“La gran tragedia de Cádiz es que luchó contra sí misma”

 

Domingo, 28 de febrero de 2010

 

Daniel Pérez - Cádiz

 

Convierte en best-seller todo lo que toca. Afilado, inconformista, contestatario, áspero a ratos, pero siempre honesto consigo mismo, Arturo Pérez-Reverte puede presumir de haber colocado su nueva novela, «El Asedio», entre los títulos más vendidos del país, antes incluso de que llegue a las librerías. Su último trabajo no defraudará a sus lectores de siempre: exhibe las claves que lo han definido como un autor capaz de conjugar la intriga, la historia, la acción, la aventura y la reflexión abstracta, casi metafísica, con un estilo cuidado, elegante y eficaz. Todo ello macerado con una ambientación minuciosa y realista, que convierte el Cádiz de 1812 en un escenario perfecto en el que confluyen las vidas, a menudo torturadas por la frustración o espoleadas por la misantropía, de los personajes más diversos. La ciudad cercada por los franceses ha regalado a Pérez Reverte el contexto idóneo para desarrollar una trama múltiple, compleja, que le permite compendiar en un solo texto sus obsesiones de cabecera: la guerra, la muerte, el mar, el relativismo del bien, la ambigüedad del mal, la geometría del azar, el tablero de ajedrez como metáfora infalible y la eterna tragedia de España. Su universo entero cabe en estas 727 páginas.

 

Arturo Pérez-Reverte, en la calle Ancha de Cádiz / ANTONIO VÁZQUEZ

 

-¿Por qué quería que todas sus novelas estuvieran presentes en ésta?

-Escribir una novela es como montar un mecano. Hay que preparar una estructura, un esqueleto, y luego llenarlo. A la hora de perfilar el esquema original de 'El Asedio' decidí que no quería hacer un homenaje, pero sí un recorrido por los distintos tonos de todas mis creaciones anteriores; quería que cualquiera de los lectores que me han seguido pudiera distinguir esos rasgos, esas huellas. Es una especie de balance narrativo. Por eso hay referencias a todos los grandes temas que he tocado antes. Incluso 'El pintor de batallas', que es un texto distinto a los demás, tiene su presencia en 'El Asedio'. Es cierto que cada novela que uno escribe es un problema personal que resuelve, y que con cada título vas avanzando, adentrándote más en esas obsesiones que te mueven. Por eso no están tratados de la misma forma que la primera vez. Podríamos decir que todas mis novelas me han llevado a ésta.

 

-Encajar todas esas obsesiones, como usted dice, en un solo texto, le ha obligado también a enfrentarse a su novela técnicamente más complicada.

-Son muchos personajes, muchos tonos. Hacer que todas esas tramas funcionen entre sí, se relacionen y convivan, requiere un importante trabajo de ingeniería narrativa previa, mucha corrección, mucho pulido de aristas. Es una novela que, aunque sea muy compleja, debía de parecer sencilla. Conseguir esa forma sencilla para un fondo tan complejo ha sido lo más difícil. Dos años intensos de duro trabajo. El oficio debía estar combinado con la imaginación.

 

-Mantiene que no es una novela histórica, pero toca todos los grandes temas de la época: desde la independencia de las colonias, hasta el trabajo de Las Cortes, el debate ideológico.

-También formaba parte de la intención previa, pero era consciente de que en Cádiz hay dos novelas que ya están escritas: la de Galdós y 'Un siglo llama a la puerta', de Ramón Solís. Yo no quería contar, otra vez, el Cádiz de Las Cortes. Quería contar una historia que transcurriese en ese mismo escenario, que América, la guerra, la política, fuese el telón de fondo; que el lector, al moverse por mis personajes y sus conflictos, se impregnase de la historia, aprendiera historia, pero siempre de una manera sutil, nunca de un modo didáctico. Pero todo lo que no me ha servido para dotar de vida o sentido a esos personajes o a la trama en la que participan, lo he dejado fuera.

 

-¿De qué quería hablar entonces, sobre todo lo demás?

-Del ser humano. El trasfondo podría haber sido perfectamente Troya, Sarajevo, o el Madrid del 36. He querido que fueran personajes universales, con problemas y tragedias, complejidades y oscuridades universales. Pero Cádiz, por sus características, me ofrecía unas posibilidades más intensas para contar esta historia que cualquier otra ciudad.

 

-Aparecen las dos Cádiz: la liberal, la moderna, la brillante, pero también la pobre, la más popular, la más oscura. ¿Buscaba también el fresco de época?

-El desafío era que el lector del siglo XXI se moviera de una manera virtual por esa ciudad, que la oliera, que la sintiera, que la viviera, pero no de una manera costumbrista, pastichera. No he querido reescribir Cádiz, lo que he pretendido es contar Cádiz como yo lo veo. He tenido una ventaja fundamental: el Cádiz del 12 es igual que el de ahora. Hay muy poquitas variantes geográficas en la ciudad. Excepto en la parte del puerto, mantiene su estructura original. He podido moverme por donde se movían los personajes. Caminar por una calle, pararme, mirar, contar los pasos. A esa recreación también han contribuido mis lecturas de periódicos y memorias de la época. Hice una recreación muy minuciosa de tiendas, locales, confiterías, librerías. Con eso he ido amueblando el mapa actual de Cádiz para que el lector pueda verlo como lo veían los de entonces. Ha sido un trabajo muy agotador, pero también muy divertido.

 

-Aun así, la mirada que aplica a esa realidad es esencialmente sombría. Indaga en el lado más enigmático de la ciudad.

-En mi vida como reportero desarrollé una teoría completa sobre la ciudad como punto de encuentro de un montón de fuerzas, energías. Las ciudades en guerra me enseñaron muchas cosas: por ejemplo, que las bombas caen en el lado bueno y en el lado malo, o a distinguir lo que te protege de lo que no te protege. La guerra transforma las ciudades y a la gente que vive en ellas. Las convierte en lugares enigmáticos. Hay una ciudad subterránea, por debajo de la convencional, que me interesa mucho. Quise buscar ese Cádiz oscuro, misterioso, de preguntas más que de respuestas, que se aleja de los bares, la alegría, el pescaíto frito, la tacita de plata, la luz azul; un Cádiz donde los personajes se buscan unos a otros en las sombras. Un Cádiz inquietante. Si he conseguido que el lector la vea así, habré logrado buena parte de lo que pretendía con esta novela.

 

-Retrata el conflicto entre ideas que esconde la Guerra de la Independencia: españoles que se sentían identificados con los valores de modernidad que encarnaba Francia, e incluso la veían como una esperanza para un país anclado en el Antiguo Régimen, por lo que no se consideraban traidores, sino patriotas a su manera. Al lector le resultará difícil no sentir cierta simpatía por ellos. ¿Quería colocarlo ante esa tesitura?

-Es una ambigüedad completamente deliberada. Ésta es una novela en la que no hay buenos ni malos. Incluso el malo, malo, que no vamos a decir quién es, tiene su coartada ideológica. La gran tragedia de Cádiz es que luchó contra sí misma. Se enfrentó a las ideas que a su vez defendía. El problema es que la Guerra de la Independencia fue una guerra equivocada. El enemigo no era Napoleón, sino el Rey, la aristocracia reaccionaria, los curas, los monarcas incapaces. Todavía estamos pagando por los errores de entonces. A veces me pregunto si no nos convenía que los franceses hubieran conquistado Cádiz.

 

La mujer en 1812

 

-Ha elegido usted a Lolita Palma, una señorita cultivada, como una de las protagonistas centrales de la novela. ¿Por qué?

-Lolita Palma está en esta novela porque la mujer gaditana del 12 simboliza una España diferente. Era una ciudad donde la aristocracia no era la nobleza, ni la sangre, sino el comercio; una ciudad abierta al mar y a las ideas, donde la gente viajaba y hasta donde llegaban los libros; donde las 'chicas bien' estudiaban contabilidad e idiomas, leían los periódicos y participaban en las tertulias, donde no estaba mal visto que una viuda llevara los negocios familiares. Quizá la mujer no jugó un papel político reseñable, pero sí social. La mujer simboliza muy bien ese Cádiz que quería alejarse del mundo oscuro, turbio, sucio, torpe y opresivo que representaba el resto del país. Representa la España abierta, leída, ilustrada, que quiso ser y no fue. Lo que yo más respeto y amo del Cádiz de la época.

 

-La contrapone usted a otro tipo de mujer, la esposa del guerrillero Mojarra, que sostiene la casa mientras su marido hace la guerra contra a los franceses.

-Es que las Lolitas Palmas eran una minoría. También tenía que aparecer esa mujer popular, inculta y luchadora, porque siempre he pensado que es la mujer, en general, la que da el tono a Cádiz. Hay ciudades masculinas (Londres, Madrid) y femeninas, como ésta.

 

-Cádiz es ya un escenario habitual de sus novelas. La visita mucho, la conoce bien. ¿Qué cree que perdura de ese espíritu de la ciudad del 12 y qué cree que ha cambiado, para bien o para mal?

-Si he de ser sincero, muy poco. Cádiz conserva la tradición liberal más por instinto, por inercia, que por cultura. Todo el mundo te habla de Las Cortes y de cómo resistieron a los franceses, de lo orgullosos que están de ser gaditanos, pero muy pocos conocen bien su historia. Y eso es muy triste. Hay un conocimiento muy superficial del asunto. Yo espero que, justamente con esto del Bicentenario, en el que habrá exposiciones y conferencias, y una gran actividad cultural en la que a lo mejor puedo meter, de una manera modesta, mi novela, el gallinero sea consciente de lo importante que fue ese episodio. Porque Cádiz fue la España que pudo ser, debió ser y nunca llegó a ser. Es lo más triste y lo más hermoso de ese momento. Si Cádiz hubiese contagiado al resto de España esa tolerancia, esa cultura, esos aires limpios y nuevos, esa capacidad de debatir políticamente, esa esperanza de futuro. España hoy sería muy diferente, sería mucho mejor. Pero por desgracia todo se quedó en un episodio aislado, en una ilusión estrangulada por los de siempre: por el Rey imbécil, perfecto hijo de puta que fue Fernando VII, los curas que le calentaron la oreja y los nobles que no querían perder sus privilegios.

 

-Después de todo, esa Constitución, defiende usted, «no cambió España».

-No la cambió entonces. La obra gaditana se diluyó. El cambio vino después. Cuando uno estudia las sesiones de Cortes, ve que en la misma gestación de la Carta ya aparecen los odios, los rencores, las rencillas, la preferencia por ver al enemigo exterminado antes que convencido. Hay un montón de gérmenes que ya anuncian que el camino será muy difícil. Es el momento crucial que marcará España durante dos siglos.

 

-Explica por qué las gaditanas se hacían tirabuzones con las bombas de los franceses.

-Los franceses tenían un problema de distancia. Desde el Trocadero no podían llegar al centro de la ciudad, alcanzar el Oratorio, donde se reunían Las Cortes. Se apagaban las mechas, las bombas estallaban antes o caían al mar. Hubo un montón de intentos, experimentos, investigaciones, para solucionarlo. Eso es rigurosamente histórico y como tal lo he contado.

 

-Algunas grandes librerías ya han anunciado que el título es un éxito de ventas, incluso antes de publicarse, gracias al sistema de reservas. ¿Qué le parece?

-Es una alegría, pero no estaré plenamente satisfecho hasta no ver cómo va de lectores el libro. Hay una cosa que aprendí hace muchos años: nunca hay que vender la gallina antes de que ponga el huevo, ni la piel del oso antes de cazarlo.

 

-¿Qué cree que no debe faltar en los actos del Bicentenario?

-Bueno, yo sólo soy un novelista. No soy nadie para dar lecciones, pero creo que debería haber menos folclore y más memoria. Más memoria de verdad.