“Ahora ya hemos perdido la inocencia”

 

Sábado, 25 de abril de 2015

 

El primer invitado ilustre de la feria señala que su novela, situada a fines del siglo XVIII, es un homenaje a la Ilustración, “a esos hombres que tenían una inocencia ilustrada y que creían que con libros, con las luces, cambiarían el mundo”.

 

Por Silvina Friera

 

na33fo01.jpgLa mirada de Arturo Pérez-Reverte se enciende. El dedo índice de su mano derecha se despega súbitamente de la frente, como si quisiera liberar la chispa de esa idea que asoma: una tipología del escritor que es y será, un cazador furtivo al acecho de un puñado de historias. Hombres buenos (Alfaguara), novela que presenta hoy a las 18.30 en la 41ª Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, es un homenaje a la Ilustración, ese tiempo de esperanza en que se creía que los libros podían cambiar el mundo. A fines del siglo XVIII, dos miembros de la Real Academia Española –el bibliotecario Hermógenes Molina y el almirante Pedro Zárate– se sumergen en una aventura tan maravillosa como arriesgada: viajar a París en busca de los 28 volúmenes de la Encyclopédie de D’Alembert y Diderot, que actualmente están en la biblioteca de la RAE. El itinerario, la pesquisa de los ejemplares de la primera edición, tendrá palos en la rueda. No faltarán personajes que intentarán estropear el viaje, con Pascual Raposo a la cabeza, convencidos de los peligros que implica cultivar las luces de la razón. “Ahora sabemos que el mundo será cada vez peor. Nadie lúcido duda de que esto no mejorará”, dice Pérez-Reverte en la entrevista con Página/12.

 

–Hombres buenos sorprende porque aparece el escritor que es, el narrador de la aventura, de la acción, y también el escritor que podría haber sido, especialmente cuando el narrador va contando el mecanismo de cómo escribió la novela, algo extraño porque no es el tipo de escritor que le interese la metaliteratura, ¿no?

 

–La pregunta es pertinente. Yo no tengo el menor interés por la metaliteratura, yo soy un tipo que cuenta historias. Yo no hago literatura, yo hago novelas. Yo no soy un literato, yo soy un novelista. La metaliteratura, los juegos estructurales, semánticos, no me interesan, excepto cuando son herramientas para contar mejor la historia. Esta novela, cuando empecé a escribirla, iba a ser una historia clásica, lineal, normal; pero me di cuenta de que había muchos momentos muertos: había un viaje largo, conversaciones, una cantidad de información que el lector no tenía y que yo tenía que darle. Hubiera sido una novela más lenta, más morosa, más aburrida, contada linealmente; con lo cual recurrí al narrador irrumpiendo en la historia para hacer elipsis, cortes, introducir documentación. Utilicé aquellas herramientas de que dispongo porque llevo muchos años escribiendo. El objetivo no es hacer novelas raras, sino contar una historia más eficaz. Mi objetivo no es que digan: “¡qué bien ha estructurado la novela esta vez Pérez-Reverte!”. No, no, no. Cada historia exige un planteamiento, una estructura, un tratamiento, unos personajes, un punto de vista.

 

–Cuando el narrador se encuentra con los 28 volúmenes de la Encyclopédie en la biblioteca de la Academia y empieza a preguntar y a curiosear, inmediatamente el entorno supone que es porque va a escribir una novela. Más allá de los trucos como escritor, ¿hay una demanda del entorno que lo quiere ver siempre al acecho, buscando historias?

 

–Sí, claro, en la novela utilizo muchos recursos personales y reales. Todo lo convierto en literatura; nada es fiable porque todo está convertido en narrativa literaria. En la Academia me conocen, saben que estoy siempre a la caza de historias; entonces es normal que me pregunten. Nada de lo que cuento en la novela es verdad. Nada ocurrió. Todo es ficción. Lo único que es real es que la Encyclopédie llegó a la biblioteca de la Academia a fines del siglo XVIII. Yo soy un novelista cazador, un depredador. Hay novelistas que son de tipo onírico, introspectivo, lo cual es muy respetable: hay unos coñazos insoportables y hay tipos que son muy brillantes, como mi amigo Javier Marías. Yo soy un novelista de los exteriores que trabajo con los ojos, más que con la cabeza. Yo me llevo mi zurrón abierto y voy echando cosas: un gesto, una mirada, un escote, una música, una flor, una luz, una sensación, un aroma, un libro sobre la mesa, un detalle, una mancha en el pantalón, que después utilizo para escribir novelas. Hay escritores depredadores y hay escritores recolectores. Soy más del tipo de novelista cazador que del recolector. El recolector está en un terreno permanente en el cual planta y recolecta, pero no se mueve de ese lugar, con lo cual corre el riesgo de repetirse. El novelista cazador es aquel que se mueve, que sale, que viaja, que va a otros lugares a buscar presas nuevas. No digo que sea mejor porque el talento se puede dar en ambos. El novelista cazador es más ameno.

 

–El novelista cazador que es tuvo el desafío en Hombres buenos de poner a hablar a los personajes en el siglo XVIII. ¿Cómo trabajó esta cuestión para llegar a un lenguaje lo más verosímil posible?

 

–Yo también cazo en los libros, antes que escritor soy lector. Lo que leo también lo echo al zurrón: subrayo, releo, tomo apuntes, notas. En esta novela, además, tenía un problema grave y es que no podía hacer que hablaran como ahora ni tampoco como entonces. Busqué un tono intermedio, manteniendo el aroma de entonces y que fuese entendible. Para esto tuve que estudiar muy bien los originales. Necesitaba conceptos que no son actuales, pero que valieran para ahora. Me dediqué a buscar ideas que poner en boca de los personajes. Leí a (José) Cadalso, (Gaspar Melchor de) Jovellanos, (Leandro Fernández de) Moratín, el padre (Benito Jerónimo) Feijoo, (Nicolas de) Condorcet, (Jean Le Ron) D’Alembert, (Denis) Diderot, (Jean-Jacques) Rousseau y Voltaire (seudónimo de François Marie Arouet). De ahí fui extrayendo todo ese material para ponerlo en boca de mis personajes.

 

–Uno de los personajes, el almirante, plantea que la España del siglo XVIII no tiene Erasmos ni Voltaires. Que a lo más que ha llegado es al padre Feijoo. ¿Por qué España tuvo a Cervantes, el padre de la novela moderna, y no tuvo ilustración en el terreno de la filosofía?

 

–El Quijote solamente podía ser español. Un libro sobre el fracaso, la frustración, la amargura, la derrota, la injusticia, los sueños rotos, la nobleza maltratada, la dignidad ofendida, solamente podía ser español. Ningún inglés, ningún francés, ningún alemán podría haber escritor el Quijote. El peso de la religión católica fue abrumador; entonces cada vez que hubo un intento de abrir la ventana de la libertad y la independencia intelectual, la Iglesia lo machacaba. Todos los intelectuales tenían miedo, no podían publicar. En Francia, la Iglesia Católica no tenía el poder que tenía en España. El intelectual español no se atrevió a levantar la cabeza, con lo cual nos quedamos todos escondidos. Cuando Jorge Juan y (Antonio) de Ulloa midieron el meridiano terrestre en el Ecuador y publicaron un libro científico que fue el más importante de la época, algunas conclusiones estaban contra el dogma eclesial y la Iglesia Católica les obligó a modificarlas. Ni la ciencia escapaba de ese control.

 

–El almirante dice que “apatía y resignación son las palabras nacionales: a los españoles nos resulta cómodo ser menores de edad...”

 

–Eso vale para España también ahora, para Italia, para Argentina...

 

–¿Por qué?

 

–Nos han hecho así...

 

–Es muy escéptico, ¿no hay posibilidades de cambio?

 

–El cambio es inevitable. La historia cambia; no somos los mismos que en el siglo XVIII. Lo que pasa es que el cambio es limitado porque nos han roto el espinazo el trono, el altar y la aristocracia. Nos han comprado el alma, y aunque hemos cambiado en muchas cosas, arrastramos el viejo lastre de tantos siglos de resignación, de apatía, de religión, de agachar la cabeza. Al final es un problema de cultura, de educación; somos países gozosamente incultos y una democracia sin cultura es una democracia imperfecta siempre.

 

–Leer representa el futuro, se afirma en la novela, una idea muy típica del Iluminismo, ¿no?

 

–Y lo sigue representando. Internet está muy bien, es una herramienta poderosísima, pero tiene un problema fundamental: no discrimina. En Twitter, en Internet, donde sea, tiene igual importancia lo que diga (Mario) Vargas Llosa que lo que diga un estúpido futbolista o una modelo tarada. Solamente la cultura permite discriminar, la cultura es un filtro. Internet no filtra, tiene que filtrar el receptor. El problema es que si no tenemos libros que nos eduquen estamos indefensos ante el ruido de las redes sociales. Wikipedia no siempre es fiable. El peligro es que la gente se fía de las redes sociales y le falta el respaldo de la biblioteca.

 

–En Hombres buenos se plantea una diferencia entre iluminar e ilustrar. Para el narrador, ilustrar es un término más moderado. ¿Qué piensa usted?

 

–A mí me gusta más ilustrar que iluminar porque iluminar tiene hasta algo de pedante. Hay alguien que tiene la luz y que ilumina, mientras que ilustrar es más solidario, más horizontal. En España se usó ilustrar, no iluminar. Ilustrar con las luces. En el siglo XVIII todavía era posible. Ahora hemos perdido la inocencia. Ahora sabemos que el mundo nunca será mejor, que será cada vez peor. Tenemos la certeza de eso. Nadie lúcido duda de que esto no mejorará. Pero esta gente todavía estaba virgen; aún no había habido ni Revolución Francesa ni Revolución Rusa, aún se tenía la esperanza de que la revolución llevaría a un mundo mejor. Era muy fascinante trabajar en una novela con esos espíritus nobles que querían cambiar el mundo. Nunca hubo un momento en que el ser humano europeo, occidental, estuviese tan preparado intelectualmente para cambiar el mundo. Esta novela es un homenaje a esos hombres que tenían una inocencia ilustrada y que creían que con libros, con las luces, cambiarían el mundo.

 

–Quizá una de las diferencias entre el siglo XVIII y este siglo sea que la palabra ya no es considerada tan peligrosa, ¿no?

 

–La palabra siempre es peligrosa. Es peligrosa en manos de gente inteligente porque la puede utilizar y en manos de gente estúpida porque no la comprende. En los dos casos puede ser útil y peligrosa, claro... Hemos caído en el error de creer que una imagen vale más que mil palabras. Pero ya no porque la imagen ha sido tan manipulada, tan envilecida, que ya no es fiable. La palabra ahora es más necesaria que nunca.