la tiene metida en su alma- se le busque esa calle prometida por la alcaldesa, y que se le nombre Hijo predilecto.

 

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EL DESAFIO PERSONAL DE UNA OBRA

 

26.11.11 - JOSÉ MARÍA POZUELO YVANCOS 

 

'El maestro de esgrima', 'La reina del Sur' y 'Un día de cólera', tres de sus mejores novelas, revelan las profundas modificaciones a las que ha ido sometiendo su pluma

 

Resulta muy revelador que en declaraciones recientes, al borde ya de los sesenta años de edad, Arturo Pérez-Reverte haya dicho que tiene que elegir con cuidado qué quiere escribir en los próximos años, pues predice que con cuatro o cinco obras más será ya bastante. Lo que revelan tales afirmaciones es el punto en el que quiero detenerme en esta presentación de sus 25 años como escritor: a pocos he conocido que tengan tanto control sobre su propia obra, es decir, que conciban su creación como un trabajo pensado, elaborado, medido en todos sus detalles. Es una actitud que curiosamente le acerca más a Flaubert que a Dumas o V. Hugo, porque su autoexigencia es tan grande que no hay novela suya que no le haya llevado meses, e incluso años de investigación y búsqueda en la que es una de las bibliotecas personales mejor dotadas que hay en España.

 

Los ignorantes y los que no lo leen (casi todos cuantos hablan de él sin conocimiento real de su obra) lo conciben como un escritor al dictado del mercado literario y hay quienes por el hecho de su éxito le asimilan al fenómeno del 'best seller', que creo está muy lejos, casi en los antípodas, de su estética literaria. Para entender ésta conviene partir de un hecho fundamental: Arturo Pérez-Reverte ha buscado siempre una alianza con el lector, y ciertamente la tiene desde sus primeras obras. Alianza que fue primero a contracorriente. Cuando se hacia el canon literario de los años ochenta, había quien filtraba y sometía a sospecha quien tuviera habilidades narrativas y partiera de modelos clásicos de escritores que no despreciaron la aventura (Dumas, Galdós, Conrad, Stevenson). Pérez-Reverte buscó aquella antigua alianza de la novela con el principio fundamental del arte narrativo: saber contar una historia y que el lector quedara prendido de ella. Pero tal alianza parte del fundamento de que había de atraer al lector a su mundo, es decir, no de darle lo que el lector quiere, o lo que el mercado dicta (que es lo peculiar del 'best seller') sino alcanzar que ese lector entre al mundo que el escritor le da, para lo cual es la obra la que se lo tiene que ganar.

 

Huir de la comodidad

 

Precisamente porque esto es así, la obra de Arturo Pérez-Reverte en estos 25 años ha sufrido modificaciones muy notables. Dejando aparte las sufridas por la serie de Alatriste, que encontrará el lector en otro artículo de este suplemento, y ciñéndome al resto de sus novelas, observamos que su obra no se ha quedado en la comodidad de seguir explotando simplemente la estética de sus éxitos iniciales, que tuvieron en 'El club Dumas' y 'La tabla de Flandes' sus primeros grandes hitos. Si un lector piensa en tres de sus mejores novelas en tres etapas distintas: 'El maestro de esgrima', 'La reina del Sur' y 'Un día de cólera' verá que las diferencias entre ellas son mayores que las semejanzas. Las tres han tenido mucho público lector, pero sus principios de atracción a ese lector han sido muy diferentes: la primera de las tres se basa en un sutil ejercicio dialéctico (de lucha y seducción mutua) entre uno de sus mejores personajes, Jaime Astarloa con Adela de Otero. El Madrid y la atmósfera son galdosianos, pero la novela está centrada más que en los contextos en ese ejercicio de esgrima y contienda que es tan psicológica como deportiva.

 

En femenino

 

También es un gran personaje, esta vez femenino, Teresa Mendoza, pero es México y el mundo de la droga o Málaga y sus ambientes de mafias delincuentes, los que van situando la lucha de una mujer por afirmar primero su supervivencia, luego su poder, doblegando su destino. Con 'La reina del Sur' vamos a un asunto internacional muy actual, a unos ambientes seguidos en corridos, jergas, canciones. En cambio en 'Un día de cólera', la tercera de la tríada que he elegido para ejemplificar este fenómeno de diferencias entre sus novelas, el mundo es muy reducido, en tiempo y en espacio, no llega a veinte horas de un día que se desarrolla en una decena de calles del Madrid que vivió el levantamiento contra Napoleón. El desafío como novelista aquí era muy otro; desde el gran friso narrativo, en tiempos prolongados y diferentes espacios de 'La reina del Sur', pasamos a un equilibrio composicional tan magistral que es capaz de mover a trescientos figurantes en un espacio y tiempo muy reducidos, y dar así la mejor crónica que en español se haya escrito sobre esos momentos decisivos de nuestra historia.

 

Y en esa evolución hay otra lucha del escritor que va creciendo con ella. Me refiero a la lucha con el lenguaje, a ser un escritor que cuida cada giro, busca encontrar el léxico preciso, el término exacto. Llegó incluso a dedicar la única obra que los pedantes llamarían metaliteraria: 'El pintor de batallas', a meditar sobre la condición del lenguaje para poder representar el horror. El desafío aquí era conradiano (el de 'Corazón de las tinieblas') y sus atavíos eran los de haber vivido como reportero la cruenta guerra de Bosnia. Pérez-Reverte se pregunta, sirviéndose de la metonimia del pintor, por la capacidad de la propia representación artística para decir las situaciones límite, por si hay un lenguaje desde el que pueda contarse la mirada de alguien que sabe que va morir segundos después de una foto, o la de un perro que busca amo, perdido en los tráfagos de destrucción. ¿Cómo decirlo?

 

Un novelista, pues, que va siguiendo en cada obra una pesquisa, y cuya lucha termina siendo la que define a todo buen escritor: una lucha consigo mismo, porque se trata de conseguir hacer aquello que quiere hacer. La buena literatura está hecha de ese desafío personal. Menos mal que hay escritores así.

 

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QUEVEDO, LARRA Y VALLE-INCLÁN EN EL SIGLO XXI

 

26.11.11 - J. L. MARTÍN NOGALES 

 

Su faceta como articulista

 

Sátira, lucidez y furia: los tres valores de estos maestros se combinan cada semana en 'Patente de corso': un fogonazo sobre la actualidad

 

Arturo Pérez-Reverte lleva varios años dibujando el mapa de las complejidades que definen la época actual, a través de los artículos literarios que publica cada semana con el título 'Patente de corso'. La buena literatura es así: sabe captar de un fogonazo los aspectos esenciales de una situación, de una etapa histórica o de una determinada sociedad. Hoy la lectura de Quevedo nos lleva con una clarividencia como pueden hacerlo pocos otros documentos de su tiempo a la España contradictoria del siglo XVII; Larra reflejó en sus artículos literarios con un radicalismo certero la visión romántica del siglo XIX que le tocó vivir; Valle-Inclán hizo del esperpento la radiografía de un cambio de siglo poco esperanzador. Pérez-Reverte aúna en los artículos que escribe desde hace ya 20 años la sátira de Quevedo, la lucidez de Larra y la furia de Valle-Inclán.

 

Si alguien quiere documentar en el futuro cuáles han sido las preocupaciones con las que ha acabado el siglo XX y ocupan los años que vivimos del siglo XXI, tendrá en los artículos de Pérez-Reverte una referencia imprescindible. En ellos encontramos todos los temas que están hoy en la calle: la falta de empleo, el desbarajuste de la política, la corrupción, el cainismo humano, la hipocresía, la mediocridad y los debates que se plantean sobre la situación de la mujer en la sociedad contemporánea, sobre Europa, los nacionalismos, la economía, las ideologías, la enseñanza, las manipulaciones históricas. Sus artículos son un espejo de nuestro tiempo, la crónica de unos años confusos escrita desde la contundencia, la burla, el cabreo y el humor.

 

Mirada sin tibiezas

 

Los artículos de Pérez-Reverte reflejan la mirada sobre un mundo que es a veces ruin y banal; en ocasiones, grotesco e inculto; y también, si se sabe mirar, divertido y conmovedor. Esa mirada es disidente y crítica. No sigue consignas y se aparta de la tibieza de lo políticamente correcto. Las polémicas, los fiascos históricos, las escenas de la vida contemporánea están contadas con una prosa que se enraiza en la mejor tradición del periodismo literario. Pero esa tradición está renovada con un estilo personal construido mediante recursos lingüísticos actuales. El lenguaje coloquial se mezcla con voces de germanía, con metáforas originales, con hipérboles ingeniosas y con el latigazo de una palabra gruesa pronunciada en el momento oportuno. Los artículos manifiestan así la personalidad de un estilo que es de los más expresivos y contundentes del periodismo actual.

 

En esos textos literarios Pérez-Reverte zarandea la estupidez que observa a su alrededor, expresa la nostalgia de héroes en una sociedad mezquina y deja constancia de la búsqueda de asideros a los que agarrarse en un tiempo de tantos naufragios. En una época en la que se ha vivido el derrumbamiento de ideologías y de certezas, Pérez-Reverte señala los puntos cardinales por los que él orienta su singladura: la amistad, la lealtad, el coraje, la independencia.

 

Por eso, Pérez-Reverte es, en sus artículos, una referencia para muchos lectores de hoy. Y ha de serlo en el futuro, cuando alguien busque una voz que le hable sin tapujos de estos tiempos contradictorios.