“Un día de cólera', fecha histórica y controversial"

 

Domingo, 20 de abril de 2008

 

MANUEL C. DIAZ

 

Cuando comencé a leer Un día de cólera (Alfaguara, 2007), el libro más reciente de Arturo Pérez-Reverte, no pude resistir la tentación de utilizar un antiguo mapa de Madrid --que venía en la contraportada-- para identificar los lugares en que tienen lugar los acontecimientos. Pero desistí en las primeras páginas. Eran demasiadas puertas, calles, avenidas y parques: desde la de Alcalá hasta el de Monteleón. Y es que este es un libro repleto de detalles; no sólo de los escenarios, sino de los personajes. Un libro en el que los sucesos del 2 de mayo de 1808 --aquella histórica, violenta y controversial jornada de la que Goya dejó una dramática constancia pictórica-- están narrados con la minuciosidad de un reportaje y la extensión de una novela.

 

No hay que haber leído los Episodios Nacionales de Galdós para disfrutar este libro. No hay que saber que el levantamiento del 2 de mayo contra las tropas imperiales francesas marcó el inicio de la guerra de Independencia. No hay que saber que el motín de Aranjuez provocó la caída del primer ministro Godoy y forzó la abdicación de Carlos IV. No hay que saber, en fin, que Napoleón quería barrer con la estirpe de los Borbones, retener a toda la familia real en Bayona y darle la corona de España a uno de sus hermanos. No hay que saber nada de esto porque Pérez-Reverte se encarga de que vayamos conociéndolo a medida que avanza el relato: ''Siete de la mañana y ocho grados en los termómetros de Madrid. El sol lleva dos horas por encima del horizonte, y desde el otro extremo de la ciudad, recortando torres y campanarios, ilumina la fachada de piedra blanca del palacio de Oriente''. El día recién comienza. Antes de que termine, las calles de Madrid estarán anegadas en sangre.

 

Poco a poco, junto a la recreación de los escenarios, Pérez-Reverte va introduciendo a los personajes. Por una parte, oficiales del ejército español y generales franceses; y por la otra, cerrajeros, sastres, cocineros, artesanos, presbíteros, mendigos, chulos y prostitutas. Son casi 300. A todos, el autor los identifica con nombres y apellidos, direcciones, rasgos físicos y morales. Los principales serían el capitán de artillería Luís Daoiz, ''oficial de carácter tranquilo, prestigio profesional y extraordinaria competencia'', uno de los participantes en la toma del parque de Monteleón; Pedro Velarde, también capitán de artillería, ''santanderino de nacimiento, veintiochos años de edad, la mitad de ellos vistiendo uniforme''; y Blas Molina Soriano, cerrajero de profesión, que dio inicio a la rebelión al gritar en el centro de la plaza de Palacio: `Traición! ¡Se llevan al infante!

 

¡Traición!''

 

Antes de salir de la plaza, el cerrajero Molina vuelve a gritar. Esta vez enarbola un bastón de nudos en alto: ''¡Vamos todos a buscar franceses! ¡A matarlos! ¡A matarlos!'' Y echa a correr hacia las calles próximas a Palacio, buscando en quien saciar la sed de sangre, seguido por un soldado de Voluntarios de Aragón y otros mozos. Apenas doblan una esquina, descubren a un militar imperial. Será el primer muerto de la jornada: ''Con aullidos de júbilo, el cerrajero y el soldado se lanzan en persecución del francés, que corre desesperado hasta que Molina lo alcanza a garrotazos. Allí mismo lo golpea una y otra vez en la cabeza, sin piedad, hasta que el infeliz cae al suelo, donde el soldado lo atraviesa con su sable''. Esa primera sangre lo desencadena todo. Antes del mediodía, el coronel Daumesnil le dice a Mustafá, el jefe de los mercenarios egipcios: ''Tú y tus mamelucos vais delante. Sin piedad''. La caballería de la Guardia Imperial se pone en marcha y se desata la carnicería.

 

Lo que sigue es la descripción más minuciosa que se haya hecho de los sucesos del 2 de mayo de 1808. Hay escenas espeluznantes. Como la que se desarrolla en la plaza de Toledo cuando la caballería de coraceros franceses penetra en la ciudad y es atacada por cientos de hombres y mujeres armados con palos y navajas. Entre el esplendor heráldico de los uniformes franceses y la oquedad folklórica de las chaquetillas pardas de los atacantes, sólo se escucha el sonido de los sables imperiales y el de las ''cachicuernas albaceteñas de siete muelles'', amortiguado por los disparos de arcabuces y los relinchos de los caballos ''desventrados'' a navajazos.

 

Un día de cólera es un libro estremecedor, del que se hablará por mucho tiempo. No sólo por su calidad, sino por la controversia que de seguro provocará. A sólo unos meses de conmemorarse el bicentenario del levantamiento, Pérez-Reverte parece haber abierto un debate nacional. Para él, los madrileños --según declaró en una entrevista con el periodista español Jacinto Antón-- ''lucharon en el lado equivocado ese día, para restituir el viejo orden, casposo, ruin. La familia real española era lo más abyecto, despreciable y vil de Europa. Por eso mucha gente se quedó en sus casas. Es la chusma, el pueblo bajo, ignorante, el que sale a la calle''. Eso es llamar las cosas por su nombre. La fecha del 2 de mayo de 1808 ya no será --al menos, para Pérez-Reverte-- el emblema de una España patriótica. Sólo será un día cólera.•