“De nada sirven las urnas si el que mete la papeleta es un analfabeto”

 

Sábado, 14 de marzo de 2015

 

infolibre.es - 14/03/2015

 

thumb.jpgÉl mismo, Arturo Pérez-Reverte, es el narrador de la historia que cuenta 'Hombres buenos' (Alfaguara). La de la gesta de dos españoles del siglo XVIII que, contra la corriente imperante en la época, la de la ignorancia, emprendieron el arriesgado y dilatado viaje de Madrid a París para recoger una copia de los 28 volúmenes de la 'Enciclopedia' francesa, para el autor una de las mayores y más loables empresas intelectuales de todos los tiempos. Su misión consiste en depositarlos en la Real Academia de la Lengua y hacerlos así disponibles en la España de Carlos III, un rey ilustrado que llevó a cabo mejoras sociales que, sucesivos acontecimientos históricos mediante, nunca llegaron a fructificar.

 

La aventura quiere ser una trepidante y repleta de trances y piruetas, pero también algo más. Una declaración de intenciones que empieza y termina en el mismo punto: el que marca el valor de la cultura como elemento fundamental de progreso y confraternidad. Pero aunque Pérez-Reverte es la voz narradora en primera persona y es también un hombre de cultura, advierte: no se está pintando a sí mismo como un hombre bueno. Esos son otros, como los cuatro a los que dedica la novela: sus colegas académicos de la lengua Gregorio Salvador y los fallecidos Antonio Colino, Antonio Mingote y el almirante Álvarez-Arenas. Aunque hay más, “y cuando a pesar del ruido mediático uno quiere escuchar sus voces, las busca y las encuentra”.

 

Se trata esta, pues, de una novela “con esperanza”, aunque su autor reconozca que la que él guarda ante el actual estado de cosas es “poca”. Relata en ella su propio origen, a modo de ejercicio metaliterario, de cómo cuando se encontraba trabajando en las dependencias de la RAE –institución a la que así, rinde también homenaje- encontró aquellos ejemplares. Al percatarse de que se correspondían con la primera edición, que fue prohibida tanto en Francia como en España, decidió, movido por la curiosidad, investigar cómo habían llegado allí. Aunque también matiza: se trata esta de una argucia de escritor, “un recurso” con el que “desenciclopedizar el ciclo narrativo”, hacerlo más fluido. “Después de 29 años en el oficio uno tiene sus lectores, que te conocen”, explica, “y esto es un guiño a ellos, un plus de complicidad”.

 

Los dos hombres buenos que marchan a la capital francesa, entonces “la meca” de la intelectualidad, son el almirante Pedro Zárate y el bibliotecario Hermógenes Molina. Mientras que el primero se debate internamente entre su fe y la razón, el otro es una persona modesta y honrada, convencida de la verdad de la ciencia. A pesar de las diferencias que los separan, ambos son capaces de hallar el entendimiento y la amistad a través del diálogo. “Aunque yo no equiparo la idea de hombre bueno con la de hombre culto”, apuntilla el escritor (Cartagena, 1951), que recibe a los periodistas en una luminosa suite del madrileño hotel Palace, “sino que hablo de los hombres buenos como aquellos que querían usar la cultura para solucionar los males de su patria, en este caso España, un país donde trono y altar estaban cerrilmente enraizados”.

 

El contrapunto a los protagonistas lo marcan otros dos hombres, a quienes lógicamente cabría calificar como "los malos", que intentan impedir que el viaje de los primeros llegue a buen puerto. Los dos son exponentes del radicalismo ideológico, uno del lado conservador –“de la rancia españolidad”– y el otro, del progresista “demagógico y buenista”. Algo que, en opinión de Pérez-Reverte, no quiere ser una crítica de los extremos, ya que sí existe la “radicalidad honesta y honorable”. “Yo he visto revoluciones de verdad”, apunta sobre su oficio como reportero de guerra, que ejerció durante más de 20 años, “y he visto a oportunistas y a honrados”. Desde su experiencia “son estos oportunistas y golfos los que se suelen situar en el bando de los ultras", además de que "el oportunismo social es más frecuente que la honestidad”.

 

La cultura que reivindica es, por tanto, aquella que bebe de todas las opiniones para construir una verdad sin vocación absoluta. La que aceptaría de buen grado “que mañana venga Pinochet, o Stalin o Hitler a la universidad a dar una charla”. “Aunque luego se los insulte", apuntilla, "pero que primero se los escuche, porque es muy interesante escuchar qué tiene Pinochet en la cabeza, ya que así aprendes los mecanismos del mal”. En España, se lamenta, “no existe” por el contrario “el discurso político”, sino que “hay una necesidad de que aquel que está enfrente se defina para poderlo vilipendiar o alabar, y eso es un síntoma claro de incultura”.

 

Una coyuntura, la de la actual realidad social, que él engarza con aquella época de finales del XVIII, la de la antesala de la Revolución Francesa. Aquel tiempo podría haber dado un rumbo diferente también a este país, que por un momento tuvo la oportunidad de tomar el tren de la modernidad, finalmente perdido. “Podríamos haber sido mejores si el XVIII hubiera sido diferente”, sostiene. “Entonces éramos vírgenes, pero ahora tenemos las cicatrices de estos dos siglos sangrantes, hay demasiado desprecio en nuestras pupilas”.

 

Si en el contexto en el que se enmarca la novela la redacción de 'L'Encyclopédie' supuso un hito en lo que respecta a la voluntad de compendiar y difundir el saber, conformándose en una obra por la que merecía la pena arriesgar incluso el propio pellejo, ¿sería hoy su trascendencia comparable con la de internet? Sí y no, cree el novelista, porque mientras que la obra de Diderot, D'Alembert y Le Breton fue una herramienta concebida “para ser manejada por gente culta, internet es una zona muy confusa”. “Contiene información valiosísima”, concede, subrayando su trascendencia histórica, “pero no existe un mecanismo discriminador, no existen filtros”, lo que a la postre permite que “cualquier analfabeto con Twitter pueda abrir un debate”.

 

Los tiempos, efectivamente, han cambiado, y no solo en lo referente a la divulgación del conocimiento. Tampoco cree Pérez-Reverte que París mantenga su cualidad de epicentro cultural, ni siquiera Nueva York, que también lo fue en los sesenta. "Ahora no veo eso", dice. "Ese viaje sería hoy a una biblioteca, que sigue siendo el lugar al que peregrinar". "Sin cultura no hay progreso: con la educación, es la única palanca para que los pueblos progresen", insiste. "Un pueblo educado es un pueblo libre, porque de nada sirven las urnas si el que mete la papeleta es un analfabeto". De ahí esta reivindicación de los hombres buenos, con los que, ya decíamos, no busca asimilarse. Él, asegura, no es ni más ni menos que un contador de historias. Un hombre que, si tuviera que compararse con uno de sus personajes, sería con Pascual Raposo, un sicario al que describe en la novela como "un tipo de recursos, no le quepa duda. Y con los escrúpulos justos. Listo y peligroso, como su apellido".